Estamos en Moscú, en 1953. La Revolución de Octubre ha dado paso hace años a la creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un poderoso experimento político que se disputa el control ideológico, económico, territorial y cultural del mundo con el capitalismo de los Estados Unidos. Pero lo que prima en la URSS es el terror que causa el Estado totalitario, sádico y megalómano que administra el Partido Comunista, encabezado por un dictador con ínfulas de Dios: Iósif Stalin.

Naturalmente, el poder del dictador parece ser absoluto y eterno y, por supuesto, fuera de proporción y de toda lógica. Pero cuando un derrame cerebral lo derriba, sus cachorrros, que permanecieron años a la espera, se moverán tan rápido como puedan para conseguir el mejor botín de su muerte. La carrera por el poder no puede sino ser salvaje, absurda, soez y repugnante, pero en las manos del director británico Armando Iannucci, se vuelve, además, disparatada y divertida.

Y es que uno de los ángulos que hacen vigentes esta farsa histórica es, precisamente, el muro de misterio que rodea la historia de Europa del Este. Si en el siglo XX ese muro era casi absoluto, en el siglo XXI, más disimulado, vuelve en forma de censura. La muerte de Stalin, la película que nos ocupa, fue prohibida por el gobierno de Vladimir Putin, bajo el argumento de que “hay un límite moral entre el análisis crítico de la historia y la pura burla”.

Y burla descarnada es lo que sobra en este film que se estrena esta semana en los cines mexicanos. ¿Cómo podría ser de otra forma, si ante el poder, pocas herramientas tan eficaces nos quedan como el humor a costa de todo?

Aún así, Iannucci no pone el foco en mofarse del dictador, sino del sistema, representado por esa especie de “Corte de los Milagros” que rodeaba a Stalin: Nikita Kruschev, Lavrenti Beria,  El Camarada Andréyev, Gueorgui Malenkov o Viacheslav Mólotov: grupo de lambiscones mentirosos y traidores que buscarán heredar el poder que deja vacante el padrecito Stalin.

En esa lucha nos encontramos escenas del humor más negro -o rojo, según apunta bien la estrategia publicitaria-, entre asesinatos, fluidos corporales o escenas de desapariciones forzadas, incluso referencias a abuso infantil -todo ello, lamentablemente verídico-, la parodia nos avisa de antemano que no importa quien gane en el relato. 

Ese lamentable grupo, lo sabemos, tomaría posteriormente las riendas de la Unión Soviética y consolidaría su desastre, pero esa es otra historia, aunque valga la pena mencionarlo, porque  incluso con nociones mínimas de historia soviética, La muerte de Stalin sirve como una muestra de lo más corrupto de la política que sobrevive cambiando de piel hasta nuestros días.

Los gags, que llegan por montones, funcionan porque nos recuerda nuestra tragedia: más allá de las ideologías caducas, mantenemos en el poder a los mismos animales que gobernaron otro tiempo y otro lugar.

La muerte de Stalin sabe ganarse las carcajadas. Sin duda, una de las comedias mas divertidas del año.

Permanencia voluntaria: Hilda

Basada en la novela gráfica de Luke Pearson, llega a Netflix la historia de Hilda, un simpática y valiente niña de pelo azul que vive con su madre una casa en medio de un bosque mágico habitado por criaturas como troles, duendes o gigantes. Hilda tendrá que realizar un viaje hacia la ciudad de Trolberg, donde se enfrentará a grandes aventuras. Una de las series animadas más sencillas y a la vez satisfactorias del servicio de streaming.