Platonismo y neoplatonismo eran demasiado complejos para las masas. El cristianismo constituyó su canon en lengua griega y absorbió gran cantidad de elementos platónicos, intentando hacerlos más concretos y específicos. Mucho debió tomar del judaísmo, del mitraísmo, del maniqueísmo y de las religiones paganas. Lo trágico de la muerte de un dios ya existía (Osiris resucitó al tercer día, igual que Horus, Mitra o Dionisos). Ahora vemos una imagen desgarradora en el interior de un templo católico: un hombre de barba y bigote, con cabello largo; sus brazos, extendidos hacia los lados y los pies juntos. Una corona le produce un daño terrible: él sangra de la cabeza. Las rojas gotas se escurren por el rostro sufriente, en pleno éxtasis a causa del intenso dolor. Manos y pies, clavados a una cruz. ¿Ése es “Dios”, así sin más, con mayúscula? ¿El Hijo de Dios, enviado por su propio padre para que sufriera “por nosotros”? Fue torturado por la traición de uno de sus discípulos. Gracias al traidor se hizo Dios, pero se condena al traidor. Ese Dios “resucitó al tercer día” para instalarse a la derecha de su Padre (con mayúscula). En medio de ambos, se posa una paloma, el Espíritu Santo (pneuma, en griego, asociado desde la antigüedad al semen) que había fecundado a una virgen treinta y tres años antes. Los tres dioses son uno: misterio. Los misterios no se explican con la razón: se aceptan con el dogma, con la fe. Pero ese Dios bueno “puede salvarte de la muerte si te acercas a Él”, y “Los sacerdotes te ayudan a acercarte a Él”.

Todo mundo necesita creer en algo: el humano no acepta la muerte y desea la vida después de que su cuerpo deje de funcionar. Antes de la trinidad cristiana había decenas de trinidades. Dos llaman mi atención: una de las egipcias y la hindú. En Egipto: el Sol de la mañana (Khepri), el Sol de mediodía (Ra) y el Sol de la tarde (Atum) son el mismo. En la India, la Trimurti, también un solo Dios en tres personas, se compone del Dios Creador (Brahma), el Preservador (Visnu) y el Destructor (Siva). Creación-destrucción del universo constituye un ciclo infinito: se repiten eternamente.

¿Amar al dios triste, que no sonríe, adolorido, sangrante, pero bueno porque es “el ungido como salvador”? Uno de los últimos poemas de Jorge Luis Borges (en Los conjurados) se titula “Cristo en la cruz”. Es un poema extraordinario y la visión borgiana de un viejo tema pictórico. Cristo no está en medio: es el tercero. Aparece una mosca por la carne quieta. Borges subraya la corporeidad, el dolor, pero no hay consuelo posible porque cada quien tiene su dolor. El poeta hace también un recorrido sintético por la historia criminal del cristianismo: sintetiza lo que el supuesto hijo de Dios no vio, por ejemplo: “el Vaticano que bendice ejércitos”. En cuanto a Cristo, dice Borges: “Sabe que no es un dios y que es un hombre/ que muere con el día…”. Tras la descripción de la materia sufriente, el poeta plasma algo definitivo y cierto (una verdad como puño): “¿De qué puede servirme que aquel hombre/ haya sufrido, si yo sufro ahora?”. Estremecedor, intenso y además una gran verdad: algo definitivo y a la vez tan simple que nadie había reparado en ello: el dolor es intransferible. Borges era ya viejo y había sentido el dolor, como cualquier individuo con experiencia. Sabía que el dolor es intransferible, como la alegría u otra sensación o emoción. Al ver a un ser amado que sufre, no es bueno compadecerlo (la compasión y la caridad son verticales y miran de arriba abajo), sino hacerse sólido con él: la solidaridad es horizontal y une de igual a igual. Y sin embargo, al recordar el dolor ajeno mientras sufrimos, podemos decir, con Borges: “¿De qué puede servirme que aquel hombre/ haya sufrido, si yo sufro ahora?”.