Ni la fe sin caridad,

ni la caridad sin fe. 

Miquel Servet

El pasado 10 de agosto, los catalanes católicos celebraron el octavo centenario de la fundación de la Orden Real y Militar de Nuestra Señora de la Merced y la Redención de los Cautivos, fundada por el joven mercader Pedro Nolasco bajo el auspicio del joven rey Jaime I, “El Conquistador”, y del confesor de ambos, el sapientísimo abogado dominico Raimundo de Peñafort.

El 1 de agosto de 1218, por separado, los tres personajes tuvieron la misma visión y pedimento celestial de fundar una orden monástica que añadiera a los votos de pobreza, obediencia y castidad, el de redimir, hasta con la vida misma, “a los más débiles de la fe”, premisa entendible en un ambiente hostil al cristianismo en tierras de conquistas musulmanas.

La edificación de esta ejemplar orden se finca en la “Constitución” concebida por un Peñafort que, como buen abogado, integró magistralmente las ancestrales reglas de San Agustín, con las apasionadas convicciones de Raimundo Nonato, defensor a ultranza del “cuarto voto”, al que dio concreción al crear como máxima posición dentro de los mercedarios la del “Redentor”, papel aplicable al religioso que “quedase como rehén de los infieles” a efecto de salvar a un cristiano prisionero cuyo quebranto de fe “fuese cautivo del mal y del infierno por toda la eternidad”.

Los triunfos de Jaime I en contra de los moros dieron un respiro a los pobladores de villas, ciudades y campiñas, bajo el amparo de los monarcas catalanes; tranquilidad que alejó los cautiverios de la vida cotidiana de la gente, lo que obligó a la orden a buscar nuevos horizontes para poder cumplir con la misión redentora que distinguía a la orden.

El descubrimiento de América avivó esta encomienda, vinculada entonces al rescate de las almas de los no creyentes, a través de la llamada “conquista espiritual” del continente y particularmente la del virreinato de la Nueva España al que los mercedarios accedieron en 1574 desde la capitanía general de Guatemala.

Casi 20 años después, en 1593 y en uno de los primeros barrios de la que cinco siglos después llegarían a ser la Ciudad de México, adquirieron cuatro grandes solares en el Barrio de San Lázaro, en los que edificaron un extraordinario convento y un majestuoso templo que la Reforma destruyó en 1861 para construir un mercado que ordenara la intensa vida comercial que aún hoy se exhibe en las calles de un barrio en aquel tiempo rodeado por el agua de los lagos.

En la ciudad, otro enclave fundamental de los mercedarios fue el Colegio de Belén y su pequeño templo, cariñosamente conocido como “Las Merceditas”, heredero de la fe y pompa que imperaba en el Convento Máximo cada 24 de septiembre, fecha conmemorativa de la advocación mariana de la Merced, que en la actualidad sigue siendo un templo referencial para los habitantes del Centro de la Ciudad, lugar al que, sin proponérselo, los parroquianos acuden a cumplir la sentencia humanista del aragonés, Miquel Servet, para quien la caridad y la fe sólo se pueden dar conjuntamente, ya que la una sin la otra no pueden existir.