Desde 1970 adquirí la manía de releer el Mirabeau en los días previos a los cambios de gobierno. Esta es la novena ocasión que disfruto con esas 30 breves y deliciosas páginas de José Ortega y Gasset. Esto me ha resultado un ejercicio grato y provechoso.

Grato porque, como decía Jorge Luis Borges, al placer de leer solamente lo supera el placer de releer. Provechoso, porque me reinstala en esa realidad que, a veces, nos abandona cuando pensamos en lo político.

Una de sus tesis centrales sostiene que los ideales son el producto de nuestro deseo mientras que los arquetipos son el producto de la realidad. Aquellas son las cosas como nos gustaría que fueran. Estos, como realmente son, nos guste o nos disguste.

En efecto, nuestra fantasía es una característica de nuestra inmadurez. El pensamiento infantil no distingue fácilmente la frontera que existe entre lo imaginario y lo verdadero. Por eso, para el niño, son tan reales la pelota y el perro como El Coco y Santa Claus. Por el contrario, el hombre maduro sabe que el perro puede morder y El Coco no hace nada. Que el cánido puede jugar y Santa Claus no regala nada.

Por lo mismo, el infante no distingue, con claridad, lo propio de lo ajeno. Puede abandonar su propio juguete para disponer del de su amiguito. El hombre que ha madurado tiene plena conciencia de su propia circunstancia y de su exclusiva pertenencia.

Por eso, al hombre que le gusta su dinero es un afanoso pero al que le gusta el dinero ajeno es un ratero. Al que le gustan sus amigos es un leal compañero; al que le gustan los amigos de otro es un trepador. Al que le gustan sus mujeres es un amante devoto; al que le gustan las ajenas es un vil malandria. Al que le gusta su país es un nacionalista; al que le gusta el país ajeno es un tránsfuga. Al que le gusta su propia vida es un hombre feliz y satisfecho; al que le gusta la vida de los otros es un hombre infeliz y desdichado.

Por eso tenemos la obligación de centrarnos en la política real, por cierto, la única en la que creo. No debemos desesperarnos porque los gobernantes, sus discursos y sus propuestas no encajen plenamente con nuestros deseos. Eso sería infantil y fantasioso. La realidad es más rica, aunque más complicada y más dolorosa, que nuestras meras ilusiones. No es importante que uno sea disléxico, que otro sea distórsico y que otro sea disfásico. Eso sirve para la anécdota, para la guasa o para la burla. Pero, para nada más. Lo importante, para la realidad, es que sobre el pecho de alguno de ellos pronto caerá la banda tricolor que representa al Estado mexicano. No hay más cera que la que arde, dirían las abuelas.

Recuerdo a un eminente novelista contemporáneo que me repugnaba por su engreimiento y porque decía estupideces políticas. Como la mayoría de los novelistas, sabía poco de política, así como la mayoría de los políticos saben poco de literatura. Lo importante es que yo, indebidamente, hice un batidillo dentro de mi ánimo y me alejé de su obra, tan solo por antipatía. Yo fui el único que perdió algo. Él siguió cosechando lectores, homenajes y vanidades.

Si yo juzgara a Beethoven por su carácter y hubiera hecho la misma mezcolanza que con el escritor, me hubiera perdido de uno de los más grandes placeres que me ha brindado la vida. Pero aquí se impusieron mi realismo y mi pulcritud. Gracias a ello, Beethoven me ha acompañado a diario.

Así, al final de cuentas, la realpolitik es la única que nos libera de confusiones, que nos protege de desilusiones y que nos evita pérdidas.

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