Por Alma Karla Sandoval*

 

 

PRIMERA PARTE

 

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Un canto en la tormenta

PISAR UN GULAG ERA SENCILLO. BASTABA CON PARECER espía y, como cualquiera podía aparentar, un inocente comentario a favor de los zares, una amistad considerada burguesa, una discusión neutral que no ensalzara los logros de la Revolución, el mínimo contacto con extranjeros, eran considerados delitos gravosos que hacían de cualquier inocente un traidor. La maquinaria de la hoz y el martillo succionaba la sangre rusa como fuente de vida. Condenadas a tareas extenuantes —algunas imposibles de realizar bajo el clima extremo y la hambruna, pues la ración de pan escaseaba con frecuencia—, las mujeres sobrevivían a causa de un azar incomprensible. Al comienzo, el olor y la desnudez raquítica del cadáver impresionan causando un vómito ácido que se congela. Luego el dolor y el asco, se convierten en costumbre y, como tal, incomoda cada vez menos, al punto de que amanecer hacinadas en la crujía correspondiente y tener que hacer a un lado el cuerpo de una amiga, ya no era raro.

También se aprende a escucharlas morir, a identificar la naturaleza de los estertores. Mientras más años, menos lucha, menos drama en esas respiraciones que se entregan a lo eterno con la tranquilidad negada en el gulag. Las jóvenes tardan. Su combate resulta estremecedor. Si hacen mucho ruido, se les ayuda colocándoles una manta que eriza más la piel de la donadora. Suele pasar que cuando las enfermas sienten un poco más de calor, bajan la guardia y mueren. Una vez que sacan los restos, sobreviene el silencio reflexivo de siempre: al menos esa amiga descansa, ha escapado, ha evadido la encomienda injusta de cargar el trineo con maderas pesadas, terrosas y húmedas; al menos esa mujer que ha muerto ya no tendrá que seguir las órdenes de los custodios, ni soportar sus burlas, sus gritos. Se trata de un silencio de nieve que cada una lleva al interior como un enemigo creciendo.

Y es que Siberia es de por sí asesina, con los años será llamada “el gran cementerio de Europa” por los más de veinte millones de muertos que causarán las ideas de un porvenir glorioso con la llegada de otro hombre a comienzos del siglo XX; pero nada de eso será realidad, sólo las temperaturas que congelan la respiración.

Los gulags se extendieron sobre esas millas de tundra desierta. Los prisioneros construían caminos, ferrocarriles, plantas de energía, minas en las que eran obligados a permanecer más tiempo del recomendable. El régimen pensaba que con prisioneros todo era posible: lo único que se necesitaba era una barraca, una estufa con una chimenea y, de algún modo, ellos continuaban de pie. Es verdad que en el campo de concentración al que Ariadna fue referida, ubicado en el corazón siberiano, la rotación de las prisioneras era necesaria por la ubicación misma del gulag y el tipo de labor: juguetes de roble oscuro, caballos de crines espesas, osos de pezuñas afiladas, peces de colores brillantes que parecían un escándalo en medio de la negrura de las tardes o debajo de los cielos grises. Como el taller necesitaba de manos finas, talento en el trazo o precisión al cortar la madera, eran menos las obligadas a salir en su búsqueda. Los castigos operaban con ese fin. Una falta merecía diez vueltas al campo para traer maderos que incrementaran la producción de osos y peces. Las internas vivían con terror, puesto que varias de esas condenas las debilitaban hasta enfermar. Sabían que ahí, de una afección, ya nadie vuelve. Además, los guardias les infligían maltratos indecibles, como en los otros 476 campos que existieron.

Recién llegó Ariadna, le negaron el alimento durante casi tres días. Estaba separada en el diminuto calabozo de recepción. Gritó y un guardia acudió de inmediato con un plato de avena cruda que le arrojó al rostro. Se limpió los párpados. Lamió lo que había en su cara y en el suelo. Le quedó claro que debía seguir aquellas órdenes.

No sospechaba que eso era lo menos cruel por ocurrirle. Las duchas con agua fría, las vejaciones con cintarazos mientras los militares se carcajeaban. En suma, la desmoralizante bienvenida que padeció casi la convenció de rendirse, de intentar un suicidio por la vía que fuera, incluso la de soportar cada día helado hasta que el cuerpo no pudiera más; pero había una esquirla potente en su interior, un recuerdo de la brisa en las playas del sur, una línea de alguna obra de teatro que disfrutó en Italia, un beso furtivo que jamás contó, una broma de su padre, una sonrisa del color del cristal en su hermana, un ángulo inédito en la mirada aguda de la madre que tomaba la pluma a veces como si fuera un cuchillo, otras como una varita mágica de nigromante todopoderoso. Con eso bastaba para cambiar el rictus, para respirar hondo y que el fuego de la psique llegara a las pupilas.

Sólo una de las compañeras del taller preguntaba por ese gesto valiente. Se llamaba Evgenia, pero como todas, era un número: 1678, así le decían. Su edad era un misterio porque no peinaba canas, pero las arrugas describían más de cincuenta años que se habían vivido con aplomo y mucha suerte; 1678 había sido apresada por anarquista cerca de Crimea. El viaje hasta Moscú duró semanas que se alargaban como una mirada que se pierde en el horizonte. Los presos en aquellas travesías eran despertados a golpes y arrojados como costales a las insalubres bodegas del barco. La familia de Evgenia poseía vastas extensiones de tierras en cuyos bosques corrían ríos delgados y gruesos. Políglota, viajera, y con una biblioteca propia, decidió muy joven que no quería casarse con un descendiente del zar. La algarada de su negativa trajo oscuras consecuencias y por eso la muchacha tuvo que huir vestida de campesino. El profesor de una aldea le dio alojamiento. Pronto se enamoraron; sin embargo, fue más rápida la carrera que emprendieron juntos al interior de un laberinto anarquista que condenaba al poder por el poder mismo. La pareja se oponía al avance del Ejército Blanco y a la oleada bolchevique en ascenso. Con siete meses de embarazo, Evgeniska tuvo que escapar de nuevo cuando un militar disparó al pecho de su cónyuge. Sin tiempo para llorarlo o enterrarlo, anduvo de prisa por el bosque hasta llegar a un pueblo, donde debido a una hemorragia la llevaron con la comadrona de la villa. La caridad la salvó, pero el bebé nació muerto. Una vez recuperada, la joven mujer continuó militando. Se unió a los anarquistas del Cáucaso, con quienes atravesó el duelo por partida doble hasta que la época fue enrojeciendo y asesinando a todo aquel que no se doblegara ante la Revolución. Mujer y anarquista, la capturaron en su tercer escape, esta vez rumbo al Mar Negro.

—Las únicas olas que vi fueron las de mi llanto —explicó Evgenia anudándose el pañuelo—, pero de eso ya no conviene hablar y menos aquí. Mejor dime qué secreto guardas que se te mira contenta cuando pintas los horrendos juguetes de siempre.

Ariadna se encogió de hombros e hizo una mueca.

—No hay nada especial en mi historia, te la contaré algún día —hizo una pausa, como si forzara la memoria—. Tengo algunos gratos recuerdos para evadirme.

—A mí lo único que me ayuda es pensar que después de todo esto ya podríamos estar muertas, hemos aguantado lo que nadie —respondió.

—¡1678 y 1701, silencio! —ordenó el guardia.

El taller estaba compuesto de cuatro mesas rectangulares y muros formados por troncos de coníferas que, al no estar bien unidos, dejaban entrar el aire polar. Las prisioneras permanecían ahí de nueve a diez horas con un solo descanso para beber té negro y pan o sopa. El desayuno y la cena era sólo una galleta redonda, salada, sin nutrientes. El menú no varió durante los ocho años que Ariadna estuvo encerrada. Sabía que la Segunda Guerra Mundial había pasado, que la Unión Soviética venció a los alemanes. Por todos lados se escuchaban himnos celebrando a la Gran Madre Rusia, cantos de victoria, de futuro promisorio. Incluso los guardias se mostraban menos crueles, cierto estrés había desaparecido de sus gestos.

Las reclusas no entendían la razón por la cual no las liberaban; sabían que debían seguir sirviendo a su nación, pero si el país había ganado con la ayuda de la otra mitad del mundo, una mitad poderosa, no tenía sentido que los campos de trabajo siguieran abiertos. O sí, si la idea era mandarle un mensaje de poderío al planeta. Lo que no supieron, sino hasta después, es que en pocos países se tenía noticia de los gulags. En Francia, Suiza y Alemania, por ejemplo, desconocían su existencia. Y es que el grado de incomunicación era tal, que incluso se tenía prohibido, bajo pena de muerte, dibujar dentro de ellos; cualquier huella de lo que realmente ocurría en estos “centros de reeducación” era borrada o reprimida. Tampoco se permitía la entrada de cámaras, de gramófonos, de ninguna tecnología que registrara audio o imágenes. Los campos de trabajo eran un secreto sucio que se pudría lentamente.

En enero de 1946, la temperatura descendió más de lo esperado. La nieve derretida en el techo de los dormitorios y talleres goteaba sin cesar. Las prisioneras cargaban sus pesadas botas húmedas de un espacio a otro. Los vientos atroces parecían arrancar de la tierra esos cubos de arce barato donde se guarecían. El clima no era lo más preocupante, sino la desesperación de las prisioneras, el miedo a una tragedia colectiva en esos momentos. El nerviosismo de los guardias era notorio, tanto, que se retiraron a su refugio, una especie de búnker. Su plan era resistir la tormenta para estar salvo cuando ésta pasara y no quedara más remedio que arrastrar los cadáveres y ultimar a las sobrevivientes heridas de gravedad. Sin embargo, todas ellas resistían juntas como pingüinos que se dan calor para no morir en circunstancias aciagas. Incluso daban vueltas en espiral a sugerencia de 1678, lo que las mantenía lúcidas, atentas. El ruido de los vientos, que se llevó la mitad del techo del taller, casi las enloquece. Tenían que mantener la calma y, para lograrlo, una mujer de ojos turquesa comenzó a cantar. Las demás la siguieron por esas coplas infantiles que enseñaban en las escuelas en tiempos del zarismo y los cisnes majestuosos. No obstante, nadie podía oírlas, el canto las liberaba, abría una minúscula posibilidad de seguir con vida mientras se movieran o navegaran a su modo. De tal suerte que no paraban de cantar. Cada una de las prisioneras entonó sus letras y se escucharon lenguas distintas, de repúblicas lejanas, corredores mongólicos, selvas oscuras, valles exuberantes y costas con ritmos cálidos. Se les pasó el tiempo así, recordando lo que debían cantar antes de morirse, puesto que eso creían. Callaron cuando paró la tormenta y luego se vieron las unas a las otras temblando, sacudiéndose la nieve de los abrigos, frotándose brazos y piernas, dándose abrazos de sobrevivientes impensables. Hicieron un círculo. Alguien encendió la estufa, una mujer de cabello platinado, quien, a pesar de los acontecimientos, se resistía a caminar sin estilo. Otras dos jóvenes se las arreglaron para improvisar una fogata. Los custodios no tardarían en volver. Las que tenían energía para hablar, hablaron. Agradecieron a sus dioses; otras lloraron de felicidad por primera vez. Algo había cambiado para siempre en los corazones de ese gulag. Acercándose al fuego cuanto podía, 1678 comenzó a recitar poemas. El pulso se le aceleró a Ariadna, no podía creerlo, esa mujer sabía de memoria lo mejor de Pushkin.

*Fragmento de la novela romántica Desde el corazón siberiano, de Alma Karla Sandoval (Ediciones B, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.