Hace unos días, en el marco del Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos emitió un severo pronunciamiento: “El próximo gobierno debe marcar un punto de quiebre y romper la trágica historia de dolor que ha acompañado a las víctimas de desaparición en México. El país tiene que superar la pesada herencia de decenios de negación, falta de reconocimiento de la dimensión del problema, ausencia de voluntad, ineficacia y revictimización”.

Esa terrible problemática está conformada por tres grandes universos: los desaparecidos históricos de la guerra sucia de los años setenta a los que se refiere la recomendación 26/2001 de la CNAH; los desaparecidos políticos de los años subsecuentes; y los más de 30 mil desaparecidos producto de la nefasta guerra antinarco. Varios son los frentes estratégicos que la siguiente administración tendrá que acometer a fin de responder a la trascendental tarea fijada por el personero de la ONU. El más significativo son los anillos de complicidad que han dado curso a una impunidad crónica y sistemática.

La declaración que Enrique Peña Nieto hizo hace poco en torno a la magna tragedia de los 43 normalistas de Ayotzinapa es un ejemplo irrebatible de la existencia de esa abominable patología. Reivindicar la mentira histórica urdida por su gobierno en el sentido de que los jóvenes fueron ejecutados y calcinados en el basurero de Cocula no es otra cosa que el despliegue de una burda maniobra de obstrucción de la verdad y la justicia.

Cambiar la narrativa gubernamental y fracturar las barreras de complicidad es una condición necesaria pero no suficiente. Es menester, además, tener en claro cuál es el núcleo duro, la fuente de generación de la masa crítica de las desapariciones. De acuerdo con lo aseverado por el Alto Comisionado luego de su visita a México en 2015, la causa principal de ese fenómeno criminológico radica en el hecho de haber extraído a las fuerzas armadas de sus cuarteles para asignarles funciones inherentes a la seguridad pública.

Ello demanda investigar y llevar ante la justicia a los responsables directos y por cadena de mando de esas atrocidades. También conlleva dos imperativos categóricos: programar el regreso de los militares a sus guarniciones, lo que hace necesaria la estructuración y difusión de una hoja de ruta del retorno desglosada en tiempos y movimientos perfectamente identificables y verificables; y abrogar la Ley de Seguridad Interior, el ordenamiento a modo impuesto por las alta jerarquías castrenses para cubrirse ante eventuales señalamientos punitivos.

Empero, la acción más relevante a realizar es, sin lugar a dudas, la puesta en marcha de un plan oficial de búsqueda de los ausentes y la adopción de medidas que aseguren la no repetición de los hechos, contando con la participación real, efectiva y constante de los familiares y las organizaciones de la sociedad civil.

Poner fin al sufrimiento sin tregua de decenas de miles de mexicanos es un deber ético, jurídico y humanitario que tiene que figurar en la cúspide de la agenda de cambios del gobierno de López Obrador.