Por Fernando Benítez*

 

 

Todo comenzó cuando un helicóptero dejó caer dos luces de bengala. Eran las seis y media de la tarde. Un estudiante hablaba desde el tercer piso del edificio Chihuahua rodeado de compañeros, de periodistas, de fotógrafos y de corresponsales. Millares de gentes llenaban la Plaza de las Tres Culturas escuchando los discursos. A esa hora, con puntualidad cronométrica, docenas de policías secretos vestidos de civil penetraron en el tercer piso, pistola en mano, gritando: “no se mueva nadie”, y millares de soldados bajaron de sus carros y dispararon al aire avanzaron hacia la plaza en un movimiento de pinzas. El estudiante que hablaba no perdió la sangre fría: “se trata de una provocación: mantengan la calma”. Fue inútil este llamamiento al orden. De todas partes sonaron tiros de ametralladoras, de fusiles reglamentarios, de pistolas, y la multitud cogida de improviso se dispersó aterrorizada. Corrían las madres, tratando de proteger a sus niños, corrían los jóvenes y los hombres desarmados.

El reportero de “La Prensa”, Félix Fuentes, inició así su relato “En el momento en que un líder huelguista provocaba aplausos de diez mil personas mediante sus ataques a la Cámara de Diputados, un helicóptero arrojo luces de bengala sobre la Plaza de las Tres Culturas y unos cinco mil soldados dispararon sus armas para provocar el pánico en la multitud”.

“Varias personas –escribió Fuetes en otra nota— madres principalmente, al ser invadidas por la histeria abrieron las ventanas de sus departamentos y estuvieron a punto de arrojarse al vacío. Sólo la intervención oportuna de algún familiar lo evitó. Padres, madres, jóvenes, niños y ancianos fueron víctimas de ataques de tipo paranoico, ante el estruendo que producían las armas por uno y otro bando”.

El objetivo inmediato de la operación –provocar el pánico—había sido logrado. Sin embargo, su finalidad principal –la de aprehender en masa a los dirigentes estudiantiles-, tropezó con una respuesta hasta ahora no sabemos si inesperada: algunos francotiradores o provocadores profesionales hicieron fuego. La situación fue tan caótica y angustiosa que hasta los policías secretos que habían irrumpido en el tercer piso, se echaron al suelo en compañía de los estudiantes y no pensaron siquiera en utilizar sus armas. Los vecinos de Tlatelolco se dedicaron a auxiliar y proteger a la gente.

Tlatelolco, desde luego, no era San Ildefonso ni la Ciudad Universitaria. En la Preparatoria bastó que una bazuka destruyera la puerta para que el ejército entrara en los claustros y sin ningún esfuerzo se apodera de sus escasos ocupantes. La gloriosa victoria de la Universidad se ganó más fácilmente. Diez mil solados armados de tanques y ametralladoras, de rifles, bayonetas y bombas cayeron una noche sobre mil quinientos estudiantes inermes. Unos huyeron, otros sentados en el suelo esperaron impasibles la llegada de los tanques. El Politécnico fue el próximo objeto de la campaña. Allí el asalto evidenció que la decisión de exterminar por la fuerza de las armas los focos de discrepancia tropezaba con una decisión de resistir, engendrada en una extraña mezcla de heroísmo, desesperanza y, de modo inevitable, provocación.

El triunfo moral del rector Javier Barros Sierra y la posterior devolución de la Universidad supusieron una tregua. El Consejo Nacional de Huelga decidió entonces mantener sus seis puntos y apoyarlos con mítines y manifestaciones pacíficas dentro de la más estricta legalidad. El primer mitin, fuera de la Ciudad Universitaria, debía celebrarse en Tlatelolco.

La mañana del miércoles dos de octubre el Secretario de Gobernación declaró ante los periodistas que estaban abiertos los caminos para resolver los problemas; mas tal parece que el plan de destrucción había sido resuelto y estaba en marcha. La tenacidad de los estudiantes, la firmeza en apoyar sus demandas iniciales, la circunstancia inquietante de que catalizara un malestar hasta entonces larvado y por supuesto la proximidad de las Olimpíadas, decidieron que era preciso llegar hasta el fin de las escalada.

Tlatelolco era ya un reducto popular. Los ataques policíacos y la justicia del movimiento habían determinado que un gran número de vecinos simpatizara con los estudiantes. La asistencia y la ayuda continuas, la solidaridad y la nobleza presidieron este encuentro de estudiantes y pueblo.

De acuerdo con los testimonios de reporteros y fotógrafos, el mitin se desarrolló pacíficamente y a las seis y media estaba casi concluido; diez mil personas escuchaban sentadas o de pie. En ese momento se desató la balacera, y la gente aterrorizada, huyó tratando de salvarse. Quienes no tenían otra culpa que la de haber asistido a un mitin pacífico se desplomaron muertos o heridos. En un lugar tan pequeño y atestado, la maniobra envolvente determinó que los mismos soldados se dispararan entre sí –según el testimonio de los reporteros—y que muchas personas fueran sacrificadas estúpida y cruelmente.

El ejército y la policía, no esperaron a que el mitin se disolviera ocupar Ciudad Tlatelolco: antes al contrario provocaron como primera medida el pánico y luego desencadenaron una cruenta ofensiva que pudo muy bien haberse evitado.

Los miembros del Consejo Nacional de Huelga fueron desnudados y vejados—cosa que no se hace ni con los peores criminales—, los soldados le cortaron el pelo a los estudiantes, los golpearon y los humillaron. Mil quinientas personas indiscriminadamente fueron hacinadas en cárceles y campos militares, mientras los enfermeros de las cruces, jugándose la vida recogían decenas de heridos y no menos de cuarenta muertos. Los días siguientes miles de familiares angustiados llenaron las procuradurías, las cárceles, los campos militares preguntando por la suerte de sus parientes desaparecidos.

Los senadores y los diputados terminaron de cubrirse de oprobio. Víctor Manzanilla Schaffer, luminaria de la Cámara cuando todos los mexicanos exigían pruebas de la conjura con que se trató de justificar una violencia tan irracional como la propia conjura, decía en la Cámara: “Si lo que se intenta es destruir lo propio y cambiar nuestras instituciones por otras que no son nuestras, habrá que defender lo que legítimamente puede llamarse mexicano. Preferimos— añadió— ver los tanque de nuestro ejercito salvaguardando nuestras instituciones que los tanques extranjeros cuidando sus intereses.”

El sábado seis, Sócrates Amado Campos Lemus— el estudiante que más se había distinguido por sus llamados a la violencia y sus injurias al gobierno, el mismo que “convocó” al Presidente para el primero de septiembre a las diez de la mañana, violando un acuerdo del Consejo Nacional de Huelga— inició el nuevo periodo de los cargos, las declaraciones, las denuncias y las bajezas. Junto a políticos excluidos de los actuales círculos del poder, se acusó a personalidades que se han distinguido por su inteligencia y honestidad, por los servicios que han prestado a México y por su repudio de la violencia, como son Jesús Silva Herzog, Leopoldo Zea, Rosario Castellanos, Luis Villoro, Ricardo Guerra, Víctor Urquidi, José Luis Ceceña,  Emmanuel Carballo, José Luis Cuevas, Víctor Flores Olea, Carlos Monsiváis y muchos otros.  Granujas y espías se han disfrazado de locos, de jueces y verdugos. La acumulación de hechos ignominiosos se hace insoportable. Nadie ha perdonado a nadie a la hora de la venganza. Nadie ha reconocido que el movimiento estudiantil— con todos sus errores— ha supuesto nuestra única posibilidad de verdadera renovación en cuarenta años, la única fuerza capaz de modificar la arterioesclerosis del PRI, de los líderes corruptos, la injusticia del reparto de la riqueza pública, la situación trágica de los campesinos y de los indios mexicanos.

En dos meses ha cambiado la fisionomía interior de México, y tanto y tan profundamente se alteró su imagen externa que hasta el diario fascista “Ya” de Madrid, pudo darse el lujo de escribir en un editorial reproducido por “El Día”: “No parece que la durísima represión haya servido para aniquilar en su raíz un movimiento que por las trazas lleva muchos voltios. A los cincuenta años del monopolio del poder, la autenticidad revolucionaria no ha conseguido remediar los grandes problemas de México que son el pauperismo, el analfabetismo, las desigualdades irritantes en las cargas sociales y fiscales, la impreparación técnica y el monolitismo político.”

Ahora ente el país se abren dos únicos caminos: una nueva represión y quizá por ello mismo, el reino absoluto del terror y la destrucción de todo lo ganado duramente en estos años; o bien la reconstrucción integral de nuestra vida política y de nuestra enseñanza superior. Nosotros, partidarios resueltos de este último camino, deseamos naturalmente que el diálogo— al parecer ya emprendido— y la buena voluntad de ambas partes, reemplacen antes de que sea demasiado tarde, la atroz pesadilla que México ha vivido estos últimos días.

*Texto publicado el 23 de octubre de 1968 en el suplemento “La Cultura en México” de la revista Siempre! Número 349.