Por José Alvarado*

 

Iba a escribir acerca del acuerdo de las Academias de Lengua Española sobre el uso de la X en la palabra México por razones, según se dijo, de orden lingüístico, histórico y sentimental. Es un tema alegre y da ocasión para jugar un poco a costa de algún académico mexicano, con la mente fruncida y llena de telarañas, empeñado en escribir el nombre de nuestro país con J, al estilo de los tradicionalistas españoles y en justificar dicho empleo, sólo por mantener un modo grato a los más rancios conservadores, esos todavía partidarios de la Inquisición, de Iturbide y de Maximiliano y quienes sufren de cólicos cuando ven la efigie de Juárez o pasan por el Hemiciclo.

Iba a escribir sobre eso, con buen humor y el deseo de hacer unas cuantas travesuras con el estilo y buscar en el vocabulario algunas palabras parpadeantes. Pero a última hora sentí vergüenza ante los lectores, pues hoy, jueves 3 de octubre, a los cuarenta y un años, por cierto, de la muerte del general Serrano en Huitzilac, la tinta de los periódicos parece oler a sangre. Se alude a 24 civiles muertos anoche, durante un mitin estudiantil, en Nonoalco, más de 500 heridos y centenares de presos.

¿Qué pasa en México? ¿Se han desatado funestos males olvidados? ¿Vuelve nuestra historia a teñirse de rojo y llenarse de sombras ominosas? Abel Quezada, en su cartón de “Excélsior”, ofrece hoy sólo un cuadro negro y arriba una patética interrogante: ¿Por qué?

La expresiva, dramática tiniebla de Quezada parece ser una mezcla de confusión y de luto. Y eso, luto y confusión, es lo que flota hoy por la ciudad y, sin duda, por todos los ámbitos del país. A nadie impresiona, como hubiera ocurrido en otras circunstancias, el derrocamiento del presidente Belaúnde en el Perú por un grupo de militares. Todos somos presas del dolor y el desconcierto y a estas horas no se sabe todavía cuál será la suerte de los Juegos Olímpicos ni es posible advertir cómo será la situación nacional dentro de una semana, cuando este artículo aparezca en las páginas de Siempre!

En otros años, y en esta misma fecha, al señalar el aniversario de la matanza de Huitzilac, los comentaristas indicaban, satisfechos, la fortuna de que esos días de violencia, venganza y barbarie hubieran pasado para México y cada vez que se ha glosado un tumulto sangriento en alguna de las ciudades de la América Latina, se insistía en mostrar nuestra vida pacífica como un ejemplo en el continente y un beneficio derivado de largos y penosos sacrificios anteriores. Ahora todo ha cambiado y ya no sirven para nada viejas palabras y las imagines antiguas. En la Plaza de las Tres Culturas, orgullo de la nueva ciudad y muestra soberbia de nuestra historia, se ha derramado la sangre. Y es sangre de muchachos y de muchachos, de hombres y mujeres del pueblo. ¿Por qué?

La pregunta de Abel Quezada sigue sin respuesta, pues para encontrarla habría que esconder el dolor, apaciguar la ira, poner en claro el desconcierto. Y ello no es fácil en estas horas aciagas, cuando tantos cuerpos jóvenes yacen sobre planchas heladas y tantas madres con los ojos húmedos y en silencio con condena se disponen a encender velas humildes. Sólo queda, imponente, la protesta.

Había belleza y luz en las almas de esos muchachos muertos. Querían hacer de México la morada de la justicia y la verdad. Soñaron una hermosa república libre de la miseria y el engaño. Pretendieron la libertad, el pan y el alfabeto para los seres oprimidos y olvidados y fueron enemigos de los ojos tristes en los niños, la frustración en los adolescentes y el desencanto de los viejos. Acaso en algunos de ellos había la semilla de un sabio, de un maestro, de un artista, un ingeniero, un médico. Ahora sólo son fisiologías interrumpidas dentro de pieles ultrajadas. Su caída nos hiere a todos y deja una horrible cicatriz en la vida mexicana.

No son, ciertamente, páginas de gloria las escritas esa noche, pero no podrán ser olvidadas nunca por quienes, jóvenes hoy, harán mañana la crónica de estos días nefastos. Entonces, tal vez, será realidad el sueño de los muchachos muertos, de esa bella muchacha, estudiante de primer año de medicina y edecán de la Olimpiada, caída ante las balas, con los ojos inmóviles y el silencio de sus labios que hablaban cuatro idiomas. Algún día una lámpara votiva se levantará se levantará en la Plaza de las Tres Culturas en memoria de todos ellos. Otros jóvenes la conservarán encendida. 

Ayer parecía fácil escribir acerca de la X y la J. Hoy resulta imposible pues quedó enlutada la X de México.

*Texto publicado el 16 de octubre de 1968 en la revista Siempre! Número 799.