Morelos Canseco Gómez

Durante la campaña electoral por la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador planteó conducir el país a una cuarta transformación en su trayectoria como Estado soberano. En esas fechas y a partir de que obtuvo la mayoría en los comicios federales, es necesario profundizar el planteamiento, particularmente en el contexto de una sociedad que se identifica primordialmente con sus raíces y características de ser nacional único e irrepetible en el contexto internacional.

Desde luego, como afirman los observadores de las sociedades a lo largo del tiempo, el cambio es la constante de la historia. El cambio es permanente y las comunidades de toda época están en una transformación perenne. Cambian los ritmos y la profundidad de esas transformaciones.

Sin embargo, poca duda debe caber en que las referencias del Ejecutivo electo a la cuarta transformación aluden a una de carácter fundamental. No es la evolución natural de las cosas, sino un cambio significativo. Y parecería que, al menos, hay dos interpretaciones factibles para ubicar esa propuesta en nuestro devenir histórico.

Una primera interpretación es la que acude a los grandes hechos de la historia patria, relacionados con cambios profundos en la sociedad, donde convergen tres elementos: la participación del pueblo en el cambio; el imperio de ideas, fuerzas que marcan la pauta de la aspiración transformadora, y la cristalización del cambio en adecuaciones profundas al estado de cosas mediante su integración como paradigmas en el orden constitucional.

Una segunda interpretación, no distante de la anterior, parte de la identidad o preeminencia de la actuación de personas que emblematizan un tiempo y hasta una época; resaltan, por el uso que de sus imágenes hace el proponente de la cuarta transformación, los tiempos de Benito Juárez, Francisco I. Madero y Lázaro Cárdenas.

El primero destaca por ser quien logra la consolidación de la nación con el triunfo de la república sobre el invasor francés, el segundo por la defensa de los postulados de la democracia política y el tercero por la práctica de la justicia social que significó a su gestión presidencial. Indudable el mérito de nuestros próceres, pero volvamos a la perspectiva de nuestro colectivo nacional a lo largo del tiempo para escudriñar el fondo de la propuesta por la cuarta transformación, pues realmente parece fuera de proporción y de crédito que el presidente electo plante la construcción a priori de su lugar en la historia al lado de esas figuras.

Nuestras primeras tres grandes transformaciones son —a mi juicio— muy claras: la Independencia de España, la Reforma liberal y la Revolución social.

La primera implica el surgimiento de un nuevo Estado en la comunidad de naciones, una nueva formación política basada en la emancipación de la metrópoli europea; el fin político es nítido: reclamar el ejercicio de la soberanía por un pueblo distinto al que fundó la Colonia. No sin dificultades iniciales por el debate entre quienes deseaban ser independientes y la prolongación del statu quo pudieron concretarse en el voto del Congreso por el federalismo (1823), el Acta Constitutiva de la Federación y la Constitución Federal (1824).

La segunda comprende el resultado de la lucha fallida por la preservación de los privilegios que diversas clases y grupos habían alcanzado en la etapa colonial, marcadamente la clerecía católica y los propietarios de las más grandes extensiones de tierras, generalmente identificadas con la propuesta de una república centralista. Los nuevos paradigmas son la secularización de la política, la incorporación a la economía de los bienes en manos de las corporaciones eclesiásticas y el establecimiento de un régimen de libertades individuales frente al poder público. Esta transformación se plasmó en las Leyes de Reforma y en la Constitución de 1857.

La tercera transformación está condensada en el movimiento revolucionario de 1910 y sus reivindicaciones políticas y sociales. Sus demandas más significativas son la autenticidad del sufragio y la prohibición de la reelección presidencial, así como los derechos sociales a la educación, a la tierra y al trabajo, como elementos indispensables para combatir las desigualdades sociales más lacerantes. Su expresión normativa fue considerada como la primera Constitución social del mundo, la vigente Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917.

¿Y la cuarta transformación? ¿Será parte de nuestra realidad y no es reconocida por el presidente electo? ¿Hay otra perspectiva en la observación más general de nuestro trayecto como Estado nacional? Podría haber una perspectiva susceptible de tomarse en consideración. Valoremos la propuesta y praxis del Estado de bienestar en la primera parte del siglo XX mexicano, con el propósito de construir instituciones acordes con ese fin y el objetivo genérico de impulsar el cumplimiento efectivo de los derechos sociales, como segunda etapa del liberalismo del siglo anterior. Apreciemos la tercera etapa como la aparición del Estado promotor impulsado por el neoliberalismo ante los desajustes en las finanzas públicas derivados del objetivo de generar condiciones de bienestar social con base en políticas sin sustento en el crecimiento económico y la asignación de subsidios carentes de viabilidad de largo plazo. ¿Ante la crisis de la política económica del neoliberalismo se apunta la propuesta de la cuarta transformación?

Sin dejar de coincidir en el agotamiento de los planteamientos del neoliberalismo para la mayoría de nuestra población, fundamentalmente por la incapacidad de traducir la salud de las finanzas públicas en el bienestar económico de la mayoría de la población, tampoco parece que la alternativa a esa concepción de los asuntos públicos sea la cuarta transformación.

En realidad, la cuarta transformación está con nosotros desde hace algunas décadas y se asentó de manera gradual —confiamos— de manera irreversible. La cuarta transformación corresponde al periodo de la pluralidad política en la nación, que fue abriéndose paso de manera definitiva con la reforma política de 1977 y las sucesivas modificaciones constitucionales para garantizar la expresión de la diversidad y los derechos de las minorías en la vida política nacional. Esta etapa pasa por la autonomía del órgano encargado de organizar los comicios y la independencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Fue una transformación en los cauces constitucionales que estableció nuevos paradigmas para garantizar el sentido de la voluntad popular y la expresión de las corrientes políticas con un mínimo de representatividad en la sociedad.

Vivimos en la comunidad nacional generada por las ideas y la práctica del reconocimiento de la pluralidad política de nuestro país. La cuarta transformación es el tiempo presente y no el tiempo por venir. El riesgo mayor de postularla ahora es la presunta pretensión de impulsar una nueva hegemonía política en torno al partido mayoritario en los comicios de este año. México es plural y siempre lo ha sido. La hegemonía del partido de los regímenes posrevolucionarios se desarrolló en el entorno de la necesidad de consolidar el mandato del movimiento revolucionario a favor de la justicia social.

El mayor riesgo del discurso de la “cuarta transformación” es que esta ya ocurrió y quien la postula es producto de ella, pero permea un ánimo por su desconocimiento que parecería impulsar una nueva hegemonía.