Hace años, la televisión mexicana transmitió una inteligente parodia política brasileña intitulada El Bienamado. El tema fundamental se refería a la descomposición política en que podrían llegar a encontrarse los pueblos. Los acontecimientos de los recientes tiempos me la volvió a traer a la memoria.

El personaje central es un político pueblerino, taimado y corrupto que actúa en el poblado más insignificante del próspero estado norteño de Bahía. Allí logra imponerse como alcalde con un discurso bofo y guango basado en una promesa que a la población no le interesaba: la instalación de un panteón del cual carecía el poblado.

La importancia histórica que le atribuye al camposanto lo lleva a creer en su propia charlatanería. Sus gobernados seguían desinteresados en que sus muertos fueran enterrados en su localidad o en la vecina. Pero él se obsesionó con lo que llegó a considerar la obra más importante del villorrio, del estado y, quizás, hasta del país entero. Que, con ello, aseguraría su futuro escaño como diputado o como senador. Lo construye, desde luego, en terrenos suyos que ha vendido a precio altísimo a la alcaldía. Pero, una vez concluida tan insignificante obra encuentra un problema no previsto por él. La inauguración requería de un difunto y esto se convierte en su desastre.

Porque, milagrosamente, dejan de morir gentes en su feudo. Un eminente médico de la capital decide abandonar el mundo de la fama y se refugia para vivir en ese pueblo. La presencia de tan capacitado galeno cancela todas aquellas enfermedades pueblerinas que son una calamidad en los pueblos pequeños del tercer mundo. Por lo tanto, el alcalde lo consideró como su más grande enemigo.

Desesperado ante la falta de difuntos, resolvió amnistiar a un despiadado asesino que había sido confinado al monte desde años atrás. Lo hace con la finalidad de que repita sus fechorías. Pero el hombre regresa convertido en un franciscano lleno de amor para los humanos, para los animales y para las plantas.

Llega el momento hilarante en que el gobernador de Bahía se comunica por primera vez con él. Ingenuamente piensa que lo va a felicitar por tan importante obra. Pero, en vez de ello, le da una noticia que le agrada. Que se acerca un huracán que puede provocar inundaciones catastróficas y que hay que tomar medidas de evacuación y protección civil para evitar muertes. Obviamente, no hace nada. Pero, para su mal, el meteoro se desvía y, en medio de un sol radiante, no hay pérdidas que lamentar. Allí llega a considerar que hasta el cielo está en su contra, hasta que llegó el desenlace de una serie de contrasentidos del buen gobierno y de la salud del hombre de Estado, fanatizado con una obra sin importancia para sus gobernados.

Y por eso hoy me pregunto si a nuestro pueblo, tan urgido de empleo, de seguridad, de justicia, de salud, de educación, de vivienda y de esperanza le interesan nuestras elecciones, o si a los 54 millones de pobres no les interesa quién gane porque están convencidos de que ninguno los va a ayudar y que los políticos solo piensan en el próximo sexenio mientras ellos solo piensan en la próxima quincena.

Al final fue el deceso del propio alcalde lo que permitió la inauguración de su obra cumbre y única. Al entierro no asistieron ni el gobernador ni el pueblo. Nadie lo extrañó. Y todos los habitantes siguieron considerándolo un imbécil, pero en su lápida se le aludía como el alcalde bienamado.

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