Ernesto Palacios Cordero

La caravana de unos siete mil migrantes, en su mayoría de origen hondureño, sigue su camino hacia la frontera con Estados Unidos, a través de México.

En su tránsito, ha sido imposible ver las imágenes sin un nudo en la garganta. Niñas y niños con la boca reseca, la mirada de miedo y angustia; madres y padres con bebés en brazos, extenuados, con dolores por todos lados.

La violencia incontenible, el hambre, la miseria y los horrores de vivir amenazados, explotados o vejados, han sido las causas que los han expulsado de sus lugares de origen. Tan atroz es la criminalidad como el abandono de las instituciones del Estado.

Causas muy profundas explican la ruptura en la región y entre los diferentes tratamientos que se puedan dar a esta crisis, resulta indudable que se trata de un asunto humanitario. La pobreza es un tema de derechos humanos; igual que la seguridad y el acceso a una existencia digna, que es el más elemental de los derechos.

El gobierno de Trump, de posturas y políticas xenofóbicas, que criminaliza y castiga impunemente a nuestros migrantes, amenaza con cortar las “ayudas” a países centroamericanos, para que detengan un éxodo que él mismo alentó con políticas impuestas que han degradado la vida ambiental, cultural, social y económica de las comunidades.

Ante las amenazas de Donald Trump, el gobierno mexicano ha respondido con tibieza y ambigüedad, porque en el paso de la caravana, aplica medidas mínimas de protección humanitaria y al mismo tiempo envía señales de advertencia a sus integrantes.

Frente a este panorama, el gobierno debe asumir con firmeza una postura: distanciarse de una actitud que ve la migración como un problema de seguridad, porque las y los migrantes no deben ser vistos como delincuentes. La gente se va de sus comunidades de origen con la esperanza de encontrar una vida mejor y por ello debemos ser un país de derechos, respetuoso de la vida y la dignidad humana, donde no tenga lugar el discurso estigmatizante y criminalizador.

Desafortunadamente, los últimos gobiernos abandonaron la tradición humanitaria y solidaria que nos había caracterizado.

La dependencia económica y la efervescencia comercializadora nos volvió comparsas de las estrategias de los Estados Unidos. Por ello, las políticas migratorias se endurecieron y se abocaron en detener y deportar a la gente de los países hermanos de Centroamérica.

Esta caravana ha enfrentado a los migrantes con una realidad igualmente violenta de la que huyen en sus países; un Estado indolente, carente de voluntad para garantizar niveles mínimos de protección a los derechos humanos y una estrategia de seguridad ineficaz, por incapacidad o colusión, de detener las extorsiones, los asaltos, las violaciones, la trata de personas y otras crueldades contra cientos de familias que buscan una vida digna.

México está muy lejos de los pilares históricos que una vez tuvo la política exterior, como la cooperación internacional para el desarrollo. Hoy prevalece la indolencia, la sumisión y la ignorancia de la historia y el derecho internacional de los derechos humanos.

Estamos ante la responsabilidad histórica de reemplazar la indolencia y la violencia, por un programa concreto con alcance más allá de nuestras fronteras, que se haga cargo de construir nuevos estadios y transformar la realidad, de reconstruir el tejido social y una cultura de paz. Una realidad de derechos plenos que universalice la dignidad.