Por Rafael Solana*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]C[/su_dropcap]omentábamos hace poco, aquí mismo, a propósito de algunas de las más recientes bodas de Elizabeth Taylor y de María Félix, cómo el pueblo ha dejado de buscar sus modelos de conducta en los libros clásicos, en las vidas de héroes, como las que Plutarco, y también en los ejemplos o en las vidas de santos de la Leyenda Dorada, y los busca ahora en las biografías de los artistas cinematográficos, sobre cuyos hombros ha venido a recaer esta tremenda responsabilidad que no tienen otros artistas, como los poetas, los músicos, los pintores, los cantantes o los toreros. La pantalla amplifica de tal manera las personalidades, y la prensa especialista las exagera tanto, que ahora es inmensa en el mundo entero la masa de personas que ve en los astros de Hollywood, de Cinecittá, de Joinville o de Churusbusco, lo que los griegos veían en los dioses del Olimpo y los cristianos medievales en los santos del martirologio: modelos a imitar, ejemplos a seguir, cánones.

Y qué soberbio material para un buen dramaturgo que supiera aprovecharlo esa pieza magnífica, romántica como “Romeo y Julieta”, digna y severa como algunos capítulos de “La Odisea”, por momentos vodevilesca, y finalmente trágica, que con su vida, sus amores, y finalmente su sangre escribió Pedro Infante, en las últimas semanas de su existencia.

El público fue ampliamente invitado a entrar en las vidas privadas de Pedro y sus esposas por la prensa, que dio enorme resonancia al fallo de la Suprema Corte acerca de la nulidad del segundo matrimonio del astro y la total vigencia de primero; pero lo verdaderamente interesante, la curioso de este caso, es que no hubo en él, como en cualquiera película mas pergeñada, héroes y villanos, sino, como en las grandes tragedias del siglo de Pericles, la fuerza de la razón estaba repartida parejamente entre todos los personajes sin que se pudiese inculpar a ninguno. El destino, o los dioses, venían a ser los únicos causantes del conflicto.

Desde luego, todas las simpatías estaban con María Luisa León de Infante, la primera esposa y, según el ya inapelable fallo de la Corte, la única. La mujer que conoció y amo a Pedro cuando era ni famoso, ni rico; la que fue motor que lo impulsó en su carrera, la que le acompañó en la pobreza y le alentó a salir de ella, mostrándole el camino.  Por todo eso, por su legitimidad indiscutible, por su fidelidad inalterable, esta mujer tenía que ganarse la voluntad de todos los espectadores de cine del mundo de habla española; pero, todavía más que por todo eso, por su admirable actitud de inteligente comprensión, y de perdón hacia el hombre que se había desviado de ella en pos de otras mujeres; ante las diversas fugas de su marido, la señora León de Infante adoptó la más digna, la más ejemplar de todas las posibles actitudes: la tolerancia; jamás le armó un escándalo, jamás pronunció en contra suya una sola palabra; siempre todo el que quiso oírla escuchó de sus labios  elogios y palabras cariñosas para el que, por muy alejado que estuviese, por muy metido en otras aventuras que anduviera, la señora León continuaba considerando, hasta el fin, como su marido, y como el único hombre en su vida. Todavía al conocerse el fallo condenatorio de Pedro, y al tener en sus manos la señora un arma para perseguir, molestar, extorsionar, aún encarcelar, a Pedro Infante, ninguno de esos proyectos pasó siquiera por su mente, sino declaró que siempre esperaba con los brazos abiertos, en su casa, a su marido, completamente olvidada de todas sus actuales o pasadas culpas para con ella.

Pero si la actitud de la esposa legítima era tan digna, tan admirable, tan ejemplar… ¿cuál era la de la mujer? ¿Era acaso esa segunda y falsa esposa una vampiresa, una explotadora, una destructora de un hogar?

Nada de eso. El público pudo penetrar también ampliamente en la vida privada de Irma Aguirre Dorantes, y mientras más miró hacia allí, mayor simpatía sintió hacia esa otra mujer, que también obró dignamente. Irma Dorantes no se consideró nunca como la amante o la concubina de Pedro, aunque tan fácil le habría sido, y tan cómodo, adoptar una posición que nada tendría de nuevo en el ambiente en que la vida de ella se desarrollaba, pues en el mundillo del cine ya no se espanta de nada nadie. Sin embargo, ella exigió ser la esposa legítima, y sólo aceptó unirse al hombre al que profundamente amaba cuando se casó con él, después del que ella llegó creer auténtico divorcio de Pedro y su primera esposa. Y después de que su matrimonio fue ilegal, Irma Dorantes, que no puede parecer a nadie hipócrita, hizo saber que no podría  volver a unirse a Pedro, a pesar de amarlo tanto, porque ella no quería ser la ilegítima, por el decoro de sus hijos, nacido y por nacer, y por el suyo propio.

Entonces encuentra el pueblo la actitud y la posición de Irma Dorantes inatacables también, ejemplares. Y acerca de su rival, de María Luisa León, sólo dice Irma Dorantes, notablemente: “Es una magnífica mujer”.

No hay nada bajo, nada pecaminoso, nada que afrente, en ninguna de estas dos mujeres. Las dos merecen estimación, respeto. Las dos han seguido una línea de conducta que no se puede criticar.

¿Quién tiene, pues, la culpa del desastre? ¿Pedro Infante mismo? ¿Debemos considerarlo como un traidor, como un villano que abandona a su legítima esposa, a la que tanto debe, para irse a echar en brazos de una muchachita, de una menor de edad, a la que engaña con documentos falsos?

Tampoco sería esa la luz adecuada para ver las cosas. Es posible que Pedro Infante haya dejado de sentir un amor tempestuoso por María Luisa, y que se haya sentido inclinado, como muchísimos hombres más lo hacen, a buscar nuevos amores; pero ni abandonó ni olvidó a María Luisa, sino tuvo siempre para con ella atenciones que no todos los maridos tienen para sus esposas. Jamás María Luisa pudo quejarse de él, por ninguna descortesía, por ninguna discolería; un renglón de cierta importancia (aunque no lo consideremos el de mayor importancia) de la vida de María Luisa fue cuidado atentamente por Pedro: el renglón económico; siempre recibió María Luisa, con puntualidad, una pensión generosa; ella podía tener una excelente casa, un lujoso Cadillac, y llevar una vida que nadie puede calificar de humilde o de angustiosa, aunque tampoco llegara a ser, por el carácter de la dama, dispendiosa ni despilfarradora.

En cuanto al engaño a Irma, es muy posible que Pedro de buena fe creyese en la validez de su divorcio, encargado por un sistema mexicanísimo de rodeo de la ley. Es muy posible que los documentos fuesen lo bastante fehacientes para que los tomaran en serio Irma y Pedro mismo; se ha dicho que Irma a pesar de sus diecisiete años, no podía ser engañada, en una época en que Kitty de Hoyos, que sólo tiene dieciséis, hay que ver todo lo que sabe de la vida; pero probablemente Irma era una chica más sencilla que otras de sus edad, y nada hay en su conducta anterior ni posterior a su matrimonio que nos haga dudar de la buena fe con que llegó a ese matrimonio.

Acerca de si era Pedro el culpable de ese enredo, si había sido él el traidor del drama, si había traicionado a María Luisa o había engañado a Irma, ellas mismas serían quienes tendrían que decir la última palabra; y ninguna de ellas ha dicho nada en contra de él, sino ambas lo disculpan. Y el pueblo, que pudo tomar partido en su contra (recordemos, como un mero ejemplo, la reacción violenta, de antipatía, que en su patria, Suecia, y en los Estados Unidos su lugar de trabajo, encontró Ingrid Bergman cuando abandonó a su marido para irse a unir con otro; sus bonos se desplomaron en todo el mundo), lejos de eso, iba a dar, pocos días después, con motivo de la muerte del actor principal de este drama, muestras de cariño y de simpatía hacia él jamás tenidas hacia ningún otro artista, ni siquiera hacia Jorge Negrete, a quien se consideraba como víctima, y a quien se rindieron también honores exaltados… pero nunca tan sinceros, tan conmovedores, como los que el pueblo, que positivamente lo quería rindió a Pedro Infante en su velorio y en su sepelio.

Tres vidas privadas a las que el pueblo ha asomado la nariz, con las que ha tenido un espectáculo más emotivo, y más vivo, que con cualquiera película o cualquiera pieza teatral; y tres vidas vidas ejemplares, porque si María Luisa León se ha portado a lo largo de toda la historia como una mujer dignísima, de gran talento y de muy grande elevación moral; Irma también ha mantenido su dignidad, y los pecados de Pedro no han sido de aquéllos que no se perdonan, sino de los que se olvidan inmediatamente y en nada amenguan el cariño o la admiración hacia el pecador; son aquéllos que Cristo perdonó a la Magdalena, de buen grado, y en gracia a que había amado mucho.

*Texto publicado el 1 de mayo de 1957 en la revista Siempre! Número 201.