Daniel Téllez

Cada vez que un poema cumple con su función de soporte y de memoria de la cosmovisión, trasciende su condición pasajera. Aspira, desde luego a perdurar más allá de la experiencia individual. Es, lo sabe el poeta, una comunión de la palabra con el espíritu de los otros. En Selva baja, libro de poemas de Javier Moro Hernández, editado por Proyecto Literal, en su colección “Instante fecundo”, la memoria no es sólo un artefacto poético y narrativo que vigoriza el viaje del poeta hacia el centro de sí mismo, es también un recordatorio de nuestra condición mortal, de la fugacidad del mundo, pero sobre todo de la impermanencia de las cosas. Y desde los soportes de la contemplación, en tránsito del presente hacia el pasado, la patria-casa del poeta es una atalaya para atisbar y recordarnos nuestra condición mortal; la libertad para restaurar un presente ido. “Sólo regresé una vez más,/ veinte años después,/ cuando ya la noche había cubierto los caminos,/ cuando las casas estaban silenciosas,/ cuando la luna ya me mostraba los dientes afilados del recuerdo”.

Javier Moro Hernández sabe que el tiempo en su imposibilidad de ser asido da forma al enigma del presente. Un presente ineludible porque se manifiesta no en el espacio propiamente —aunque sí son reconocibles lugares, voces y objetos— sino en el tiempo. O dicho de otra manera, cada estación de la memoria en Selva baja se manifiesta en el espacio físico y cada poema es espacio pero con el tiempo: “Terminé convertido en memoria y dejé ser aire./ Una memoria cargada de piedras gastadas,/ una memoria habitada por casas abiertas al polvo,/ a la tristeza./ Terminé condenado a convertirme/ en ese silencio vegetal/ que lo envuelve todo,/ lo oculta todo,/ lo calla todo”.

Si la poesía es intuición y expresión, fusión de sonido e imagen, memoria y enigma, y si la tarea primordial es congraciar al ser humano con su destino, develando y convenciéndonos de nuestra condición mortal, Dylan Thomas tiene razón cuando afirma que el gozo, la gloria y la función es y ha sido la celebración del hombre. En Selva baja, esa posibilidad tiene raíz en un yo poético que se identifica entre el mundo y el poeta mediante el lenguaje que, por falta de otra función, da cuenta del mundo. Y la condición, lo sabe Moro Hernández, es la identificación mayor o menor con el lenguaje. Y elige el lenguaje cotidiano: metáforas naturales que se han incrustado en la lengua a través de largos procesos de acumulación en la memoria. Múltiples poemas y poemas prosísticos o fragmentos de poemas que remiten al punto nodal del recuerdo y del injerto vital de lo que el sujeto-poeta vuelve a vivir ahora en ese pasado, diríase muy a mansalva, en la piel de las palabras.

No hay pasado sino desde el presente que lo inventa. Aquí en Selva baja la forma del pasado se la da el presente. De este modo es posible conocerlo y convivir con él. El asunto del nosotros y el somos es un gesto notable de la voz poética en el libro de Moro Hernández. El referente realiza un viaje iniciático hacia el silencio, como interioridad del poema y objeto poético —los “abuelos contadores de silencios”— y llega a la exterioridad poética —los otros o aquellos “esos que desconocían cómo se llamaban/ y de dónde venían”. Así, el poeta entra en crisis como entra en crisis el objeto poético de la memoria: “Así debe iniciar esta historia,/ con una declaración de principios:/ Intento no mentirme./ Sólo eso”.

El titular del habla, el que no recuerda todo “porque es difícil ser preciso con los recuerdos” se asimila al referente, al nosotros, en una suerte de desmemoria dicha también por los otros. El “yo poético” entonces convertido en testimonio colectivo vuelve a escena diseminado en varios yos, todos verosímiles, actitud que se transforma, a su vez, en un elemento crítico de la producción poética hallada en Selva baja. Dicho de otra manera, como buen escritor, Javier Moro Hernández es un hábil contador de historias; un estupendo contador de verdades. Para muestra este fragmento de “Los otros”: “¿Cuántos otros habitarán bajo nuestra piel?/ El niño que inventaba palabras/ mientras jugaba solo en su cuarto./ El niño que cazaba mariposas/ mientras jugaba solo en un recodo del camino./ El niño que observaba todos los aviones que surcaban el cielo/ mientras se inventaba palabras/ que después descubriría jugando con el único diccionario que había en su casa”.

En una carta dirigida al poeta brasileño Ronald de Carvalho, en 1914, Fernando Pessoa escribe: “Escribo y divago y me parece que todo esto fue verdadero. Mi sensibilidad está tan a flor de mi imaginación que casi llego a llorar y vuelvo a ser el niño feliz que nunca fui”. Tras evocar con emoción su primera infancia, el poeta portugués nombra la infancia y en ocasiones la define, así Moro Hernández, empero en otra visión heterónima de la angustia, parece ir de la mano de Álvaro de Campos cuando advierte “más vale ser niño que comprender el mundo”. La infancia entonces como patria. La infancia como distintos haces de sentido en una habitación nebulosa, de la que logra escapar de la univocidad del decir. Este es el gran dominio en el eterno retorno que emprende Moro Hernández por el árbol de la infancia. Hay ramas que son recuerdos y sin embargo no se anda por las ramas. Más bien por las ramas deviene en memoria, tiempo, nostalgia, silencio, muros, veranos, casas vacías, noches, cometas. Una deriva interminable —“Nunca aprendí a volar cometas”— en mentiras verdaderas que son flujo clave en la zona oscura de la conciencia poética, aquella que bien podría resumirse en palabas del autor de El Principito: “Soy de mi infancia como se es de un país”.