El recuerdo de nuestra niñez

y de nuestra Patria

nos es dulce toda la vida.

Mme. de Staël

Ni en sueños pensó Walter Orrin el destino que tendría el fraccionamiento que con tantos trabajos pudo iniciar en los Potreros de la Romita, terrenos alejados de la ciudad colindantes con la Ermita y el pequeño pueblo de Santa María Aztacalco, fincado a la vera de la calzada de La Piedad, único camino que permitía el acceso a la iglesia y al convento dominico fundado en las márgenes del río que daba nombre a aquel maltrecho camino.

Aquel fraccionamiento, diseñado para el tránsito de los muy escasos autos existentes en la capital del país, se ensanchó hacia el poniente hasta la actual avenida Veracruz, integrando a su superficie la glorieta de Miravalle, la Escuela-Internado de Señoritas que ahí se ubicaba y, lo más importante, su pozo de agua localizado justo debajo de la fuente que distinguía a dicha plaza.

La Roma concebida por los hermanos Lamm para el empresario circense Orrin, parecía destinada al fracaso ante la irrupción de la lucha revolucionaria en 1910, pero paciente esperó a que amainaran las balas y las rencillas. Una vez recuperada la calma y pasada la zozobra que tanto el golpe huertista como la deposición del dictador generaron entre los capitalinos y los capitalistas inmobiliarios, aquellos que pusieron a buen resguardo sus caudales hasta después del asesinato de Carranza en Tlaxcalantongo, el fraccionamiento recuperó su desarrollo.

Ya para entonces, las viejas residencias porfiristas y sus memorias habían pasado a formar parte de las propiedades de la dirigencia revolucionaria, y el ímpetu constructivo se reflejó en las múltiples residencias y construcciones Decó que comenzaron a aparecer en la otrora aristocrática colonia.

Para los años setenta la Roma ya se había consolidado como una colonia de una clase media gestada a la sombra y memorias del “ogro filantrópico”, del dinosaurio priista que había mostrado sus iras y violencia en 1968 generando desasosiego, aun entre las “buenas conciencias” y la “familia revolucionaria”.

Es esta atmósfera en la que el cineasta Alfonso Cuarón escudriña su memoria infantil, recreando la entrañable relación que le marcó entre sus nanas, particularmente con Cleo —Libo en la vida real— en una casa de la Roma inmersa en un mundo femenino en el que tragedias y penurias determinaron el rumbo de una vida adulta percibida por un Cuarón niño.

A fin de dramatizar aún más esas memorias y reflexiones, hoy el realizador recurre a un filme de blancos, negros y grises y a una magistral fotografía que no solo capta objetos, inmuebles y expresiones corporales, sino que aprehende las almas, dando así mayor realce a una historia tan bien narrada.

Tal vez por eso la presentación del filme en el Festival Internacional de Cine de Venecia reconoció el trabajo de Cuarón con siete minutos de aplausos, celebrando así la película Roma como un ejercicio memorístico al que la baronesa de Staël hubiese calificado como recuerdos dulces de toda la vida, por muy amargos que estos hayan sido.