El cincuentenario del Movimiento Estudiantil de 1968 fue el escenario propicio para dar cauce a innumerables conversatorios y otros actos de reflexión sobre el origen, desarrollo y consecuencias de esta histórica movilización ciudadana. Muchos de esos discernimientos tuvieron lugar en el coloquio internacional “M68 Ciudadanías en Movimiento” que organizó nuestra máxima casa de estudios, cuyas jornadas concluyeron con la proyección en una de las fachadas de la torre de Rectoría de un haz luminoso con la frase “68 nunca más”, enmarcada con la imagen de la paloma de la paz atravesada por una bayoneta llena de sangre.

A cinco décadas de distancia, no existe duda alguna de que la masacre de Tlatelolco constituyó un crimen de Estado en toda la extensión de la palabra. La acción genocida fue fría y cruelmente concebida, planeada, perpetrada y encubierta desde las más altas esferas del gobierno federal. El concierto de voluntades de los tres Poderes de la Unión fue más que evidente: el Ejecutivo y sus esbirros idearon y ejecutaron la matanza; esta fue aplaudida y avalada expresamente por las dos cámaras conformantes del Legislativo; el Judicial desvió la acción de la justicia, prestándose a la realización de un proceso penal totalmente apócrifo en contra de líderes y maestros y negándose a ejercitar la facultad de investigar violaciones graves a las garantías individuales prevista en ese tiempo en el artículo 97 constitucional.

Tal verdad ha sido escrita de modo indeleble, irrevocable e inexpugnable. Hoy en día nadie, absolutamente nadie, reivindica la estúpida e infame teoría de que el Movimiento obedeció a un “plan subversivo de carácter internacional fraguado en Cuba y Checoslovaquia”. Por ello hoy en día nadie, absolutamente nadie, reivindica a los genocidas, ni siquiera los miembros de su partido político.

Menos aún después de que en la mañana del 2 de octubre se llevaron a cabo dos importantes acontecimientos: la inscripción con letras de oro de la frase “Al Movimiento Estudiantil de 1968” en los muros de honor de las Cámaras de Diputados y de Senadores, respectivamente, y el izamiento a media asta del lábaro patrio en el Zócalo ante los representantes de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Indiscutiblemente la memoria fue más fuerte que el olvido.

Empero, el hondo significado de esa gesta heroica dista mucho de haber sido petrificado o sacralizado. Lejos de ello, está vivo, actuante y camina a lo largo y ancho del territorio patrio. Así fue puesto de manifiesto en la extraordinaria pieza oratoria pronunciada en la tribuna del palacio legislativo de San Lázaro por Félix Hernández Gamundi, líder histórico del Movimiento, quien también demandó la realización de ocho medidas concretas para conducir el país hacia la normalidad democrática, de las cuales destacan las siguientes: I) reapertura de las indagatorias abiertas en contra de los responsables directos y por cadena de mando de los genocidios cometidos en 1968, 1971 y durante la guerra sucia; II) restablecimiento de la fiscalía especial conocida como Femospp, ejecución inmediata de las órdenes de captura de los responsables e integración de los expedientes inconclusos; III) apertura de los archivos militares; IV) presentación con vida de los 43 normalistas de Ayotzinapa y castigo a los culpables.

El Movimiento del 68 es memoria viva y por ello, más que nunca, es preciso exclamar a los cuatro vientos: ¡2 de octubre no se olvida! ¡Ni perdón ni olvido!