Elisur Arteaga Nava

A principio del año de 1952, en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, en una asamblea pública, vi por vez primera a don Rubén Jaramillo. Entre los asistentes algo oí de su liderazgo entre los campesinos.

Al tomar fuerza la candidatura del general Miguel Henríquez Guzmán a la Presidencia de la República, mi hermano y yo, a pesar de ser menores de edad, nos adherimos a la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano, que lo tenía como candidato.

Las oficinas de la delegación de nuestro partido se hallaban en lo que aún en la actualidad se conoce como Pasaje Tajonar, en el centro de la ciudad de Cuernavaca, en el primer piso, en el departamento norte que da a la calle No Reelección.

Llegó al domicilio de nuestra organización política una comunicación de parte del comité central de nuestro partido, iba dirigida a don Rubén Jaramillo. Quien era nuestro jefe nos pidió llevarla a sus destinatario.

Nos encaminamos al domicilio que se nos indicó; al llegar nos enteramos de que se trataba de las oficinas del Partido Agrario Obrero Morelense (PAOM) que encabezaba don Rubén. Estaba en el número 10 de las calles de Aragón y León, en el centro de Cuernavaca. En la actualidad en ese edificio funciona el Hotel de la Paz. A unos doscientos metros, en la esquina que forman las calles de Matamoros y Degollado, se halla el edificio que durante algún tiempo sirvió de cuartel a la tropa del general Emiliano Zapata.

Las oficinas del partido estaban en un departamento interior del edificio, en el primer piso; constaba de dos recámaras, sala comedor, un baño y una pequeña cocina. Había, como mobiliario, un escritorio de madera que, a primera vista, se veía que era hechizo y obra de un mal carpintero; unas dos sillas, en las que se sentaban don Rubén y su esposa doña Pifa; un fusil ametralladora Mendoza, su guarnición y otras armas. En el suelo había cobijas o cobertores de esos que en los pueblos se llaman “gavilanas”, que son de algodón o gamuza, con cuadros de colores, verdes, rojos, azules y grises. Se notaba que alguno de los miembros del partido pasaban la noche y dormían en el suelo.

Al preguntar por don Rubén, quien nos recibió gritó a los que estaban adentro: “Aquí buscan a mi general Jaramillo”. En ese momento nos dimos por enterados de que ese era el trato que debíamos darle.

Entramos, nos recibió de inmediato, le entregamos la comunicación. Mientras la leía, nos pidió que tomáramos asiento en el suelo, junto con los demás miembros de la organización presentes. Cuando hubo concluido la lectura, nos preguntó nuestros nombres y grado de estudio. Como pudo percatarse de que, para nuestra edad, teníamos estudios que sobrepasaban la media de los que lo seguían y sabíamos escribir a máquina con los diez dedos, nos invitó a adherirnos a su movimiento, sin dejar de pertenecer a la Federación.

En ese momento lo conocimos y, en la medida en que ello es posible, dada la gran diferencia de edades y méritos, trabamos amistad. Era muy dado a recordar sus hazañas como soldado de Zapata, como líder agrarista, político y, sobre todo, la toma del ingenio de Zacatepec que él, junto con sus hombres, había realizado en tiempos de la presidencia del general Cárdenas.

Don Rubén no era de Morelos. Era nativo de Zacualpan, en el estado de México. Uno de sus seguidores, en alguna ocasión, nos comentó que llegó al estado de Morelos en tiempos de la Revolución; había sido enviado por la Iglesia metodista con la encomienda de vender Biblias, que cargaba en una mula. En esas andaba cuando tuvo conocimiento del movimiento armado de don Emiliano Zapata; dejó su encomienda, malbarató su mercancía, se hizo al monte y se convirtió en un seguidor del Caudillo del sur.

Se afirmaba que había ganado algún grado dentro de las filas armadas; los más informados o serios se limitaban a reconocer que había sido zapatista. Nosotros le decíamos “Mi general”, trato que él no rehuía.

Cuando conocí a don Rubén andaba por los cincuenta años de edad; quizás un poco más. Era de mediana estatura, moreno, frente amplia, robusto; usaba sombrero y calzaba huaraches. Doña Pifa era morena, delgada, muy delgada; su cara parecía un pellejo pegado a un cráneo; nada atractiva. Cargaba un bolso de esos que en la región se conocen como huichos, en el guardaba, entre las muchas cosas que cargan las mujeres, la pistola de don Rubén.

En el año de 1952, las elecciones federales y locales en el estado de Morelos no coincidían del todo con las federales. Nuestro candidato a gobernador era don Rubén. El candidato del partido oficial fue Rodolfo López de Nava, un general de dos estrellas.

Recuerdo el nombre de nuestros dos candidatos al senado: uno, el profesor Agustín Güemes, un viejo y acreditado educador; era director y fundador del colegio particular Evolución, que estaba en el Jardín San Juan, enfrente del edificio La Latinoamericana. El profesor Güemes y su familia vivían en la calle de Arista. Lo recuerdo calvo, con bigote de alacrán, siempre de traje oscuro y con sombrero.

El otro candidato a senador fue el coronel Vicente Estrada Cajigal, el “Oreja mocha”, que por los años 30 del siglo pasado había sido gobernador del estado de Morelos. Con él la entidad volvió a la vida institucional; promulgó la Constitución Política actualmente en vigor.

Don Vicente hacía honor a su apodo: “Oreja mocha”, una de sus orejas estaba incompleta. La historia de esa circunstancia, según me la refirieron, era la siguiente:

En alguna ocasión, en el restaurante de un hotel, se halla, abrazando a dos mujeres, un famoso pistolero apodado el Remignton; a don Vicente le causó extrañeza esa circunstancia; el Remington, molesto, le reclamó que lo estuviera viendo; se hicieron de palabras; el pistolero lo retó a un duelo. Don Vicente pidió tiempo para ir a su cuarto por su pistola.

Se enfrentaron; el Remington disparó a la cabeza; falló; el tiró rozó la oreja de don Vicente y le desprendió una parte.

Don Vicente disparó al cuerpo, también falló, no tanto; la bala fue a dar en el “Tesoro de la juventud” de el Remington, que desapareció; ahí acabó su historia; se inició una nueva leyenda: la de la “Remingtona”.

No recuerdo los nombres de nuestros candidatos a diputados federales. Eran dos.

El candidato de la Federación de Partidos visitó Cuernavaca; trabajamos activamente para llevar gente. Nuestro mitin se celebró en la calle que estaba al oriente de la plaza principal. En ese entonces no existía el actual palacio de gobierno. Nuestros candidatos a la Presidencia de la República, a la gubernatura, senaduría y diputaciones fueron subidos a un camión de redilas. De ese sitio elevado el general Henríquez leyó un mensaje que, por la falta de un buen sonido, me perdí.

Se nos comentó que el general Cárdenas, en solidaridad con la candidatura de Henríquez, se hallaba en una finca de había sido de su propiedad y en la que funcionaba una escuela normal para mujeres llamada Palmira. Algunos jaramillistas se encaminaron a esa finca. Yo no los acompañé, por lo mismo no puedo afirmar que, en efecto, hubiera estado el expresidente.

Por el año de 1952 se avecindó en Cuernavaca un gran artista, el muralista Norberto Martínez Moreno; lo hizo con el fin de pintar un mural en la biblioteca “Miguel Salinas” del estado. Él, como buen comunista, asumió la tarea de adoctrinar a un grupo de jóvenes. Cuando pintaba su mural muchos de nosotros servimos de modelo o le ayudamos, como pintores de brocha gorda, en la realización del mural. Él nos indujo en otro tipo de conocimientos del pensamiento. Hay que reconocer que el general Jaramillo, dada su escasa preparación, tenía un pensamiento político rudimentario y referido a materias del campo o la incipiente industria. Martínez Moreno era un auténtico y sólido intelectual. También nos indujo en el conocimiento del arte: la música, literatura y la pintura.

En alguna ocasión, el gran muralista Diego Rivera visitó la biblioteca donde se pintaba el mural. Lo recuerdo grande, observador y de pocas palabras.

Cuando visitó Cuernavaca el candidato del Partido Acción Nacional, don Efraín González Luna, recibí instrucciones de vigilar la reunión y de tomar nota de los asistentes; no tuve dificultades para cumplir mi cometido; no asistieron más de cincuenta personas. Los líderes panistas hicieron uso de la palabra desde la plataforma del monumento a Morelos sedante, que estaba en la esquina nororiental de la plaza principal, que tenía la siguiente frase del héroe insurgente: “Igual gracia otorgo a Calleja y a los suyos”. La estatua ya no está en ese lugar.

No recuerdo, por no haber asistido, dónde fue la reunión del Partido Popular con su candidato Vicente Lombardo Toledano.

Perdimos la elección para gobernador y, en su oportunidad, también la presidencial. Ante lo que se consideró un fraude electoral, en forma discreta se invitó a las diferentes facciones a levantarse en armas. Don Rubén Jaramillo acató la consigna.

Hallándose en un lugar oculto, nos dio instrucciones de retirar, por la noche, las armas que había en el local del partido y las lleváramos al sitio que se nos indicó. A mi hermano y a mí nos tocó cargar el fusil ametralladora Mendoza que estaba en el domicilio del partido.

Con una de las cobijas “gavilanas” envolvimos el fusil. Éste, por su peso, requiere ser cargado por tres personas. Mi hermano, por ser mayor, lo cargó por la culata, yo por el cañón; otros compañeros cargaron la dotación y otras armas. Salimos del local del partido, caminamos por la calle de Matamoros con rumbo al zócalo, pasamos enfrente del cine Alameda, dimos vuelta por la calle de Morrow, llegamos a la rinconada; al fondo, en la esquina donde estuvo el Banco del Sur, ahí hicimos entrega de nuestro cargamento a los compañeros que nos esperaban; era una plazuela empedrada y sin luz, estaba frente al negocio de forraje de Luis Sedano Montes. Ahí nos fueron impartidas órdenes.

En 1952, la actual calle de Lerdo terminaba al encontrarse con la calle de Comonfort. En ese entonces no tenía la salida a la calle de Morelos que existe actualmente.

Horas después, en la madrugada, llegaron al domicilio de nuestro partido miembros del ejército, en unión de policías; rompieron la puerta, allanaron el lugar; al no encontrar las armas, destrozaron los muebles y cargaron con lo poco que encontraron. Así comenzó la violencia del año de 1952 en la entidad.

Los alzados fueron perseguidos por el ejército: la caballería se enfiló hacia las montañas del estado; la infantería operó en la parte de Tlaltizapan, Chinameca, El Jilguero y más allá. En esa época la autopista México-Cuernavaca estaba en construcción.

Nunca los encontraron. Mi general Jaramillo y su gente se hallaban en una población llamada Tejalpa, del municipio de Jiutepec, a unos diez kilómetros de Cuernavaca. Quien ocultó a los rebeldes fue un jaramillista valiente y decidido, se llamó Vicente Nava, hijo adoptivo de don Manuel Figueroa. Vicente Nava murió hace unos veinte años en una clínica ubicada al sur de la ciudad de México, sobre la calzada de Tlalpan. Don Manuel murió, casi centenario, hace algunos años.

Supongo que viven y podrán dar testimonio de lo que estoy diciendo, Rafael, Gaudencio y Elías Figueroa, hijos de don Manuel.

Los alzados mataban el tiempo desgranando mazorcas. Con el tiempo, gracias a la intervención del general Cárdenas, fueron amnistiados y volvieron a la vida normal.

Seguí frecuentando a don Rubén, pero, en razón de tener que continuar mis estudios me trasladé a la ciudad de México, perdí el contacto regular con él.

El 24 de mayo de 1962 nos enteramos del asesinato de don Rubén, de su esposa, que estaba encinta y de sus tres hijos.

En atención a que era abogado, me invitaron a formar parte de la comisión que debería investigar el crimen. Los otros miembros de ella fueron Rodolfo Trujillo Cuevas, estudiante de la licenciatura en la facultad de Derecho de la UNAM y el colombiano Ornán Roldán Oquendo, doctor en historia, al que le decíamos el Pelencho. Trujillo murió a mediados de octubre del año siguiente. Supongo que alguno de sus hermanos vive. Desde hace unos veinte años no tengo noticias del doctor Roldán; si vive, debe de andar por los 84 años de edad.

Para comenzar a armar el rompecabezas nos dirigimos a un fiel y valiente jaramillista: don Celestino Díaz, Don Celes, originario de Pericotepec, en el estado de Guerrero y avecindado en Zacatepec; él vivía y tenía una tienda en la cercanía de la estación del ferrocarril que corría de México a Balsas.

Don Celes contactó a quien había sido el último secretario de don Rubén; no recuerdo el nombre pero sí que vivía en el pueblo de Galeana, cerca de Zacatepec. Como andaba escondiéndose, la entrevista fue en unos cañaverales que estaban enfrente del pueblo, junto a un canal de riego a los que en la región se conoce como “apancle”. En ese lugar nos dio la información inicial para realizar la investigación y trazar un bosquejo de la vida del guerrillero.

Se nos comentó que la parte biográfica que elaboramos fue entregada al escritor Fernando Benítez y que le sirvió para una crónica que publicó en el semanario Siempre!

Rendimos nuestro informe. Con el tiempo salieron algunas leyendas respecto del fin de los que habían intervenido en la traición y asesinato. Algunas de ellas fueron producto del pensamiento mágico, al que se recurre ante la impotencia para castigar a los autores de un crimen censurable.

Don Celestino Díaz murió hace unos treinta y cinco años. Él, junto con un grupo de campesinos armados, introdujeron la reforma agraria en su pueblo. Con aire de inocencia, se limitó a decirme: “Comenzaron a desaparecer los terratenientes”.

Respecto de los autores intelectuales del crimen, muchos años después, me fue proporcionada alguna información. La aporto con el ánimo de contribuir al esclarecimiento de la verdad y por cuanto a que no la he visto citada en ninguna de las biografías de don Rubén o crónica de su movimiento.

Por el año de 1980, platicando del asesinato del general Jaramillo con don Fernando Román Lugo, que había sido procurador General de Justicia del Distrito Federal, al afirmarle que la responsabilidad política, si no intelectual, recaía en Adolfo López Mateos, presidente de la república en los tiempos de los hechos, me comentó, palabras más, palabras menos, lo siguiente:

“Unos días después del asesinato, al terminar mi acuerdo con el presidente López Mateos, le dije: ‘Hombre, señor presidente, con el asesinato de la familia Jaramillo ya volvimos a los tiempos de Obregón y Calles’; el presidente, apesadumbrado, me contestó; ‘se hizo a mis espaldas; yo no tenía conocimiento de lo que se iba a hacer ni lo autoricé’ ”.

En 2003, platicando con mi gran amigo el historiador, antropólogo y abogado don Valentín López González de la muerte de don Rubén Jaramillo, sabiendo que yo había sido jaramillista, me refirió lo siguiente:

“Por el mes de marzo de 1962 se me acercó Rubén, me comentó que tenía la intención de entregar personalmente una carta al presidente Kennedy cuando visitara la Ciudad de México, me pidió que la redactara. Acepté el encargo; le aconsejé que comprara papel y sobre con ciertas características. En su momento cumplí con el encargo y le entregue la carta y el sobre.

“Al parecer el movimiento fue detectado por la inteligencia militar a cargo del general Carlos Soulé, jefe de la Policía Judicial Militar. Se supuso que don Rubén estaba urdiendo un atentado contra el visitante. De ahí partió la idea de eliminarlo.

“Eso es lo que me comentó mi amigo Valentín López González Él murió en agosto de 2006. Conservo una fotografía de don Rubén que me regaló mi amigo Vale. De cómo y dónde le tomó la fotografía es otra historia. Solo digo que el caballo no era de don Rubén. Es la que se publica junto con esta crónica.

“Circularon otras versiones: una sostenía que quien detectó la maniobra del señor Jaramillo había sido la inteligencia de Estados Unidos de América. También se decía que la muerte había sido gestionada por los latifundistas afectados por las invasiones de tierras de Michapa y el Guarín hechas por jaramillistas.

“Al ser aprehendido don Rubén en su domicilio, doña Pifa, suponiendo que su presencia impediría un atentado en contra de él, lo acompañó; para reforzar la seguridad sumó a sus tres hijos”.

Don Rubén fue identificado por un sujeto al que apodaban el Pintor; fue sacado y aprehendido por un destacamento militar a las órdenes de un capitán de nombre José Martínez. Fue, junto con su familia, asesinado por miembros del Ejército Mexicano el 23 de abril de 1962, en la zona arqueológica de Xochicalco. Él, previamente, fue golpeado delante de su familia. Doña Pifa estaba encinta; los hijos eran menores de edad.

El sitio exacto de su sacrificio se halla enfrente del museo de sitio de la zona arqueológica. Algunos seguidores pusieron unas cruces de madera en el lugar exacto. Alguien las destruyó. Durante algún tiempo conservé un trozo de madera de una de las cruces.

A la muerte de la familia Jaramillo siguió la persecución de sus seguidores. Anduvieron escondiéndose. El gobernador del estado de Morelos en esa época era el mayor Norberto López Avelar, a quien se culpaba de haber sido uno de los asesinos del general Emiliano Zapata.

Finalmente, si bien el presidente Adolfo López Mateos pudo no haber ordenado los crímenes, sí fue responsable de que no se haya investigado, ni se haya fincado responsabilidad a los militares que lo asesinaron.

Estos son los recuerdos que guardo de la vida de mi general Rubén Jaramillo y de su época. Hechos adicionales, los más comprometedores, los refiero en mi novela Crónica de Edipo, tragedia y poder (Ediciones Proceso, México, 2917).

Muchos pudieran agregar alguna información; pocos pudieran afirmar haber sido testigos presenciales de los hechos o de haber conocido a don Rubén; y ninguno contradecirme o tacharme de mentiroso.