Ricardo Muñoz Munguía

La alarma sísmica inició su terrible grito poco más de dos horas antes. Entonces salimos del restaurante, en orden, como corresponde en cada simulacro. Mientras avanzábamos a la salida y, así, hasta llegar a la calle, ella clavó el símbolo que dejó de ser casualidad para finalmente ser parte de nosotros: “contigo siempre algo tiene que ver con el temblor…”, dijo con cierto aire que me culpaba, y a modo de respuesta le señalé que “sin duda, los sismos tienen que ver con nosotros pero no sé cómo ‘leer’ el fondo de su significado”, y es que las ocasiones, las pocas veces que fue, que nos encontrábamos, nos tocó vivir juntos casi todos los sismos de esos años; en alguna ocasión en un parque, donde los cables de electricidad se columpiaban de tal modo que llegamos a creer que se desprenderían de los postes, otra fue en un cine, de donde salimos entre carreras y empujones de algunos para después, ya afuera de la sala, ver a una chica parada frente a la entrada de la escalera eléctrica, interrumpiendo el paso, lo que por supuesto era lo más factible; otra vez se volvería a repetir uno que fue poco perceptible y, lo que fue casualidad, encontrarnos el 19 de septiembre en otros años, como el de 2017, que también fue casualidad, pues la alarma nos hizo recordar la fecha y abrió tema para recorrer escenas de lo que nos tocó vivir doce años atrás. Entonces ella charló sobre los lugares de su antigua casa y yo, que el del 85 no me despertó, vino a la mente mis pasos que fueron de Taxqueña al centro de la ciudad, por toda la avenida Tlalpan.

El desayuno se prolongó hasta tarde. “Ya es la una (pm), ya tengo que irme”, dijo a la vez que pedí la cuenta. Al salir, decidí pasar antes al baño, y ella hizo lo mismo. Adentro, mientras me lavaba las manos, dos ocasiones se levantó el piso para después sentir cómo me mecía el piso y de inmediato fui al baño contiguo pero, a pesar de mis gritos, ella no me escuchaba y aún no percibía el movimiento pero al verme —seguramente volvió a reprocharme— se dio cuenta y sentió lo que estaba pasando. Así, por un pasillo donde chocábamos en las paredes, apenas salimos del restaurante, no como en el simulacro, y en el trayecto su repetido grito “mi hijo…”, “mi hijo…”, mientras yo intentaba calmarla diciéndole que yo estaba con ella. Saqué mi teléfono para grabar en video lo que nos rodeaba: la gente detenida con los pies y los brazos abiertos para no caerse, una explosión muy cerca del restaurante, un anuncio espectacular sostenido por un gigantesco tubo moviéndose quizá unos cuatro metros de cada lado, la respiración fuerte que a coro nos rodeaba…, así, hasta que todo parecía regresar a la normalidad, salvo el anuncio que aún se movía.

Me atreví a decirle que por la experiencia del 85, era mejor caminar, y sí, era mejor. En varias banquetas los trozos de vidrios alfombraban nuestros pasos, unas mujeres jóvenes envueltas sólo en toalla mostraban una belleza atormentada y especulábamos sobre lo que pudo suceder, algo que no teníamos duda. Ya en la escuela, el niño valiente, de una mirada brillante, se mostró sereno para no preocuparnos y después los vi alejarse sin imaginar que poco más tarde se integrarían al rescate de personas en un edificio vecino, o lo que quedaba del lugar, y me fui por mi otro hijo, quien muy sereno y hasta juguetón habló de su experiencia.

Apenas iniciaba la tarde, en las noticias de las televisiones de puestos en la calle mostraban lo ocurrido: la caída del edificio de Ámsterdam, del Monumento a la Madre, entre muchos edificios más, como el de la calle Medellín, que después de media hora se derrumbó. Se trataba de otro 1985, precisamente otro día 19, otro septiembre, de otro día luminoso y brillante. Y de un símbolo que no hemos vuelto a provocarlo.