Ricardo Muñoz Munguía

México tuvo un nuevo rostro a partir de 1968, y uno de esos gestos que lo componen es, por supuesto, los juegos olímpicos. Desde esta perspectiva, la de los deportistas extranjeros que tenían cita para competir en México, es la mirada que explota el dramaturgo Flavio González Mello en una obra teatral que combina de modo magistral la tragedia con la comedia desde la ficción total. Sin embargo, se abre un panorama, también total, con los elementos posibles de cómo en el deporte vieron, o no vieron, aquellos instantes trágicos.

En 1968 “parecería como si durante dos semanas —afirma el escritor mexicano González Mello— hubieran coexistido dos Méxicos: uno que lloraba a los muertos de Tlatelolco y escapaba de la represión, y otro que se entregaba al festejo olímpico mundial”.

Flavio González Mello dirige de la obra Olimpia 68. Lecciones de español para los visitantes a la olimpiada (en el Teatro del Bosque, Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque, de jueves a sábados a las 19:00 y domingos a las 18:00, hasta el 14 de octubre), con el elenco conformado por Paulina Barrientos, Omar B. Betancourt, Karla Camarillo, Tony Corrales, Sofía Gabriel, Diego Garza, Omar Medina, Jonathan Persan, Sergio Rüed, Sofía Sylwin, Jyasú Torruco y Emiliano Ulloa.

Catedrático y director de cine, teatro y televisión, Flavio González Mello, nos comenta en esta charla sobre su obra teatral, la que refleja aquel México, el olímpico, del 68.

—¿Cómo consigues encontrar la visión que tenían los deportistas sobre lo que sucedía en México?

—Conozco personalmente a algunos deportistas que vinieron a la Olimpiada de México, y compitieron sin enterarse de lo que pasó en Tlatelolco tan sólo diez días antes de la inauguración de los Juegos. Este fue uno de los puntos de partida de la obra: el asombro ante la falta de información sobre un acontecimiento que hoy en día consideramos mucho más importante para la historia del país que el hecho de haber sido sede olímpica. Sin embargo, en esa época se trató de manejar la versión contraria: que las protestas estudiantiles, y su sangrienta represión, habían sido asuntos menores en comparación con haber organizado la justa deportiva, lo cual, según el gobierno de la época, era algo decisivo en nuestro desarrollo, pues nos permitía entrar en el selecto grupo de las naciones capaces de albergar eventos de esa magnitud, como si fuera una especie de fiesta de quince años donde el país sería presentado en sociedad. Hoy, por supuesto, esas aspiraciones de grandeza nos parecen un tanto ridículas, pero en aquel momento eran manejadas con insistencia por la retórica gubernamental y sus medios de propaganda, que eran prácticamente todos los medios de comunicación que entonces existían.

—Seguramente el temor de algunos deportistas también latía con fuerza.

—Los deportistas que vinieron a competir tenían la misma edad de los jóvenes que protagonizaron las revueltas políticas en Francia, Estados Unidos, Praga, México y otros países. En apariencia, sin embargo, los primeros tenían una disciplina que los segundos buscaban romper; ésa fue la imagen que los medios con frecuencia manejaron, contrastando la juventud “sana” y “ordenada” que practicaba deportes con la “desmadrosa”, que tomaba las calles. Esto, en realidad, era mucho más complejo. La disciplina es fundamental para cualquier deportista de alto rendimiento; igual que sucede con los actores o bailarines, sin ella no se pueden alcanzar las metas fijadas. Pero al mismo tiempo, seguramente esos jóvenes oían la misma música y tenían las mismas ganas de romper esquemas de sus padres que los hippies norteamericanos o los estudiantes del 68 francés. Así que me pareció interesante analizar a la generación que protagonizó todos esos cambios justamente a través del grupo que parecería menos representativo, aunque yo creo que lo es: los seis mil deportistas que durante dos semanas vivieron (y seguramente bebieron, se acostaron juntos, etcétera) en la Villa Olímpica del Pedregal, convertida en una pequeña Babel. Hubo, por supuesto, también deportistas que hicieron manifestaciones políticas explícitas, como los corredores de 200 metros planos.

—Combinas la tragedia con la comedia, un elemento característico de lo mexicano.

—Más que de lo mexicano, es una característica de lo contemporáneo. Juan Tovar dice que cada tiempo tiene un género preferido, y el de nuestra época es la tragicomedia. Puede ser. En el caso de Olimpia 68, esta combinación de géneros deriva directamente del material histórico mismo: durante el mes de octubre de 1968, en el país se vivió una masacre terrible y un festejo deportivo (que incluyó, además, un ambicioso festival cultural, presentaciones artísticas…).

Lejos de mí está pretender que unos sean los “buenos” y otros los “malos”, o los mezquinos: en realidad, este contraste me interesa porque sí habla de una manera muy mexicana de relacionarnos con la realidad, olvidando rápidamente sus aspectos terribles. Eso ha seguido sucediendo, incluso hasta los sucesos más recientes, como Ayotzinapa y otros. El olvido puede ser, también, un mecanismo sicológico de sobrevivencia. La obra intenta analizar este tipo de comportamientos. Pero también influye el hecho de que mi generación creció viendo obras con un planteamiento solemne y panfletario acerca del 68, que en general resultaban teatralmente aburridísimas. En ese sentido, como decía Brecht, el primer requisito del teatro crítico es divertir al público.

—¿Cómo consideras que quedó el “otro lado de la moneda”, es decir, con qué impresión regresaron a sus países los deportistas?

—De manera abrumadoramente mayoritaria, regresaron sin haberse enterado de lo que había pasado aquí. En ese sentido, la estrategia del gobierno mexicano, al reprimir el movimiento estudiantil en vísperas de la Olimpiada, fue eficaz. Algunos periodistas sí le contaron al mundo lo que había pasado. Pero los deportistas venían a competir, la mayoría no hablaba español, y aunque lo hubieran hablado, los medios nacionales estaban controlados en su mayoría por el gobierno. Era un mundo sin redes sociales, donde todavía era posible ocultar, al menos en parte, aspectos de la realidad. Claro que los muertos siempre terminan por salir a flote. En todo caso, cada deportista regresó a su país tan satisfecho o tan traumado según como le fue en sus competencias. Las competencias olímpicas también pueden ser traumáticas, a veces. Uno no se imagina todos los resortes internos que pueden intervenir en un competidor de alto rendimiento. Olimpia 68 también habla de eso.

—¿Cuáles son los elementos primordiales que encontraremos en la obra?

—Lo que el público encontrará en Olimpia 68 no es una obra documental ni un tratamiento solemne o un “mausoleo teatral”. La obra es una ficción de principio a fin, pero intenta retratar, por medio de la imaginación, la atmósfera enrarecida de ese octubre de 1968, y de otros momentos más recientes del país. Además, el espectador encontrará muchos juegos con las convenciones de las justas deportivas llevadas al terreno de lo teatral. Digamos que al iniciar el espectáculo trazamos una cancha, establecemos unas reglas que le compartimos al público, y entonces llevamos a cabo la ficción como si se tratara de un partido de futbol: con esa seriedad y, al mismo tiempo, con ese sentido de juego.