CAPÍTULO 1

El final

 

Por Oscar Martínez y Juan José Martínez*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]M[/su_dropcap]iguel Ángel Tobar no tendrá paz ni siquiera muerto.

Siete hombres intentan meterlo bajo tierra este domingo 23 de noviembre de 2014. Son las 12 del mediodía en el cementerio de Atiquizaya, en el occidente de El Salvador, el pequeño país centroamericano. El sol pega directo en la coronilla y no hace falta moverse para sudar.

La madre de Miguel Ángel Tobar, una viejita minúscula y canosa, estuvo tranquila mientras el suegro y los hermanos del muerto cavaron la tumba. Ahora que su hijo desciende dentro del ataúd de teca, la viejita se hinca en el suelo, grita, pregunta por qué, por qué tan joven. Por qué otra vez. Por qué otro hijo. Por qué otro asesinato.

El ataúd, donado por la alcaldía, no tiene ninguna mirilla. En muchos casos eso ocurre por respeto a los familiares, que no quieren quedarse con el recuerdo de un cuerpo desfigurado. En el caso de Miguel Ángel Tobar, no es ésa la razón. Sus asesinos no eran tan hábiles como él con las pistolas y tuvieron que vaciar sus cargadores para asestarle seis disparos mientras corría. Los tres que le perforaron la cabeza lo hicieron en lugares discretos, como atrás de la oreja. Las balas fueron amables con él.

Podría decirse que el entierro de Miguel Ángel Tobar son estos cinco minutos.

El resto de horas fueron para cavar, para analizar el agujero y seguir cavando. El resto de horas no fueron horas solemnes. Parecía como si un grupo de familiares se hubiera reunido para abrir un pozo. Los hombres, goteando sudor, discutían sobre su profundidad y anchura, como obreros que levantan una casa ajena. Las mujeres, con susurros, callaban el llanto de los niños y miraban a sus hombres cavar.

Pero una vez que lazaron el ataúd y empezaron a bajarlo entre siete hombres, la escena desechable se convirtió abruptamente en esto: el entierro de alguien a quien quisieron.

La madre grita durante los cinco minutos. Amaga desmayo. La mujer de Miguel Ángel Tobar, una muchacha de 18 años curtida por la mala vida, se permite una lágrima. Las mujeres sobreponen sus voces al llanto de sus hijos y cantan coros evangélicos a todo pulmón. Gritan letras que hablan de un recinto celestial y también de un lago infernal. Los hombres, empapados, no lloran porque no son de llorar, pero bajan sus miradas a la tierra.

Cinco tumbas más allá, cuatro pandilleros chivean con dados.

El cementerio está controlado por la Mara Salvatrucha 13 y eso no es un secreto. Lo sabe el enterrador, que ahora sólo ve cómo otros entierran a Miguel Ángel Tobar. Lo sabe el vigilante municipal del cementerio que, ante la pregunta “¿Quiénes son ellos?”, responde con naturalidad: “Los que controlan aquí”.

El entierro de un pandillero, sin importar de qué pandilla es, suele ser un espacio de tregua no escrita en ningún manual. A quien querían matar le permiten estar muerto en paz. Pero hoy esa trémula regla fue olvidada.

Dos pandilleros más salen de los pasajes de casitas minúsculas que flanquean un lado del cementerio y se unen a los cuatro que lanzaban dados sobre la tumba. Dejan de jugar y se paran a observar. Uno más aparece y se pasea a pocos metros del grupo de deudos. Es un muchacho flaco y pálido que parece haberse puesto su atuendo pandillero de gala: un sombrero a lo Chaplin, redondo y negro; una camiseta blanca y holgada que le marca cintura por dentro de unos pantalones de tela negros y flojos, ajustados con un lazo; unos tenis blancos, de alguna marca apócrifa, que pretenden ser unos Domba. El flaco escupe a los pies del círculo de gente y busca retador los ojos de alguien. No encuentra los de nadie.

Un pandillero flanquea el otro lado del entierro de Miguel Ángel Tobar. Aparece desde un barranco y se queda ahí, al borde. El entierro está rodeado. De un lado las casitas; de otro, los de la tumba; allá, el flaco; allá, el barranco.

Los familiares de Miguel Ángel Tobar se saben rodeados. El suegro, con la mirada perdida, murmura: “Esto está feo”. Caen las últimas paladas. No da tiempo para apelmazar el montículo. La tumba de Miguel Ángel Tobar es una panza de la tierra. Sin mausoleo ni cruz ni epitafio.

Un hombre corta con un machete una rama de izote, la flor nacional de El Salvador, y la clava sobre el montículo.

Una pequeña procesión de pobres abandona con prisa el cementerio. A su paso, otros pandilleros salen de las casitas y exigen a la gente que se detenga. La gente se apura. Todos salen. Se dispersan.

Miguel Ángel Tobar, el sicario de la clica de los Hollywood Locos Salvatrucha de la Mara Salvatrucha, el pandillero que traicionó a su pandilla, fue despedido en consonancia con su vida.

En un país como éste no hay paz para un hombre como Miguel Ángel Tobar, El Niño de Hollywood.

***

Miguel Ángel Tobar fue miembro de la Mara Salvatrucha 13.

Fue un miembro sanguinario de lo que a estas alturas es la pandilla más grande y temida del mundo, la única pandilla a la que el Departamento del Tesoro de Estados Unidos mantiene en una lista negra junto a los Zetas mexicanos o la Yakuza japonesa. Es la pandilla que durante dos años seguidos —2015 y 2016— ha condenado a El Salvador a ser el país más homicida del mundo. Para ponerlo en perspectiva. Si en 2015, el México de los cárteles, el Chapo Guzmán y los Zetas, se escandalizó al rondar una tasa de 18 homicidios por cada 100 000 habitantes, El Salvador tuvo una tasa de 103. Ni hablemos de Estados Unidos. Su tasa está alrededor de cinco. Más de 10 por cada 100 000 habitantes representa, según Naciones Unidas, una epidemia.

La epidemia de muerte es furiosa en este pequeño país del centro de América.

Probablemente, Miguel Ángel Tobar hubiese sido de todas maneras un asesino despiadado; quizá de todos modos habría terminado enterrado sin lápida en medio de hombres que no lloran y mujeres que se desmayan en un cementerio polvoriento en el occidente salvadoreño. Es posible que todo eso hubiese sucedido con Miguel Ángel Tobar de no conocer a la MS-13. Sin embargo, no fue así.

Estaban hechos la una para el otro. Se parecían tanto…

Antes de ser El Niño de Hollywood, Miguel Ángel Tobar era un niño perdido y semihuérfano al final de una guerra que se lo llevó todo. Cuando finalizó la gran masacre de más de 12 años, con los restos de muertos aún humeantes, llegaron expulsados desde Estados Unidos cientos de hombres con una nueva propuesta.

Los deportados, los primeros apóstoles de La Bestia —como El Niño de Hollywood llamaba a su pandilla— le propusieron a Miguel Ángel Tobar, y a cientos de miles como él, un nuevo destino. Una nueva guerra. Una nueva causa. La guerra contra las chavalas, los uno caca, los diecihoyos. Un enemigo-espejo que los reflejaba y los agredía: los pandilleros del Barrio 18. Miguel Ángel Tobar entró de lleno a una familia que sustituyó al grupo disfuncional del que su sangre lo hizo parte. Esta nueva familia de rudos miembros le propuso una razón para seguir viviendo. Esa razón era la muerte misma. La guerra.

Pero esa guerra entre chicos-espejo empezó mucho antes del nacimiento de Miguel Ángel Tobar, a miles de kilómetros del cementerio polvoso y olvidado de Atiquizaya.

***

En los años setenta, los salvadoreños llegaron en masa al sur de California.

No ocurrió como una migración paulatina, uno a uno, familia por familia. Fueron montones tras montones. Los salvadoreños huían, no migraban, y eso se hace así. Con lo poco que podés coger en una noche y sin saber exactamente a dónde llegarás. No era tan importante llegar, sino dejar de estar.

Casi ninguno de los miles de salvadoreños que llegaron en el segundo lustro de los años setenta hablaba inglés. Eran pocos los que tenían familia allá. La mayoría se concentró en el sector de Pico-Union, donde había apartamentos baratos. Se apretujaron hasta cuatro familias en cajas de fósforos.

Muchos de esos migrantes eran chicos muy jóvenes que ya habían conocido la guerra en persona. Los procesos de reclutamiento en El Salvador no tenían que ver con una carta que llegaba a tu casa el día que cumplías la mayoría de edad, como sucedió a los chicos norteamericanos durante la guerra de Vietnam. No. En El Salvador era una cacería. Los camiones del Ejército entraban a los barrios pobres y una jauría de soldados con lazos atrapaba a niños y adolescentes que luego eran rapados, entrenados brevemente y enviados a matar y morir en las montañas.

En esas montañas vivía la guerrilla. Una guerrilla muy entrenada que también reclutaba a los niños y adolescentes. Un buen número de estos jóvenes guerreros, luego de ver la muerte de cerca, escaparon hacia California. Una red de recién llegados se fue creando en ese estado. Unos empezaban a atraer a otros. La masa convirtió a California en la tierra prometida.

“Huíamos de una guerra. No queríamos más guerra. Pero ahí encontramos otro montón de problemas”, dijo un miembro veterano del Barrio 18 que llegó a California en los ochenta, después de más de un año de combatir a la guerrilla en las montañas salvadoreñas.

Los Ángeles, la ciudad a la que llegó la mayoría, era todo menos un sitio pacífico donde echar raíces tranquilamente. Otra guerra se libraba ahí, una que casualmente la peleaban también los jóvenes.

Los chicos salvadoreños que entraron a las escuelas vivieron el infierno.

No hablaban inglés y fueron casi todos puestos en clases especiales que pretendían nivelarles. Pero no era sólo el idioma el problema. Probablemente estos chicos podrían armar un M-16 sin dificultad, o diferenciar el sonido de un helicóptero de rescate del de uno de combate en la lejanía y el eco de la montaña. Pero no tenían idea de quién fue Abraham Lincoln ni qué sucedió en el Álamo en 1836. Sabían el secreto de las raíces que podés comer si se terminó tu ración y seguís en combate, pero no sabían nada de una raíz cuadrada.

Si las clases ya eran un tormento para los confundidos salvadoreños, los recreos fueron una verdadera pesadilla. Los chicos jugaban béisbol, fútbol americano o four corners, juegos que ellos no entendían. Otros —algunos de migraciones anteriores, como los mexicanos— se organizaban en grupos, peleaban y tenían un complicado sistema de símbolos con las manos. Eran miembros de algo hasta ese momento desconocido para los salvadoreños: pandillas. Las había de todo género. La mayoría eran formadas por mexicanos o descendientes, y sin embargo se agredían todo el tiempo como una especie extraña de juego serio en donde algunos terminaban muertos. Los baños y los pasillos de las escuelas estaban tatuados con símbolos indescifrables que marcaban la presencia de tal o cual pandilla. La salida de las escuelas, el regreso a casa, era un caos. Debían saber por dónde caminar o podrían pasar por un espacio prohibido y ganarse una paliza. Estos pandilleros vieron en los recién llegados a las víctimas perfectas. No estaban organizados, eran muy pobres y representaban ante todo una competencia innecesaria. Suficiente era tener que lidiar con los negros y sus pandillas para tener que preocuparse por esos salvajes. Los salvadoreños llegaron a disputar la hegemonía del término “hispano” y nunca, absolutamente nunca en la historia de la humanidad, los encuentros entre culturas dispares han salido bien. No al menos para los más débiles de la ecuación.

“Los mexicanos nos asaltaban camino a la escuela, nos quitaban nuestras cosas. Jodían a las bichas, nos miraban de menos, pues. Querían meternos a la fuerza a sus pandillas”, dijo un pandillero veterano en un bar del centro de San Salvador, casi 20 años después de que Estados Unidos lo vomitara como a una comida tóxica. No lo dice con el tono de las víctimas. Sabe que a estas alturas no le calza.

Sin duda fue la fuerza del rechazo y de la violencia la que hizo que se juntaran los recién llegados. Caminaban juntos. No entendían L. A. y la ciudad no los entendía a ellos. Sin embargo, la ciudad guardaba un secreto que los deslumbraría.

AC/DC, Slayer, Black Sabbath… Heavy metal. Música fuerte, dura, tan distinta a las rancheras y las baladas que sonaban en los pueblos salvadoreños. Aquellas irreverentes tonadas sonaban en los barrios bajos de los migrantes y, aunque no siempre sus letras, los jóvenes entendían la euforia que se desprendía de los bajos afinados en su más grave expresión. Por fin entendieron algo dentro del gran caos que para ellos significó Estados Unidos. En esos decibeles frenéticos y oscuros del heavy metal encontraron una forma de desahogo. Entendieron al fin uno de los lenguajes que la ciudad hablaba.

Todo vale madres cuando frente a un escenario, o frente a un radio viejo en un callejón de Pico-Union, te podés entregar a la pasión y reventarte en un torbellino de patadas y pescozones. El movimiento metalero, sobre todo ése con letras oscuras, con narrativas satanistas, fue arrasador entre la comunidad de salvadoreños jóvenes. Por fin empezaron a identificarse con algo. Los pelos largos, las cadenas de metal, las botas negras se volvieron signos de identificación. Sin embargo, fue un detalle, uno pequeño, casi imperceptible en la historia de las bandas de rock, lo que permitió que los rudos refugiados tuvieran por fin un símbolo de identidad alrededor del cual reunirse e identificarse.

En 1969, un grupo de roqueros ingleses llamado Earth ensayaba en un garaje. Los músicos discutían un cambio de nombre, ya que solían confundirlos con un grupo homónimo que sí era exitoso. Uno de ellos notó que en la acera de enfrente muchas personas hacían una larga fila para ver la película de terror I tre volti della paura. En español fue traducida como Las tres caras del miedo. Los músicos quedaron fascinados con el éxito del film y decidieron que ésa había sido una epifanía del destino. Desde ese momento, la banda se llamaría igual que la traducción inglesa del film: Black Sabbath. El vocalista de la nueva banda, Ozzy Osbourne, se volvió ícono de este nuevo género que rompía con cuanto esquema musical se encontraba. Su símbolo emblemático, un resabio de las épocas hippies, fue siempre el índice y el medio formando una V, signo del amor y la paz. Sin embargo, Osbourne se tomó la noche muy en serio. El alcohol y las drogas hicieron que no pudiera seguir con la banda. Entonces llegó un nuevo músico, Ronnie James Dio, de origen italiano. Este nuevo vocalista sustituyó muchas cosas en la banda; entre ellas, el símbolo peace and love, que durante años había identificado a Osbourne. Dio utilizó un viejo signo de su abuela. Según sus propias palabras era una especie de amuleto que su abuela utilizaba para curar “el mal de ojo” o simplemente espantar la mala fortuna. La mano cornuta le llamaban. Se hace con los dedos índice y meñique levantados y los demás apuñados en el centro. Ese gesto se convirtió en ícono del heavy metal.

Entre los chicos salvadoreños en L. A., el signo fue conocido como la garra salvatrucha. Aún hoy, los hommies salvatruchos de todo el mundo lo usan con veneración.

Para 1979, entre los salvadoreños se había consolidado una gran cantidad de grupos que giraban en torno al heavy metal y el satanismo. Se les conocía como stoners. En realidad era todo un movimiento. Muchos grupos se hacían llamar stoners.

Los salvadoreños, para diferenciarse de una vez por todas de cualquier otro grupo, confeccionaron un nombre. La Mara Salvatrucha Stoner o MSS.

El nombre nos remite de nuevo a la gran farándula. En los sesenta llegó a Centroamérica una película llamada Cuando ruge la marabunta. El film lo protagonizó Charlton Heston. Es la adaptación de un cuento alemán de Carl Stephenson, escrito en 1938. La historia trata sobre un hacendado cuyo patrimonio en el Amazonas es devorado por millones de hormigas furiosas. El éxito de la película fue grande y caló hondo en una sociedad salvadoreña en extremo provinciana, en donde estas pequeñas ventanas al verdadero occidente marcaban época. Caló tan fuerte que creó lenguaje. El salvadoreñismo “majada”, que hacía referencia coloquial a cualquier grupo de personas, fue sustituido por “marabunta” o solamente por “la mara”. Al principio, no tenía ninguna connotación criminal. El apellido “salvatrucha” fue un gentilicio acuñado para los salvadoreños en 1855, durante la guerra de los centroamericanos contra los filibusteros del estadounidense William Walker.

La Mara Salvatrucha Stoner era todo menos un grupo organizado.

Se trataba de pequeñas células autónomas, con algún grado muy bajo de relación entre sí. Pero, a diferencia de los demás grupos juveniles stoner, nunca fueron inocentes. Se volvieron fanáticos de las letras satanistas de los grupos de heavy y black metal. El juego adolescente fue tomado en serio. Se reunían en cementerios para tener sus pactos con La Bestia. En esos años de finales de los setenta, no era descabellado encontrar a los mareros stoner partiendo gatos, haciendo pactos de sangre e invocando a satanás sobre las tumbas de los cementerios públicos de la zona de Pico-Union.

En estos primeros años nació la idea de La Bestia. Al principio, provino de algunos títulos del heavy metal, como The Number of the Beast, de Iron Maiden, y estaba ligada al fanatismo musical. Pero luego aquello se volvió polisémico, significó mucho más. La Bestia pasó a ser para los primeros mareros sinónimo de la pandilla misma, pero también era donde habitaban los pandilleros caídos en combate y aquellos que eran asesinados por la pandilla. Como el Valhalla de los antiguos vikingos, La Bestia es una especie de morada para almas guerreras. Y, como el Huitzilopoxtli de los mexicas, es un ente que pide sangre.

Pasó de ser la bestia a ser La Bestia.

Es difícil hablar con los pandilleros veteranos sobre estos años de transición, cuando pasaron de ser víctimas a ser matones. Sus recuerdos son borrosos. Ocurrió sin que nadie le prestara mucha atención, como un cambio natural. Como crecer.

Incluso los historiadores de la pandilla, aquellos que le han dedicado años a entender este grupo, como el profesor Tom Ward de la Universidad de California o el académico mexicano Carlos García, no terminan de comprender ese corto espacio. Probablemente nunca fueron del todo pasivos. Quizá les tomo sólo un par de años darse cuenta de que conocían una violencia más brutal que la que practicaban sus agresores.

Sin embargo, algo es bastante claro: a finales de los setenta, los miembros de La Mara Salvatrucha Stoner dejaron de ser víctimas. Los tiempos en que los refugiados salvadoreños padecían a las pandillas mexicanas o chicanas en las escuelas empezaban a difuminarse. Los miembros de la MSS se convertían en matones y esperaban ansiosos las provocaciones. La unión los hizo fuertes.

La música era el alma del barrio bajo de la ciudad. Surgieron grupos, cuasi pandillas llamadas party gangs. Se trataba de chicos fanáticos de cierto tipo de música. Uno de esos grupos era los Drifters. Se vestían al estilo de John Travolta en Vaselina y escuchaban día y noche el fonk-disco. Además, buscaban camorra con otras party gangs. Era un reto. La Mara Salvatrucha Stoner lo aceptó.

“Ellos, allá en California, pensaban que sabían lo que era la violencia. Fuck, no! Nosotros les enseñamos lo que era la violencia”, recuerda un viejo miembro de la MSS sentado en un café del centro de San Salvador. Dos décadas después de haber sido deportado de Estados Unidos, aún recuerda vívidamente cómo irrumpieron, con pasos de animal grande, los hommies salvatruchos en las calles angelinas. Los salvadoreños sabían de guerra. Habían huido de una y no tuvieron ningún reparo en meterse a otra.

*Fragmento del libro El niño de Hollywood, de Oscar Martínez y Juan José Martínez (Debate, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.