Por Rosario Castellanos*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]ntre las innumerables cosas que se pusieron en crisis con los acontecimientos iniciados el 26 de julio, una de las fundamentales fue la de la autonomía universitaria.

Para eximirse del cargo de que la habían violado las autoridades civiles y militares definieron este valor como la forma de gobierno que se da a sí misma una institución educativa y que se le sirve para garantizar la libertad de pensamiento.

Si no hay discrepancia con estos términos sí hay la necesidad de especificar en qué consiste la actividad del que piensa.

Esta tarea y su desempeño no es equiparable a ninguna otra. No se somete a un horario, no se mide previamente el alcance que va a lograr. Es una tentativa de comprender el mundo, de ordenar los hechos, de situarlos, de calificarlos. Es el paso previo a la acción.

Garantizar la libertad de pensamiento es exponerse a que el pensamiento llegue hasta sus últimas consecuencias y resulte antagónico de otras instituciones y aun incompatible con la estructura total del país a la que, desde luego, ha sometido a examen y a crítica.

Ese es un riesgo que únicamente las dictaduras no se atreven a correr. Es la grandeza de la democracia y su posibilidad de no aferrarse a normas caducas, a consignas vacías de significado, a orientaciones equivocadas.

Cuando a un maestro y a un estudiante se le construye una cátedra para que expresen sus ideas, para que las confronten, para que establezcan el diálogo y la discusión no se espera ni se supone que su función se agota en el local señalado ni en la hora prescrita.

Continúa, en la reflexión, en la meditación, en la redacción y publicación de textos fuera del aula. Desborda los límites universitarios, incide en otras conciencias que no pertenecen a la comunidad a la que se le reconoce autonomía, las modifica, despierta inquietudes, señala errores.

¿En qué momento suspender este proceso incesante? Si somos coherentes con nosotros mismos, nunca. Si queremos crear una ficción, como tantas otras en las que vivimos, en el momento en que el proceso amenaza la estabilidad política, entra en conflicto con los dogmas establecidos, se pregunta si lo operante es sagrado o sustituible.

Que no se tranquilicen tan fácilmente los que reprimen a los intelectuales aduciendo que su autonomía no se ubica en ningún sitio ni encarna en ninguna persona y por lo tanto la ocupación de un edificio y la agresión a los individuos no constituyen violaciones a un término abstracto. Pensar libremente es mucho más peligroso que participar en desórdenes callejeros. Que escojan si asumen ese peligro o si lo cortan de raíz.

*Texto publicado el 21 de agosto de 1968 en el suplemento “La Cultura en México” número 340 de la revista Siempre!