ROMA. Noviembre de 1956.
Su simple nombre promueve entusiasmo: Greta Garbo. No se puede decir de ella que haya sido sensacionalmente hermosa en el escaparate de vanidades que es el cine, pero trajo a la pantalla la revelación de un desconocido encanto sueco, mismo que, después, Ingrid Bergman ha prolongado y que Anita Ekberg quiso cambiar en sensualismo. ¿Qué es lo que “es” en Greta? Tarea difícil el desentrañarlo. Será, quizá, ese brumoso desdibujamiento que tienen los paisajes del norte, mitad en la niebla y mitad en el sueño, en cuyo escenario los personajes surgen como de un reino de hadas o de fantasmas. Ella misma parece haber surgido de la leyenda de Ibsen y corporizado a una deidad coronada de nieve y heno. Sin quererlo, quizá, se adentró en la fantasía y en el corazón de los espectadores. Luego, bruscamente quiso huir, abandonarse, hacer una vida eremítica en este mundo curioso de cristales que todo lo revelan sin piedad alguna. Vaga de una a otra ciudad insultando a la elegancia, pisando sobre enormes zapatones de gruesa y baja suela. Encubre sus ojos enigmáticos bajo el ahumado cristal de gruesos lentes. No habla como las esfinges. Rehúye a los fotógrafos y a los periodistas. De Greta se ha llegado a decir que está bien loca, pero pocos atinan a comprender que su locura está en el otro extremo del exhibicionismo. Y por querer ocultarse más se hace presente. Hace poco tiempo, al llegar a París, gritó, casi exasperadamente: “Déjenme vivir en paz”. Pero no lo logrará mientras ella no deje en paz a la curiosidad pública; hasta que no la satisfaga revelando, en todos sus detalles aquello que, a lo mejor no tiene mayor interés: su vida como prisionera en un mundo de líneas ágatas y de heráldicas trompetas publicitarias.
Esta es la razón por la que el libro de John Bainbridge (Ediciones Garzanti, Roma), ha tenido tanto éxito: revela secretos de una vida misteriosa. Por el mismo se sabe que Greta, cuando no vive en Nueva York, viene a Europa a establecer pequeños contactos con la vida: una conversación con algún amigo; un un baño en una lejana plana, la visita de alguna galería, etc. Cuando reside en la Metrópoli de Hierro ocupa un apartamento de siete estancias en un edificio situado sobre el East River. Para los vecinos ya no es una novedad el verla, casi todas mañanas, salir de su casa para caminar, sin rumbo ni sentido, por las calles vecinas. Mira los aparadores, se mezcla con los paseantes y, de tarde en tarde, cae por alguna bodega de anticuarios, solamente para satisfacer algún secreto deseo de permanecer nutrida de arte, ya que casi jamás adquiere nada. De vez en vez, come en algún modesto restaurante como el “Vienesse Romm” o el “Semon” en la calle 50, pero ya raramente se concede el lujo un cuarto de libra de “caviar” o un plato de salmones ahumados porque regularmente pide con voz que no admite comentarios , “minestra francesa” de lata. Cuando el tiempo es malo, prefiere meterse en un cine de la calle 58, el “Plaza Theatre” que programa normalmente películas extranjeras. Cuatro o cinco veces al año, se deja caer por la cinemateca del Museo de Arte Moderno y, en compañía de un empleado, asiste a la proyección privada de algunas viejas películas suyas y, en alta voz, hace la crítica de sus personajes interpretados, hablando de ellos en tercera persona, como si ya nada le perteneciera de los mismos, ni tan siquiera el recuerdo.
Greta Garbo no tiene conciencia de que aún es bella y de que lo fue mucho más en los pasados tiempos. Define sus manos como las de “una vulgar ama de casa” y hasta muy tarde se resignó admitir que sus pies, planos, son muy grandes y poco estéticos. Con una despreocupación casi rayana en la virtud, continúa de descuidar su persona. Todavía, ahora, no usa cosmético alguno y raramente usa perfumes y, lo que es mucho más conocido, jamás acude con los peluqueros y si alguno parece que aquella mujer sale a la calle con los cabellos tal como los dejó la toalla con la cual los secó, no andará muy equivocado. Una sola vez, en su vida, en 1931, acudió a un salón de belleza, compelida por las circunstancias, pues debería asistí, por razones profesionales, a un recibimiento de Pola Negri.
Tiene poquísimas amistades pero, las que ha logrado fincar, son leales, sinceras y entrañables. De sus amigos se dice, de vez en cuando, que se casarán con ella, sin que haya probabilidad de que esto suceda. Cuando, en días pasados, llegó a Londres para ser recibida por el Primer Ministro, se hospedó en casa de Cecil Beaton, fotógrafo de arte, el mismo que, dijo de ella : “¿Casarme? ¡Bah! Greta sería una compañera asfixiante. Tiene muchas supersticiones, es sospechosa de modo extremo y totalmente incapaz de amar”. En América goza de la amistad de George Schlee, de 57 años, hombre de negocios en Nueva York; del Barón Erich Goldschmidt Rotschild, con el que realizó, en 1952, un borrascoso viaje en Austria; del periodista John Gunter y del famoso profesor de dietética, Gayelord Hauser, bajo cuya influencia ella vivió durante un buen tiempo, convirtiéndose, casi a sus curiosas teorías, pues el profesionista, quería, a toda costa, romper su complejo de timidez, pretendiendo, que hiciese vida de Sociedad. No es de dejar de advertir el hecho de que la Garbo es quien visita a sus amigos, pues, en su casa, jamás a recibido a alguno y todos se hacen lenguas de cómo será aquella, qué cosas guardará, etc. De su soledad se dice que ha sido violada, solamente, por la presencia de un ladrón.
EXPLORACIONES EN LA VIDA AMOROSA DE GRETA GARBO
La vida sentimental de la ex estrella ha constituido, quizá, el misterio más profundo para los gratuitos investigadores que han acometido tal empresa. A Greta, que jamás se ha casado, se le han atribuido numerosos noviazgos pero la realidad, ésta si evidente, es que ella se quedó con el corazón seco cuando murió Mauricio Stiller, su descubridor y el único amor de su vida. Mauricio era un artista extravagante y genial y murió en Estocolmo en noviembre 1928, cuando contaba con 45 años. La Garbo filmaba, entonces, “La Orquídea Salvaje” y cuando la noticia le fue dada, parecía que se moría tal fue la palidez con que recibió la tremenda nueva. Durante muchos días no pudo dormir, casi no comía y mucho menos trabajaba. Quería dejarlo todo y volver a Suecia. Es que, en realidad, aquel hombre había sido, para ella, padre, amigo y novio. Descendiente de pobres campesinos, Greta Louisa Gustafson no tenía, delante de si, un porvenir muy prometedor. Nacida el 18 de septiembre de 1905 en la Maternidad Pública de Estocolmo, pasó una niñez sin muñecas— y de tal modo que, cuando fue grande, se vengó del destino, comprando colecciones completas—, y las cosas empeoraron para ella cuando su padre murió, al cumplir ella 13 años. Tuvo que pensar en trabajar con un barbero, haciendo la “enjabonadora” pero poco después pudo tomar un puestecito en un gran almacén de modas. Hizo algunos pequeños films publicitarios y, después, uno de largo metraje, llamado “Pedro el Vagabundo” y cuando le aconsejaron que se inscribiese en la Academia de Arte Dramático, el destino entró en juego porque allí conoció a Stiller. Él le adjudicó el apellido de “Garbo” haciendo un juego de letras con el nombre de Gabor Bethlen, Rey de Hungría. Él le enseñó a actuar y la tuvo como protagonista principal en “Gósta Berling” y la recomendó a Pabst para una nueva película de gran aliento “La vida sin alegría”. Él mismo, al final la precipitó a Hollywood, firmando, con Louis B. Mayer, un contrato muy ventajoso que la integró al elenco de la “M.G.M.”
Poco tiempo antes que muriese Stiller, todo mundo se interesó frenéticamente en el “romance” John Gilbert-Greta Garbo. Él tenía, entonces, 29 años y soñaba con ser director y jamás se complació con la etiqueta de “destroza-corazones” que la publicidad le asignó. Se enamoró perdidamente de Garbo y le pidió su mano, dando anticipadamente el anuncio a los periódicos. Ella rehusó secamente, pero Gilbert decidió, entonces tomar el camino del deslumbramiento. Compró un “yatch” fabuloso, prometiendo a la esquiva amada una luna de miel por los mares del sur , pero Greta se le rio en las barbas. Aquel, exasperado, intentó un verdadero rapto. Corriendo a gran velocidad la llevó hasta el pueblecito de Santa Ana, vecino a Los Ángeles, donde esperaba un juez para realizar el casorio. Ella se encerró en el cuarto de baño y no salió hasta que John estuvo convencido de la inutilidad de sus acechanzas.
El siguiente en turno fue Leopold Stokowski. Ella se encontraba en él al hombre soñado: famoso, de cierta edad y experiencia y con una personalidad más fuerte que la suya, a fin de que la pudiese dominar y que hiciese, como un día Stiller, el papel de guía y apoyo. Stokowski tenía 55 años y la Garbo 32. El maestro, un poco desorbitado, no perdió su tiempo y con palabras melifluas explicó a la artista que los dos estaban destinados a vivir un amor histórico, como aquel de Wagner y Cósima. Como aquellos amantes del siglo pasado, Greta y Leopold realizaron una pintoresca fuga a Ravello, pueblecito marítimo de la Italia Meridional, en la cual Wagner escribiese el Acto 3º de “Parsifal”. Los nuevos tránsfugas sufrieron el asalto de periodistas, quienes les hicieron la vida imposible. Greta se impuso la tarea de hacer que Stokowski rebajase de peso y le dirigía metódicamente sus diarios ejercicios. Pero tal como comenzó—alocadamente— , así terminó la aventura. Llegó la guerra y entonces la estrella concibió el plan más desquiciado que se pueda imaginar. Ella que jamás se había ocupado de la política, sabiendo que Hitler era uno de sus más fervientes admiradores y que no se perdía ninguno de sus films, decidió tener con él un encuentro, para hablarle al corazón y convencerle de que diese fin a la horrenda carnicería. “Si no logro que cambie sus ideas —se disculpaba—, me queda la alternativa de dispararle”. La entrevista, que fue solicitada, jamás pudo efectuarse, aún cuando el Führer vio con ojos de halago la petición, conocedor de que la orgullosa actriz se había negado, en cierta ocasión a recibir a Lady Mountbatten y al hijo de Mc Donald y que, en otra circunstancia, había obligado al Cónsul General de Suecia a enviarle, por correo certificado con acuse de recibo, la condecoración que el Rey Gustavo V le había concedido.

LA SECA VERDAD SOBRE SU RETIRO DE LA PANTALLA
Aparentemente sin una razón especial, Greta Garbo se retiró del cine cuando contaba, solamente, con 36 años. Ella, que jamás ha ganado un “Oscar” clausuró la magnifica lista de sus películas con un film más que mediocre: “No me traiciones”, el cual fue prohibido por la Liga de la Decencia. Greta Garbo, todavía ahora, esta convencida de que la Metro Goldwyn Mayer realizó un verdadero complot para arruinarla: “Han tentado de matarme —dijo—. Me han cavado la fosa”: En realidad aquella no fue otra cosa que una infeliz interpretación, como sucede, de tarde en tarde — o frecuentemente— , a muchas de las grandes estrellas. Pero la dulce y fascinante actriz sueca no tomó así las cosas y juzgó que era el momento de su final retiro. No fueron bastantes las súplicas de sus amigos y hasta las amenazas de las casas productoras. Ha sabido cumplir su promesa y no ha roto su silencio prefiriendo conservar intacto el recuerdo que de ella se guarda en todo el mundo, antes de ceder a la proposiciones de un de regreso que puede ser infortunado como el que recientemente hiciese Ann Harding.
Ahora, sin embargo, se advierten algunos indicios de cesión en su riguroso aislamiento. En Londres, Greta accedió a dejarse ver al lado de Galina Ulanova, la bailarina rusa, misma que había expresado repetidos deseos de conocerla. Cuando se encuentra en París llega siempre al mismo Hotel, y da, siempre, el nombre Harriet Brown el cual ya no engaña ni al vendedor de periódicos. Y contra lo que pudiera esperarse, su belleza no ha sufrido, ni con la edad, muchos estragos. Su cutis fresco y, sobre todo, son los mismos que tanto subyugaron al mundo. Muchos se consolarían viéndola, aún cuando fuese una sola vez, en un regreso triunfal y en una gran película. Pero, conociendo los particulares de la vida anterior de Greta Garbo, esto se da como imposible. Lo más prudente será, entonces, ir clausurando el recuerdo con una lápida agradecida que diga, simplemente: “A Greta, por tanto que nos dio”.

