Por Maritza M. Buendía*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]U[/su_dropcap]na fuerte palpitación entre las piernas la arrastra hacia Levent por primera vez, un sudor frío le cosquillea la espalda: yace en la cama, descalzo, con el arrugado pantalón de lino y la camisa arremangada hasta los codos. Susana levanta los brazos para quitarse la blusa blanca de hombros descubiertos, desbarata la trenza para dejar caer su cabello negro y ondulado en la espalda, justo a la cintura, donde empieza el elástico de la falda. Se arrodilla en la alfombra, frente a la cama.

Desconcertado, Levent gira la cabeza para mirarla. Quiere levantarse, pero ella, con la mirada, le dice “no” y en un movimiento, cálido y preciso, atrapa uno de los pies con la boca y comienza a chupar.

Luminosa, feliz, de rostro alargado, Susana le da nueva vida a Levent: bautiza los pies con su saliva caliente y una multitud de pequeñas mordidas. Él siente un correr de escalofríos en las ingles. Por largo rato, ella relame el dedo gordo y mordisquea los demás. Como si recorriera las teclas de un cansado piano, con su lengua joven y hambrienta llena de saliva las uñas cuadradas y disparejas. Ansía acostumbrarse al sabor de Levent, a su olor a hierba machacada, a camino recorrido.

Desde el borde de la cama estira un brazo para frotar el bulto que crece debajo del pantalón. Con su aliento tibio sopla alrededor del pie para secar la saliva. Levent se abandona a las caricias, al calor de ella que despierta su propio calor, a la mano diestra que engrosa su carne. Lentamente, se deja hundir en una tierra sin nombre, donde sólo reinan el país y el idioma del cuerpo de Susana.

Ella suelta el pie para tomar aire. Estira la espalda y siente las innumerables cuentas del collar de ámbar que se deslizan en medio de sus pechos. Contenta de vivir por fin este momento, de practicar las enseñanzas de Milena, con las palmas de las manos, lado a lado, aprieta y empuja los senos hacia adelante para atrapar con ellos el pie. Levent palpa el sudor y la blanda textura de esa piel, la calidez del ámbar. Cree que cede a las caricias, que se derrumba y cae rendido. Pero ella lo contiene:

—Aguanta un poco, respira.

En un terrible impulso que lo traiciona levantándolo de la cama, Levent abre los ojos, aparta a Susana para quitarse la ropa. Ella muerde sus propios labios al contemplar el deseo expuesto de Levent: el pene circuncidado, inflamado, la gotita lechosa coronando la punta. De pie, frente a ella, él jala el cabello negro con una mano para llevar la boca hacia la erección de su carne, para entrar y salir como si quisiera ahogarla, acabar con aquello de una maldita vez. Ella duplica su repertorio de caricias: ensaliva, succiona, muerde y paladea un fluido de leche tibia, de picor de pimienta y de mostaza, semejante al olor de aquel primer aliento que respiró de él. Llena de devoción, conteniéndolo todavía, saca el pene de su boca y, sosteniéndolo con una mano, repasa con él su frente, sus cejas, sus ojos, su nariz. Levent suelta un suspiro hondo:

—No soporto más —dice.

Y ella, nuevamente aprieta y empuja los senos hacia adelante para sujetar con ellos el deseo de él, para desmoronarlo en un subir y bajar de hombros y pezones tiernos. Él siente que resbala en un pozo profundo.

Susana nota un repiqueteo de húmedas palpitaciones debajo de la falda. Se para frente a Levent, restriega sus senos mojados en el torso plano y velludo. Él enseguida la lanza a la cama, le sube los brazos por encima de la cabeza, sujeta ambas muñecas con una sola de sus manos. Ella gana. Él puede darse cuenta y no se arrepiente, entregado al juego y a los caprichos de esa mujer.

Anticipando la suavidad de su entraña, Levent le lame el rostro y el cuello, le levanta la falda, de un tirón arranca las pantaletas de encaje blanco. Con los dedos temblorosos separa los labios abultados, con la punta del pene frota varias veces el clítoris hasta descender y penetrarla.

Abierta y partida, Susana grita, pero no cierra los ojos, tan aferrada como está a la cadera de Levent.

El juego es sencillo.

Desde la cama, con una voz tibia, llena de notas musicales, Susana explica las reglas:

—Cada noche me disfrazarás de muñeca.

El sol de mediodía entra de lleno por el ventanal, ilumina el tocador de madera oscura, el espejo ovalado, la televisión de pantalla plana y las lámparas de los burós. Sobre un sofá de piel café está una maleta abierta con la ropa de Levent: las camisas blancas y los pantalones de mezclilla. A pesar de la luz, la habitación huele a noche, a cuerpos que se aman entre almohadas y sábanas blancas, a cuerpos que no quieren despegarse, a sudor.

Despacio, como gata perezosa que paladea la sobrecama, Susana estira los brazos y las piernas, arquea la espalda y se monta en Levent para despertarlo, acaricia sus pómulos hundidos, la barba recortada en triángulo. Tiernamente, alborota otro tanto su cabello. Él bosteza.

—¿Es la Mezquita Azul? —interroga Susana, apuntando con el índice hacia el ventanal.

Él vuelve apenas de un lugar apacible: soñó que caminaba de la mano de su padre como cuando era un niño, pero había demasiada luz en su sueño y no pudo distinguir si caminaba de la mano de un padre vivo o de un padre muerto. Decide abrir los ojos despacio, pasar de la luz del sueño a la luz de la habitación. Por unos segundos se enceguece: siente el peso del cuerpo de Susana y no puede verla. Hoy es un día más, piensa, entrecierra los párpados. Tiene que levantarse, se hará tarde, debe llevar al grupo de turistas latinos a la visita obligada: Santa Sofía. Está agotado y aún no se ha puesto en pie.

Susana habla, explica a detalle:

—Yo elegiré la vitrina que más me guste y la rentaremos por unos días. También necesitamos buscar un departamento, no nos conviene gastar el dinero en un hotel. Estuve investigando en Internet: las vitrinas de Amberes son mejores que las de Ámsterdam, están reguladas y vigiladas por policías, por códigos de orden y de limpieza. Ya verás que pronto nos acostumbraremos a vivir ahí.

Hace una pausa para tomar aire, las palabras la atragantan porque han esperado tantos años para finalmente ser pronunciadas.

—Amberes es una ciudad noble, es la casa de Rubens, la ciudad de los diamantes. La gente es amable con los turistas, incluso con los emigrantes… Todavía… Y no tienen problemas de obesidad como en México, tan lejos como están de la comida chatarra de Estados Unidos… Pero la principal ventaja es el puerto: siempre hay marineros y transportistas trasnochados.

Levent la mira con incredulidad, está encima de él, desnuda y sonriente, vestida con su collar de ámbar.

—Tendrás tiempo de acomodar las cosas en la vitrina antes de que yo llegue. Y cada mañana te haré un recuento de la noche. Tu participación es fundamental: no sé estar sola.

Susana hace una segunda pausa, baja las pestañas alargadas por el rímel, enfatiza su mirada triste, de niña huérfana: ojos grandes y negros, lustrosos; ojos que guardan el brillo de una historia que quiere reventar.

—Estoy dispuesta a asumir los gastos, eso no es problema. Y tú no puedes negar que te hacen falta unas vacaciones. Además, puedes poner tus propias reglas. Las que quieras, siempre y cuando no se contradigan con las mías… Una de mis condiciones es la participación de mis muñecas, ya las conocerás. Tú tendrás la libertad de decidir cómo usarlas, cómo incluirlas en el juego.

Inclina la cabeza hacia un lado, estira el cuello y levanta el hombro, se estremece.

—No voy a enamorarme de ti. No te asustes, soy alérgica al compromiso. Al terminar lo acordado cada uno regresará a su país. Podrás olvidarme, fingir que nunca nos conocimos, que nada pasó. Yo haré lo mismo. No tenemos que escribirnos ni llamarnos… No quiero tu amor, sólo tu deseo.

Levent recorre los muslos de Susana, llega hasta la cadera y se detiene.

—Casi no te conozco, estás loca —dice y sonríe—. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? ¿Por qué crees que voy a aceptar?

Para él, Susana es una turista más que compró el tour de Kusadasi a Estambul, apareció en un abrir y cerrar de ojos. Siente que detrás de aquello hay una trampa: no lo convencen su inocencia, la frescura con la que habla, la naturalidad con la que se mueve. Sus palabras le suenan a fantasía pura. ¿Pero no se dedica él a cumplir las ilusiones de otros?

Roza el vientre de Susana, sube hasta el pecho. Con el pulgar y el índice atrapa un pezón rosado, quiere darle vuelta con los dedos, como si encendiera un botón o sintonizara una estación de radio, como si pidiera “canta, canta”.

—Entonces, ¿cuáles son tus condiciones?

—dice ella.

—No sé, no sé… No es tan sencillo como lo planteas. Tu cuerpo no es tan fuerte —y para confirmarlo, con la palma abierta Levent le pega en los muslos, que enseguida enrojecen—. ¿No te da miedo? Es demasiado riesgo. ¿Ya pensaste el tipo de gente que puede buscarte?

—Sí, tengo miedo —Susana hace un puchero, se toma la barbilla con la mano—. Te necesito.

Luego abandona la cama y camina hacia el baño. Él mira el cabello negro, las caderas amplias, las piernas largas. Ella deja la puerta entreabierta para que él la escuche orinar, abre la llave caliente de la regadera. ¿Se atreverá a seguirla? Está ansiosa: tiene hambre, suspira por un café, quiere tomar un taxi, ir a su hotel por ropa limpia. Ya está: deben empezar la excursión del día.

—¿Qué dijiste anoche? ¿Hoy nos toca Santa Sofía? —interroga.

Coge una botellita de champú, la destapa y la acerca a su nariz. Saborea su olor: en unos minutos su cabello olerá a té verde y a naranjas. Observa los artículos de aseo alrededor del lavabo que Levent ha ido juntando de sus innumerables viajes: el jabón de avena y pepino de un hotel en Madrid, el aceite de oliva de un hotel en Grecia, un peine semiovalado de Marruecos. En una taza que dice Bielorrusia hay tres pastas de dientes. Elige la verde brillosa con olor a menta y la pone en el único cepillo de dientes que encuentra; las cerdas no se amoldan al tamaño de sus dientes, cosquillean sus encías.

Cuando el baño se colma de vapor, abre el cancel esmerilado y entra a la regadera. El agua caliente cae en sus hombros y en su cuello, los enrojece. Empieza por lavar su cabello, hace espuma con el champú. Escucha el crujir de la cama. Con los ojos cerrados deja que el agua caiga en su rostro. Sabe que en esos momentos Levent camina por la alfombra, se acerca.

Él entra al baño, sus ojos se llenan de un cuerpo de mujer que inclina la espalda, dobla la rodilla para enjabonar una pierna y eleva las nalgas.

Y el deseo despierta.

Levent toma el aceite de oliva y lo vacía entero en sus manos, frota su erección y abre el cancel.

—¿Estás de acuerdo? —Susana no voltea, sigue encorvada, enjabona la otra pierna.

El silencio hace su propio pacto.

—¿Estás de acuerdo? —repite con voz entrecortada cuando él abre sus nalgas.

Un hechizo malvado paralizó a las muñecas de de la habitación prohibida y sólo yo conozco las palabras mágicas que las harán moverse otra vez. Siento hormigas en las manos y unas ganas locas de oler su cabello, de abrazarlas, llenarlas de besos. Cuando juego en el patio, me voy caminando hasta el final de la huerta sin que Milena y la Abu se den cuenta, ahí están las muñecas. Si Balín me acompaña, lo amenazo con lanzarle una piedra para que no ladre. Aunque no puedo entrar a la habitación, miro a través de la cerradura e imagino sus historias: “y esta era una vez una mujer con caderas de yegua que entró a una muñeca…”, “y esta era una vez una muñeca que buscaba novio…”. Cuando me aburro o me cala el sol, regreso a la Casa Grande y me hago caireles con una vieja pinza que robé del tocador de la Abu.

—Milena, ¿has visto llorar a la Abu?

En cuanto llego de la escuela, Milena me llama. Está tan seria y pálida como cuando me regaña porque me distraigo mientras me dice cosas importantes:

—Ven, siéntate aquí.

Con dos palmadas en sus piernas me dice que suba. Y le hago caso: dejo la mochila en el piso y trepo a sus piernas. Ella me abraza y yo recargo mi cabeza en su hombro, en el colchón de su pecho. Huele a mermelada de membrillo.

—Tengo algo que decirte, pequeña —y toma mi cara entre sus manos para que la mire—. Escúchame bien, dentro de poco voy a morir.

¿Qué? ¿Cómo va a morir si está tan bonita en su vestido de flores? Aunque pensándolo bien, desde que empezó a usar esa pañoleta que le cubre la cabeza me encuentro sus cabellos en los lugares más raros, en mi ropa o en mi mochila. ¿Qué hace un cabello de Milena ahí? Y es de ella, no tengo duda, es mucho más largo que el mío; yo, por más que cepillo mi cabello cien veces antes de dormir como dice la Abu, no logro hacerlo crecer más abajo de los hombros.

—Voy a morir.

Repite sin rodeos ni tropezones, como si hubiera abierto la llave del lavabo y las palabras salieran desde su barriga sin detenerse. Me mira a los ojos sin pestañear y yo también la miro: en cualquier momento le crecerá la nariz por mentirosa.

—Te harás cargo de tu padre… Ya lo estuve conversando con la abuela. Dice que ella está muy grande y cansada, que es el momento de que conozcas nuestra historia: el secreto que pasa a la mujer de cada generación… Todas tenemos un don, ¿sabes?, algo que la naturaleza nos regaló… Quiero que me prometas algo.

¿Hacerme cargo de Fernando? ¿Qué no se supone que él debe cuidar de mí? Milena preciosa, si estás enojada porque soy terca y el otro día quise abrir la habitación de las muñecas, está bien: no lo vuelvo a hacer (al cabo que ni pude abrir la puerta con mi varita mágica). Además, a las niñas de hoy no nos gustan las muñecas, menos esas que están tan flacas y que llevan vestidos antiguos y chongos tan pasados de moda. Nosotras nos divertimos con los videojuegos, usamos pantalones para trepar a los árboles, nos gusta traer el cabello suelto y odiamos los holanes y encajes porque nos sacan ronchas en la piel. Así que tranquila, algo tan tonto como una habitación que no podemos abrir nos huele igual de feo que un periódico mojado.

—Debes elegir a una muñeca. Ella será tu compañera cuando yo me vaya, tu mejor amiga. Ella te ayudará a descubrir cuál es tu don, el porqué estás aquí.

¿Una muñeca? ¿Para mí? Ahora sí que no entiendo nada. Volteo los ojos al revés para hacerme la despistada, para que las lágrimas regresen adonde quieren salir. La nariz de Milena no crece ni un poquito. Respiro hasta la panza. Muy bajo, le pregunto:

—¿Y de dónde voy a elegirla?

—Abu, ¿has visto llorar a Milena?

Milena me toma de la mano. Para llegar hasta el final de la huerta, salimos bien armadas y con provisiones. Ella lleva su vestido rojo de botones blancos, pero se quita sus sandalias de tacón y se pone unas chanclas. En cuanto nos pega el sol, abre una sombrilla roja en forma de pirámide con un montón de dibujos chinos, dice la Abu que esa sombrilla la trajo de uno de sus primeros viajes en barco. Yo me puse unos tenis, aunque no combinan para nada con mi vestido.

Con la sombrilla pirámide pasamos a un lado del pirul y seguimos derecho hasta dejar atrás los dos árboles altos y flacos de los perones. Balín nos acompaña un rato (no ladra, está bien entrenado), pero a mitad del camino saca la lengua y se tira bajo la higuera. Milena chula, ¿segura de que te vas a morir? Todavía podemos volver.

Cuando llegamos a la habitación prohibida, saca de su bolsa una llave viejísima, de fierro pesado. A la tercera vuelta la puerta rechina, como el lamento de un muerto que de pura imprudencia vamos a despertar. Aguanta, ya no me importan las muñecas. ¿Qué tal que no te mueres, eh? Milena cierra la sombrilla y enciende la luz del único foco que cuelga en medio del techo de grandes vigas.

*Fragmento de la novela Jugaré contigo, de Maritza M. Buendía (Alfaguara, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.