Un viernes acudí a la oficina del maestro y editor Huberto Batis para entregar una crónica que había escrito, era una tarde fría de invierno, y con el pretexto de calentar el organismo, había bebido algunos tequilas en un Sanborns del primer cuadro de la Ciudad de México, que me causaron la sensación de tranquilidad, tranquilidad que me ayudó a estar ecuánime en esa oficina ordenada al estilo Batis: un escritorio con pilares desordenados de periódicos, que parecían estar a punto de caer, que me imagino era como un muro ante todos los que escribíamos en sábado, además se rodeaba de revistas y más periódicos y objetos que aparecían en el piso y que a la vez no permitían el paso a su sillón, donde pasaba horas leyendo los textos que se iban a publicar. Ese día, yo deseaba que también llegaran otros colaboradores para que Batis contara alguna anécdota del “mundillo cultural” –como decía él. Pero no fue así, cuando estaba por darle mi texto, entró un tipo que parecía drogado, sus brazos y manos eran muy delgados, vestía una chamarra negra que le llegaba hasta las rodillas, usaba lentes oscuros, emitía un seseo con cada palabra que pronunciaba lentamente, y sin dejar de sesear, colocó unas hojas sobre los pilares de periódicos de su escritorio. Batis me miró de reojo, tomó las hojas, hizo como que las leyó, me di cuenta porque pude ver sus ojos fijos en un lápiz que sostenía en su mano; también vi al tipo, jugaba con una navaja que metía y dejaba salir de una de sus mangas de la chamarra. Sin soltar el lápiz, puso las hojas al lado izquierdo de su escritorio. “Eso es todo”, dijo, mirándolo desde su muro de periódicos, enseguida el tipo salió. Yo me imaginé que era un loco, si no salí corriendo en esos instantes fue gracias al tequila que había bebido unas horas antes, que siempre he considerado una bebida espirituosa, por la tranquilidad que me hace sentir, y también a la actitud serena de Batis. “Sabes quién es”, dijo Huberto, y dije que no. “Es el Diablo”, ya lo conocerás. Después supe que era un loco llamado Jorge de los Reyes que escribía en sábado. Así como esta anécdota hay muchas más, pero lo más placentero era escuchar al maestro Huberto Batis, sus pláticas siempre mordaces nos llevaban a reflexionar sobre la creación, la vida, la muerte, el sexo, o simplemente sobre la existencia. Ese viernes recibió mi texto y desapareció en su escritorio amurallado, no sin antes decir: “Eso es todo”.

Todos los que conocimos a ese enorme ser humano, lo vamos a extrañar. Que descanse en paz Huberto Batis.