La participación del Ejército nacional en tareas de seguridad pública y la persecución del crimen organizado hace necesario volver a discutir la función que está realizando en actividades que no le competen. Es de suma importancia definir la política publica en la materia, por ser el flagelo que más lastima a la sociedad, en esta coyuntura histórica.

El debate debe ser hasta cuándo esta institución, toral para la vida nacional, debe continuar interviniendo como ariete en tareas de seguridad pública. A nadie escapa que su intervención fue motivada porque las policías de todos los ámbitos habían sido permeadas por la corrupción, y fue una decisión política para bien de la república. La Constitución establece indubitablemente en su artículo 129 que: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Y en tanto no exista una declaración de guerra, vivimos en paz.

El argumento que se esgrime para justificar su utilización como policía —con una interpretación laxa— es que la fracción sexta del 89 faculta al presidente de la república para “disponer de la totalidad de la fuerza armada permanente… para la seguridad interior”, lo cual no resulta aplicable a la persecución de los delitos, ni ésa fue la intención del constituyente.

Cuando hace una década se tomó la decisión, como criterio de política pública, se priorizó la depuración, fortalecimiento y capacitación de todas las corporaciones policiacas de seguridad pública municipales, estatales y federales y que se releve al Ejército de participar en esas actividades.

El Estado, a través de las instituciones de seguridad pública, tiene constitucionalmente concedido el uso exclusivo de la fuerza para mantener el orden público y dar cumplimiento a las leyes y reglamentos. Asimismo, el texto constitucional establece, en su artículo 21, que las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil. Es hora de construir una hoja de ruta para que regresen a sus cuarteles y ese regreso no puede ser en calidad de derrotado, tiene que ser gradual y acordado.

La Constitución prohíbe que los habitantes se hagan justicia por sí mismos o que ejerzan violencia para hacer valer sus derechos. El Estado no puede delegar o concesionar a los particulares el uso de la fuerza ni la coerción para que se cumplan las leyes. Por lo tanto, el Estado asume la responsabilidad de que esta función se realice como lo mandata el artículo primero de nuestra Constitución, con pleno respeto a los derechos humanos.

En este postulado se fundamenta la obligación del Estado de preservar el orden, la paz y la estabilidad social, salvaguardando el ejercicio pleno de las garantías individuales y sociales.

En estos momentos de la vida nacional, debe apreciarse a cabalidad la importancia que para la estabilidad política e incluso para la viabilidad misma del Estado ha tenido la lealtad republicana de nuestras fuerzas armadas, entendida ésta como la cualidad de acatar las leyes, cumplir los acuerdos y el respeto irrestricto a las instituciones de la republica. La lealtad consiste en estar siempre presente y cumplir siempre con honor.

El Ejército, que quede claro, solo tiene una lealtad inquebrantable con el pueblo de México y con las instituciones de la república.