Javier Enrique Zamorano López
Antonio Rodríguez Díaz Fonseca —Francisco de Paula Oliveira, su verdadero nombre— nació el 29 de octubre de 1908 en Lisboa, Portugal. Llegó a México por el puerto de Veracruz, el 19 de abril de 1939, a bordo del St. Nazaire Flandre, proveniente de Francia, huyendo de la persecución del fascismo, contra el que combatió en Francia, después de luchar, políticamente, contra la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar, en Portugal, y de haber apoyado a las milicias republicanas, en la Guerra Civil Española. Naturalizado mexicano (1941), escribiría, posteriormente, que nació el día que llegó a Veracruz (Revista Siempre!, abril de 1964).
No solo recordando la muerte, en agosto de 1993, de Xipe Totec (“El Desollado Nuestro Señor el Sol”, Dios Azteca del Maíz, de la Primavera y de los Sacrificios, pero también de las Minas, de los Metales y de los Joyeros), así rebautizado Antonio Rodríguez por Rebeca Monroy Nasr, sino siempre, debemos mantener presente el mensaje oportuno (en 1947, Antonio Rodríguez ganó el primer premio por su ensayo “El Quijote, mensaje oportuno”, en el certamen convocado por los Talleres Gráficos de la Nación) de un hombre creador y promotor de la cultura, en el Instituto Politécnico Nacional y en todo el país, de luchar, humanista y espiritualmente, ya no digamos políticamente o por la vía armada, si fuere necesario, contra las injusticias.
Un día de 1981, llegué a su oficina. Fui con el firme propósito de solicitarle que me aceptara como colaborador de la Revista IPN ciencia, arte, cultura que él dirigía. Llevaba algunos comentarios críticos, muy malos, sobre las últimas películas que había visto de Luis Buñuel. Después de escuchar atentamente mis razones, con suave y convincente acento portugués, me dijo que ya tenía colaborador y me preguntó si quería que lo corriera. Contesté que no, por supuesto. Ahí terminó mi primer intento de publicar crítica cinematográfica, pero, afortunadamente, no perdí el gusto de seguir leyendo su crítica de las artes plásticas.
Escribió un extraordinario comentario, por su cortedad y profundidad en el análisis interpretativo, sobre el retablo de Issenheim, del pintor alemán Matías Grünewald, unos de los más altos representantes del gótico tardío.

También escribió El reportaje, cátedra sobre lo que se debe entender por este género periodístico. El reportaje —nos hizo saber— es, por esencia, una información que abarca un suceso importante en su globalidad, es decir, desde su inicio hasta su desenlace. Destaca el reconocimiento que le hace a José Pagés Llergo. Escribió: “El centro de los acontecimientos, el lugar donde se generaban, entonces, los sucesos que ocasionaban las noticias estaba en Alemania. Y ahí fue Pagés, movido por su extraordinaria pasión de extraordinario reportero. En Berlín, logró que lo incorporasen, como corresponsal de guerra, a las tropas a quien el alto comando nazi había encargado la tarea de conquistar Polonia. Y sin la rivalidad de ningún colega de América Latina, como Bernal Díaz del Castillo en su tiempo, tuvo Pagés Llergo el desgarrador privilegio de entrar en Varsovia con las tropas que vencieron la épica resistencia de las mil veces heroico pueblo polaco. Ya haber estado en ese lugar y en ese día constituía un mérito de reportero que está donde debe estar. Pero, lo decisivo está en lo que dijo y como lo dijo, después de haber asistido en calidad de testigo al prólogo de la Segunda Guerra Mundial. Con pasión arrebatadora, escribió Pagés lo que vio. Y no por ser huésped de los nazis exaltó la hazaña de sus anfitriones. Al contrario, la describió desgarrándose las venas para que en vez de tinta tuviera sangre. Y con sangre escribió Pagés esos apasionados reportajes”.
Cuando escribió el ensayo Unidad y diversidad de la pintura contemporánea en México (Acta Politécnica Mexicana, No. 4, Órgano Oficial del IPN, Enero-Febrero de 1960), en el que manifestó la tesis de que las escuelas artísticas de todos los tiempos se han distinguido, las unas de las otras, por una serie de rasgos, características, propósitos y técnicas afines, que unen entre sí, en forma real y visible, las obras y a los artistas que las integran, llegó a la conclusión de que México no escapaba a la regla.
Este trabajo (uso sus propios conceptos) nos permite descubrir su inicial, cultivada y floreciente metodología crítica objetiva, y su tendencia subjetiva, constante y acentuada, para fundir lo real con lo fantástico, lo místico con lo pagano, lo religioso con lo mágico, la vida despierta con el sueño, y también la generosidad con la delicadeza, la violencia con la ternura, la pasión con el equilibrio, en un juego constante de contrastes.
Este trabajo (uso sus propias palabras) nos descubre a un verdadero maestro para quien quiera iniciarse en el ejercicio de la crítica de las artes plásticas y la crítica del arte en general. Les atribuye al paisaje y a la historia del pueblo mexicano el carácter dramático, tantas veces contradictorio, de la pintura mural mexicana, lo que le permitió perfilar su monumental obra Mexikaniche Wandmalerei von den Anfrängen bis zur Gegenwart (Copyright 1967 by VEB Verlag der Kunst, Dresden), que ganaría el primer lugar, como libro de arte, en la Feria Internacional del Libro de Francfort, Alemania, de 1968, y que sería traducido al español con el título El hombre en llamas, historia de la pintura mural en México (Thames and Hudson, London, 1970).

Sus iniciales concepciones críticas sobre la pintura contemporánea mexicana, que remiten a la indisoluble relación entre la forma y el contenido. para reflejar ideales humanistas en los que aparece el pueblo como héroe, la tierra, la fábrica y la libertad como objetivos a alcanzar, transitan hacia la crítica dialéctica que, si nos atenemos a Adolfo Sánchez Vázquez, considera al hombre un ser práctico, productor y transformador, haciéndonos ver el arte como un modo de creación específico; considera al hombre un ser histórico, induciéndonos a apreciar los objetos culturales de todo género, incluidas las obras de arte, como obras históricas; considera la necesidad de estudiar la realidad como un todo concreto y no reducir la totalidad a una de sus partes, o un elemento a otro, permitiéndonos ver el arte como un fenómeno social e histórico.
Su descubrimiento de la unidad en la diversidad, de la pintura contemporánea mexicana, lo obligó a buscar, en los antecedentes históricos, la riqueza en la armonía y la libertad en la obediencia, de la pintura mural, que fue, como él mismo escribe, casi ciega a un principio: “servir al hombre por encima de todas las cosas”.
Pero, ¿cómo? Atacando el “sagrado culto a la ignorancia” que tanto pregonaba José Clemente Orozco. Desafiando a los dioses del Olimpo, como Prometeo lo hizo. Sí, Orozco, que captó las realidades vivientes con una sensibilidad extraordinaria y reflejó la mezcla de realismo ateísta y mística religiosa, en la que sintetizó las fuerzas materiales y espirituales de la Revolución, le enseñó cómo servir al hombre por encima de todas las cosas.
A propósito del fresco, Antonio Rodríguez escribió: “al dar una imagen cabal del hombre, en esa figura que se alimenta de su propia consunción. Ofreciendo el cuerpo y el espíritu al sacrificio renovador, que no permite descanso ni satisfacción, dejó Orozco para la posteridad su más completo retrato”.
Antonio Rodríguez fue un trashumante revolucionario que luchó por la libertad, así como por la honra, pudiendo y debiendo aventurar la vida, fue un humanista en llamas que encontró en México vocación y paz; pero también terreno donde luchar, a su manera, por los desheredados indígenas y que dedicó su Quijote “a todos los que, despreciando hacienda y reposo, pero no la honra, ofrendan la libertad y aventuran la vida en la lucha contra los molinos de viento de nuestra época”, vital concepción que pocos en el mundo siguen al pie de la letra, praxis del hombre que sirve al hombre desinteresadamente.
Libro monumental, El hombre en llamas abarca desde los estudios de los murales pintados antes de la conquista española hasta la supervivencia de la escuela tradicional del siglo XX, cuando el muralismo, con nuevas características (tercera y cuarta generaciones, representadas por José Chávez Morado, Jorge González Camarena, Alfredo Alce, Luis Nishizawa, Arturo García Bustos, Rina Lazo, entre muchos artistas más), pero manteniendo la influencia de los maestros de la llamada primera generación (Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, principalmente) y la segunda generación (Pablo O’Higgins, Raúl Anguiano, Juan O’Gormann, entre otros).
“Antes de la conquista española, el arte se caracterizó por expresar sentimientos, religiosos y mágicos, aunque también fueº sensual, incluida la pintura mural”, se lee en el libro. Es fantástico el mito que revela la creación del hombre: “Quetzalcóatl, dios de la vida y de la fecundidad, viajó al reino de la muerte (Mictlan) en busca de los huesos de los extintos, después de los cataclismos provocados por el agua, el viento, el fuego y la tierra. Al perforarse el miembro viril, con una espina de maguey, vertió su sangre sobre los huesos de los extintos que había molido, reduciéndolos a polvo, para dales plasticidad. Amasando la pasta formó con ella al hombre.
Por las Investigaciones de Antonio Rodríguez sabemos que la puntura mural llegó a convertirse en la expresión obligatoria de las antiguas culturas prehispánicas, hasta el grado de que se cubrieron por completo ciudades enteras y grandiosas, como Teotihuacan y Tenochtitlan. El color cubría interiores y exteriores de las pirámides, los templos y las moradas comunes, exacerbando el recuerdo del hombre de la existencia de fuerzas rectoras sobrenaturales, colocándolo en un estado de hipertensión espiritual permanente.

Las pinturas y los murales, con la presencia constante y viva de los colores, le daba a todas las obras creadas un cromatismo que imitaba a la naturaleza, trátese del mar, la vegetación, el cielo, todo. Los colores, pues, simbolizaban las fuerzas vitales, no solo de la naturaleza sino de la sabiduría y la divinidad. Cada divinidad era representada por colores determinados. Se representaba a los dioses por medio de diversos colores, según la función que desempeñaran en determinados momentos de los rituales.
Huitzilopochtli tenía frente azul y llevaba la cara cubierta con una máscara de oro (amarilla). Tezcatlipoca se representaba en color negro con rayas amarillas y rojas; pero, siendo Xipe Totec, solo con colores rojos y amarillos. Antonio Rodríguez señala que difícilmente se podrá comprender la pintura mexicana del pasado si no se entiende su simbología y sus combinaciones cromáticas, estableciendo que el color fue de gran importancia en la vida de los antiguos mexicanos.
El apartado “La pintura mural en busca del pueblo” remite al año 1936, en el que Raúl Anguiano, Aurora Reyes, Everardo Ramírez, Gonzalo de la Paz Pérez, Antonio Gutiérrez e Ignacio Gómez Jaramillo, miembros de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), se encargaron de la tarea de decorar el edificio del Centro Escolar Revolucionario con una serie de once frescos. Pintura mural de contenido revolucionario, coherentemente ligada al gobierno que la promovía (gobierno de Lázaro Cárdenas): “La educación que imparte el Estado será socialista, y además de excluir toda doctrina religiosas combatirá el fanatismo y los prejuicios, para los cuales la escuela organizará la enseñanza y actividades en forma que permita crear en la juventud un concepto racional y exacto del universo y de la vida social (Artículo 3 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos).
Al destacar la participación del maestro Raúl Anguiano, un auténtico nacionalista revolucionario, Antonio Rodríguez comenta: “pintó en dos de sus tableros el militarismo, encarnado en Hitler y Mussolini, y a la Iglesia, simbolizada en uno de sus personajes enterrados en el subsuelo, en tanto que sobre la faz de la tierra florece la nueva cultura para los niños libres que la disfrutan. En una serie de tres frescos, vemos a unos soldados martirizando a unos luchadores del pueblo. El tercero, que es el más logrado de la serie, se debe a Raúl Anguiano, pintura mural que responde a la concepción ideológica de los pintores a las necesidades políticas y sociales del gobierno.”
El autor menciona que, en 1936, Alfredo Zalce, Leopoldo Méndez, Santos Balmori y Raúl Anguiano, de la LEAR, decoraron al fresco el local de la Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo. “Raúl Anguiano, el más joven de todos, repitió el tema de “La Trinidad”, en una forma efectista. Por medio de una figura de obrero, vista de frente, que empuña una bandera roja y la adelanta, en movimiento enérgico, hacia el espectador. En otro luneto, el artista pintó una escena que puede interpretarse cono una imagen de América Latina bajo la opresión del clero, del imperialismo y de los intelectuales mercenarios, que fuerzan a los gobiernos de los países atrasados a apuñalar a su patria, bajo el mando del dólar”.
En el apartado “Eclosión del movimiento muralista”, el autor menciona a Fermín Revueltas que surge a la vida como de la nada, para pintar la Alegoría de la Virgen de Guadalupe (1922), en la Escuela Preparatoria, convertida en un inmenso taller de pintura mural: “A los 18 años pintó un inmenso mural a la encáustica, tomando como punto de partida un motivo religioso, para hacer una obra plena de sabor popular, muy jugoso y de una profundidad que la apariencia exterior no denuncia… y representa a un conjunto de mujeres, en diversas actitudes, que tienen sobre su cabeza, coronando el mural, a una imagen de la Patrona de México, rezando. La virgen, por sus rasgos faciales, es la creación de una mujer del pueblo. En vez de la expresión dulce de santa, tiene un significado particular. No deja, sin embargo, de ser sintomático que el pintor, todavía muy joven, no haya encontrado mejor forma para exaltar a la mujer mexicana, que presentarla bajo el aspecto de esa señora de Guadalupe que acompañó al pueblo de México en sus luchas por la independencia, por la Tierra y por la Libertad…”


