Por Alfredo Padilla

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]C[/su_dropcap]uesta imaginar que una vez fue una persona normal, un estudiante del taller de teatro de la Casa de la Cultura de Aguascalientes, interesado más en las clases de teatro que impartían los dos Alfredos (Zalce y Zermeño). Un pintor incipiente al que le otorgan su primer premio de adquisición en pintura. Su rostro era de esos que podían haber encajado en cualquier época de la historia: el semblante de un emperador exótico, un náufrago en medio de una isla solitaria, un fajador de peso mosca, un chamán, un recluso en una crujía de presos, un artista de los años setenta y un superviviente de las plásticas profundas. Guardaba un millón de secretos y ninguno, todo estaba en su obra: la infancia, la amistad, la locura y la muerte.

Enrique Guzmán nació en Guadalajara un 20 de septiembre, pero creció en el sur de Aguascalientes como un niño tímido al que le han despojado la identidad y la inocencia, sin embargo, albergaba una inquebrantable fuerza de carácter y una extraña ingenuidad, supongo que por haber sido un niño de mamá, como muchos otros artistas. Era un hombre destinado a un final desdichado, en búsqueda de lo corrosivo en la pintura, de la imagen dialéctica, siempre detrás de una pelota imaginaria, de una hoja gillette, en el paisaje alojado en una botella o escondido en medio de una fiesta de homúnculos en una tierra de nadie y sin respuestas.

El pintor Enrique Guzmán.

El pintor Enrique Guzmán.

De Enrique Guzmán, Carlos Blas Galindo expuso en su ensayo Enrique Guzmán: Transformador y víctima de su tiempo (CONACULTA, 1992) que “fue un precursor en la utilización de imágenes populares civiles y religiosas, y de símbolos nacionales, abrevando en distintas corrientes —el dadaismo, la pintura metafísica, el surrealismo y el arte pop— con una cruda visión de la existencia”. Asimismo, Carlos Emerich declara en Enrique Guzmán: su destino secreto (MACO, 1999) catálogo de la exposición de la obra de Guzmán en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, que el pintor da su versión de la degradación de todo, entre la malicia y la tragedia, sea animado o inanimado, sea real o virtual, y por tanto, su visión de la vida como un perentorio definimiento de la muerte. Sus obras (“Interior”, “Transmutaciones”, “caídas y objetos”) anecdotizan esta fatalidad que inclina a ver como un autoexorcismo de su adopción de la abstracción geométrica: “Guzmán metaforizó, inconscientemente, las dudas filosóficas esenciales sobre el ser ante las cosas, el tiempo, la infinidad y la nada. Posibles analogías del devenir cósmico como un reloj y, en general, como cualquier maquinaria de engranajes, incluyendo las anímicas, son “interrumpidas” por objetos que, como la navaja, son capaces de cortar el concepto del tiempo”. Mientras que Carlos Monsiváis lo define en el texto La batalla de las imágenes y los símbolos presentado en Enrique Guzmán: Afinador de íntimas catástrofes, catálogo de la exposición de la obra del pintor en mayo del 2004 en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara como “un hombre de talento evidente, muy por delante de su tiempo, y fuera de los catálogos al uso, que en las entrevistas (muy pocas) oscila, sin elocuencia posible, entre el lugar común y la lucidez entonces descifrable”. Sentencias que están más relacionadas a su imagen de escritores y críticos de arte para ensayar estilísticamente su propio proyecto escriturario, que a una definición certera de la obra de Enrique Guzmán.

Los tres Carlos coinciden, fuera de la prosa, únicamente en sus datos biográficos: en 1969 Enrique Guzmán fue apoyado por Víctor Sandoval (director de la Casa de Cultura de Aguascalientes) para continuar con sus estudios en La Esmeralda, pero no fue aceptado y tuvo que vivir en unos condominios en San Fernando y Héroes hasta que se inscribió en el taller de libre pintura, en donde todos eran admitidos; que en 1971 finalmente ingresa a la carrera de pintor en el INBA; que pintaba sin descanso: “era usual que transportara por la tarde, de la escuela a su departamento, alguna de las telas en las que trabajaba”; que en 1972 obtiene el primer premio de adquisición en pintura en el séptimo concurso nacional para estudiantes de artes plásticas; que en 1973 abandona su departamento de la Avenida Hidalgo para trasladarse a un estudio en el edificio de la galería de Pintura; que en 1976 expone en Jamaica (Instituto Mexicano del Comercio Exterior / New Cultural Art Center) y en 1979 en Colombia (Museo de Arte Contemporáneo). A partir de aquí, el escándalo y el protagonismo: Enrique Guzmán aspira a ganar el reconocimiento único del Primer Salón Nacional de Artes Plásticas, pero al final, el jurado compuesto por Manuel Felguérez, Raquel Tibol, Armando Torres Michúa y Leonor de Villafranca le da el reconocimiento a Serie 2, Negro Número 4 de Beatriz Zamora. Guzmán descuelga el cuadro triunfador y lo arrastra por la Sala Nacional del Palacio de Bellas Artes, con la intención de tirarlo desde las escaleras, pero es sometido por el personal de seguridad y los mismos espectadores. Tiempo después, en 1983, desgarra con un cúter su obra La conocida señorita del club llegada de la felicidad (1973) que se encontraba expuesta en la Pinacoteca de la Casa de la Cultura de Aguascalientes. Posteriormente quemaría la mayor parte de su producción de dibujos y pinturas.

Se apunta en todas las biografías que Enrique Guzmán se instala en 1979 en San Luis Potosí, donde da clases de dibujo en la Casa de la Cultura. Si bien residió en la capital potosina durante aproximadamente dos años, nunca impartió una sola clase. Guzmán es ubicado en la ciudad por petición de Víctor Sandoval para que se “relajase”, ya que estaba pasando por una crisis esquizofrénica. En la Casa de la Cultura de San Luis Potosí nunca se ha impartido cátedra, afirma el artista plástico Othón Salazar; se inventó un puesto en dicha institución (ahora Museo Francisco Cossío) para poder solventarle honorarios, ya que no se encontraba en condiciones de trabajar.

 

Enrique Guzmán es hospedado por ordenes de Raúl Gamboa Cantón en el domicilio de Othón Salazar, en la colonia Benito Juárez del municipio de Soledad de Graciano Sánchez. Para llegar ahí, se tiene que cruzar la Colonia Rural W, que recibe el nombre de la antena repetidora de la XEWA AM, instalada en marzo de 1988. La vivienda de Othón es un chalet unifamiliar a dos aguas con una huerta trasera, desde este punto, Guzmán se trasladaba al Instituto Potosino de Bellas Artes en la Avenida Constitución, donde impartía clases Othón, y no a la Casa de la Cultura como certifica Blas Galindo. Dibujaba por las tardes en el Parque Alameda, de donde provienen los primeros bocetos de La cámara fotográfica (1979). Bebería, por lo regular cerveza, en las cantinas La Montaña, El Pinin, El Conde, El Banco, el bar del Hotel Filher, el Don Pedro, La Mexicana y el Bar Tampico. Esa era su ruta: la W, el IPBA, las cantinas del centro histórico y la Alameda; en donde se dice también que correteó con un machete al escritor huasteco autor de Te juro por ésta (1980) Alberto Enríquez, tras una fuerte disputa.

Othón Salazar rememora que Enrique Guzmán era un hombre tímido, muy delgado y casi pelirrojo, que padecía una depresión compulsiva debido al abandono de su padre, y una extraña fijación a las navajas. Sus referentes pictóricos se encontraban en las figuras femeninas: la playa, las banderas y los zapatos. A diferencia de la fama que se le ha querido otorgar por su aparente usos desmedido de las drogas, Othón afirma que sólo fumaba marihuana esporádicamente, declinándose por el tabaco. Guzmán tejió amistad en San Luis Potosí con la pintora Evangelina (Lina) Lanz Berrón de Campeche, que en ese momento se encontraba igualmente haciendo una residencia artística en la ciudad. Contaba chistes sin gracia debido a su introversión y sus problemas de comunicación. Comía en el piso y pensaba siempre en el azul ultramar.

Las ciudades son el abismo de la especie humana, decía Rousseau, y al final la capital potosina terminaría acabándolo en su rutina construida de deseos y miedos; sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas y su discurso secreto acabaría por romper en dos la delicada hoja guillette.

En 1981 Enrique Guzmán regresa a su antigua casa en Aguascalientes. En su cuarto pintado de azul, una tarde de 1986 a los 34 años, se ata una soga al cuello y se deja caer en su favorito abismo personal: la muerte. El surrealismo seguiría haciendo eco en la ciudad de los siete barrios…