Se cumplen cincuenta años de la matanza de Tlatelolco, cuando el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz lanzó contra un mitin pacífico al Batallón Olimpia, cuerpo de élite que estaba a las órdenes de quienes encabezaban entonces el Estado Mayor Presidencial.

No hay justificación para un acto de terrorismo gubernamental como el vivido el 2 de octubre de 1968, cuando a eso de las seis y diez de la tarde, militares vestidos de civil y fuertemente armados, identificados con un guante blanco o un pañuelo enredado en la mano, al grito de “¡Olimpia, Olimpia!” se apoderaron de la tribuna del mitin situada en el tercer piso del edificio Chihuahua, dispararon sobre sus ocupantes y los periodistas presentes, como la célebre Oriana Fallaci que recibió cinco balazos.

Una vez tomada la tribuna, cuando ya el ejército había llegado a la plaza y rodeado a quienes estaban en el mitin, desde lo alto del balcón, un miembro del Batallón Olimpia vestido de civil, con chamarra café o verde seco se apoyó en una de las columnas y empezó a disparar a mansalva sobre los asistentes y los soldados, quienes llegaron cargando con el marrazo o bayoneta en la punta de sus fusiles.

Los soldados nos gritaban “¡Al suelo, al suelo!” e incluso empujaban a los indecisos mientras arreciaba la balacera. En esos primeros minutos cayeron civiles y militares, pues se trataba de hacer creer a los uniformados que éramos los estudiantes quienes los agredían. Lo demás fue aguantar hora y media o dos horas la siniestra sinfonía en que el tableteo de las ametralladoras era acompañado por disparos de variados calibres bajo una tupida red de silbidos que cubría nuestras cabezas.

El miedo nos empujaba a todos a meternos bajo los demás y el resultado fue que unos quedamos sobre las piernas o el tronco de otros y encima de cada uno nosotros se tendían las extremidades y los cuerpos de algunos más. Solo los soldados se separaron de inmediato de los civiles que formamos una intrincada madeja de cuerpos. Una y otra vez vimos cómo los menos afortunados eran tocados por las balas para morir. Algunos quedaron heridos, a la intemperie, bajo la llovizna, en espera de que pasara aquel horror y pudieran ser atendidos.

Cuando horas después cesó lo más terrible del tiroteo nos despojaron de cinturones, agujetas y todo aquello que, supongo, podría servir para suicidarnos. En la madrugada, los sobrevivientes fuimos a la cárcel de Santa Marta Acatitla de donde tres días después salimos la mayoría pesarosos, humillados, vejados…, sí, pero vivos. Por eso, 2 de octubre no se olvida. No se puede olvidar.