En los últimos cuatro años, la balanza comercial petrolera ha perdido su dinamismo y hoy es deficitaria. Esta tendencia es atípica comparada con los saldos superavitarios experimentados durante el largo periodo que va del año 1993 al año 2013. Por la estructura presupuestaria pública, este comportamiento ha afectado los ingresos presupuestarios, aquellos provenientes del petróleo, que no han vuelto a experimentar aquel máximo histórico registrado durante 2008. En las últimas tres décadas, el petróleo ha impactado en diversas magnitudes en el balance con el exterior y en el sector público, ¿cómo se vislumbran estos impactos en el futuro?, ¿serán una bendición o una maldición?

Resumido brevemente, durante la década de los noventa, el comportamiento de las exportaciones petroleras como proporción de las exportaciones totales representaron alrededor de 9.2 por ciento; durante el periodo 2000-2010 se elevó a 11.6 por ciento en promedio; y en lo que va de 2011 a la fecha, ha descendido a 8.7 por ciento; destacando el año 2016 en el que registraron su nivel más bajo con solo 4.2 por ciento. En lo general, estas tres etapas se caracterizaron por el impacto del recién firmado Tratado de Libre Comercio con América del Norte; posteriormente por la explotación más intensiva de los principales yacimientos petroleros; para, finalmente, su producción en declive y la baja generalizada de los precios internacionales, respectivamente.

El menor dinamismo observado por las exportaciones petroleras tiene efecto en su balanza comercial. Durante el periodo 1993-2013, la balanza petrolera ha sido superavitaria, pero a partir del año 2014 perdió su dinamismo y en los últimos años ha sido deficitaria. La causa es, además de la caída en la producción petrolera, el incremento acelerado de las importaciones petroleras y sus derivados.

La despetrolización de las exportaciones derivó en la despetrolización de las finanzas públicas. En el periodo 1990-2000, los ingresos presupuestarios petroleros representaron en promedio 4.6 por ciento del producto interno bruto, relación que se incrementó a 7.0 por ciento en 2001-2010, pero en lo que va de la presente década han disminuido considerablemente registrando 6.4 por ciento en promedio. Particularmente destaca la comparativa del año 2008 con la de 2017 en la que esta proporción pasó de 10.3 por ciento del PIB, su punto más alto, a 3.8 por ciento. En respuesta a ello, los ingresos tributarios han compensado dicha disminución alcanzando proporciones respecto del PIB de 8.5, 9.0 y, más recientemente, de 10.9 por ciento en promedio para cada etapa señalada.

Ante este breve contexto, las finanzas públicas del gobierno enfrentan un reto mayúsculo: madurar la independencia petrolera presupuestal sin incurrir en niveles elevados de deuda. Durante la presente administración el incremento de la deuda pública fue considerable y, aunque manejable, implica un esfuerzo adicional en el ejercicio adecuado de los recursos presupuestarios.

Previendo la despetrolización financiera pública, se emprendió una reforma hacendaria que incrementó los ingresos tributarios y, a la par, buscó hacer eficiente el gasto mediante la reingeniería del presupuesto base cero; sin embargo, los resultados aún no han sido suficientes. Por otro lado, se alcanzó un acuerdo histórico mediante la reforma energética, que tiene por objetivo atraer inversiones al sector en búsqueda de obtener mayor independencia energética y generar un mercado con amplio potencial de crecimiento.

Es decir, es momento de modernizar y aprovechar la reforma para darle un cambio a la política energética, permitiendo incorporar tecnologías junto con la inversión internacional, además de dotarlo de independencia presupuestaria, considerando que el presupuesto está ahora enfrentando su aprobación por el nuevo Congreso. A su vez, hay que resaltar que entre más suba el precio del petróleo más podríamos resultar afectados como país, si no logramos reconvertir el actual proceso de deterioro en materia de la dependencia de importaciones de gasolinas, gas natural y gas L. P.

Con la aprobación del Acuerdo México–Estados Unidos–Canadá y la reforma energética, las cartas están puestas sobre la mesa y, más que una maldición, México tiene enfrente una oportunidad: potenciar la industria nacional para mejorar los balances externos despretrolizados y, en paralelo, aprovechar nuestra dotación natural petrolera para transitar hacia la sostenibilidad energética y con ello, disminuir las elevadas importaciones antes descritas.

Asimismo, la administración pública debe velar por las inversiones —nacionales y extranjeras— y generar mejores condiciones para incrementar la producción sustentable de combustibles fósiles; y en lo que respecta a la hacienda pública, continuar con ingresos tributarios sólidos acompañada de una reingeniería en el gasto que busque rendir más el dinero y cuyo efecto multiplicador sea mayor mediante la inversión en capital e infraestructura.