Salvador Jara Guerrero

La confianza es un elemento necesario para la convivencia humana. Es un tema delicado pero siempre cotidiano. A fin de cuentas se trata de tomar riesgos frente a desconocidos. Diariamente nuestras vidas dependen de extraños. Cuando cruzamos una calle lo hacemos con la confianza de que el automovilista que nos podría atropellar no aumentará la velocidad o se pasará el semáforo en rojo, cuando depositamos nuestro dinero en un banco lo hacemos con la confianza de que podremos disponer de él en el momento necesario, cuando abrimos la puerta a un vendedor confiamos en que no sea un asaltante, cuando llevamos a nuestros hijos a la escuela confiamos en que sean educados adecuadamente. En todas las actividades que nos involucran con otras personas confiamos. Confiamos en nuestras parejas, en nuestros padres y hermanos, pero también confiamos en una infinidad de desconocidos.

En comunidades pequeñas las acciones de una persona que llevan a una pérdida de confianza se convierten de inmediato en un detrimento de su reputación, quien no paga sus deudas, miente o roba cuando se le permite el ingreso en las casas de sus vecinos es castigado moralmente por la comunidad.

En la utopía no sería necesario nada adicional a la condena moral, pero la realidad es otra. En comunidades grandes los infractores pueden evitar el aislamiento producto del daño moral alejándose a otros lugares y así seguir haciendo fechorías. Más aún, cuando el infractor tiene poder sobre los demás, este castigo no se da o es insuficiente, el temor a represalias es más fuerte que el deseo de la sanción. En estos casos se hace necesaria una institución que sea respetada por igual en todas las comunidades, en todo un país o incluso en el mundo, que sea reconocida por débiles y poderosos, adinerados y pobres, que tenga siempre el poder de castigar a los infractores y la fuerza para hacerse cumplir.

Las instituciones son la esencia de un país, reflejan sus valores y sus aspiraciones, sus fortalezas, sus logros y son el garante de los derechos de los ciudadanos. Las instituciones son los ejemplares que estimulan el comportamiento moral de los ciudadanos, pero también establecen las normas, reglas y sanciones para quienes transgreden los principios de convivencia, e imponen castigos. Confiar en las instituciones nacionales es parte fundamental de la identidad nacional.

Pero hoy día estos sistemas de confianza se han debilitado en todo el mundo. Han sido desplazados por individuos anónimos en los que paradójicamente depositamos una fe casi ciega. Por una parte están los dichos, noticias y rumores difundidos a través de las redes sociales, sin ningún fundamento o evidencia, que se multiplican y forman la opinión de millones de personas. Por otra parte está la aparición de “empresas” como Airbnb, Uber, o Mercado Libre, y en el extremo están una serie de transacciones e intercambios que se realizan por internet incluidas aquellas que involucran acciones educativas y de capacitación o las que implican el acercamiento afectivo o la búsqueda de parejas para matrimonio. En todos estos casos la confianza se deposita en instancias que no sólo son anónimas sino que no están bajo el control de ninguna instancia gubernamental y por tanto implican una relación de confianza con mayor riesgo.

La disminución de la confianza en las instituciones tiene varias fuentes, pero una de ellas es su falta de adaptación a los nuevos tiempos que va acompañada de la carencia de profesionistas especializados en estos ramos.

Una nación que no fortalece y aprecia sus instituciones no se aprecia a sí misma y corre el riesgo de la ingobernabilidad al no contar con los sistemas que le permitan garantizar los derechos ciudadanos, a la vez que a hacer cumplir sus obligaciones y dirimir sus conflictos. La formación de nuevos profesionistas que contribuyan al fortalecimiento y modernización de nuestras instituciones, profesionistas con visón de futuro, acordes a las exigencias de los nuevos tiempos es urgente.