A la memoria de Guillermo González Camarena Jr.

 

Cuando era adolescente sentía que mi generación era única, aunque después lamenté no haber sido más vieja para haber participado con la generación anterior en las insurrecciones del sesenta y ocho o haber festejado como se debía en sus tiempos el triunfo de la revolución cubana. Sí nos tocó el triunfo sandinista en Nicaragua. Aún recuerdo que mi amigo José Manuel Springer y yo queríamos ir a alfabetizar ese país. Todo quedó en buenas intenciones. Hoy, ya no sé si hay generaciones especiales o si más bien hay seres libertarios en todas las generaciones, aunque a veces no logren reunirse ni encontrar las condiciones para hacer algo. Esto viene a cuento porque trato de hacer memoria de la razón de tanto festejo patrio por una independencia que realmente no sabemos a quien benefició, pero que duró once largos años, del 16 de septiembre de 1810 al 27 de septiembre de 1821.

Lo que sí sé hoy es que el sistema político del siglo XX nos inculcó obligatoriamente el sentimiento de pertenecer a una patria a través de la escuela, esa gran industria de adoctrinamiento. Estaban los libros textos en los que aparecía invariablemente la magnífica representación de La Patria pintada por Jorge González Camarena con los rasgos indígenas de una bella mujer portando una bandera. Los mexicanos blancos no podían reconocerse en ella y su presencia durante seis años de primaria tampoco impedía que muchos despreciaran a sus compañeros morenos o indígenas. Además, todos los lunes se hacían los honores a la bandera: los alumnos saludábamos el lábaro patrio cuando la llevaba la escolta conformada por los mejores alumnos, lo que denotaba la importancia del evento, y cantábamos parte del Himno Nacional. No entendíamos bien a bien de qué se trataba, pero nos íbamos familiarizando con la bandera, sus colores, el águila, la serpiente y el nopal. También era obligatorio festejar el día de la bandera cantando su Himno, y, creo, el 15 de septiembre. No recuerdo si conmemorábamos la Revolución.

Esa vaga idea de Patria, esa abstracción, entraba más por la continuidad de los ritos y por la emoción de la identidad que por un conocimiento concreto de todos aquellos que nos cobijábamos bajo el nombre de mexicanos, y mucho menos por el de nuestra historia común. En los libros de historia no existía la conquista del Norte del país, apenas la pérdida vergonzosa de la mitad del territorio y, mucho menos, la guerra cristera. En geografía aprendíamos los nombres de los Estados y sus capitales, pero nunca las costumbres ni la historia de sus habitantes. ¿Qué había de común, a veces pensaba yo, entre la gente tan diversa que veía en la calle? Unos muy morenos, otros muy blancos, otros color galleta María; unos mendigando, otros ignorándolos o dándoles limosna; unos en coche, otros colgados del autobús.

Definitivamente somos un país variopinto en el que muchos no se conocen ni a sí mismos, menos a sus paisanos, y otros tantos no quieren conocerse ni a ellos mismos ni a los que se albergan bajo el mismo apelativo nacional. Como diría el filósofo Levinas, el rostro del otro me interpela, ¿queremos ser interpelados?

Por eso, en estas fechas, año tras año, sigo haciendo mío el bello poema de José Emilio Pacheco “Alta traición” en el que se ama lo más concreto:

No amo a mi patria.

Su fulgor abstracto

es inasible.

Pero (aunque suene mal)

daría la vida

por diez lugares suyos,

cierta gente,

puertos, bosques de pinos,

fortalezas,

una ciudad deshecha,

gris, monstruosa,

varias figuras de su historia,

montañas

-y tres o cuatro ríos.

Además, opino que se cumplan los Acuerdos de San Andrés, se atienda Ayotzinapa, trabajemos por un Constituyente, recuperemos la autonomía alimentaria, revisemos las ilusiones del TLC, defendamos la democracia y no olvidemos a las víctimas.

@PatGtzOtero