Por Horacio Garduño*

 

6 de mayo, 1979

Una lata de Tecate

 

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]L[/su_dropcap]ucrecia le escupía al público y rascaba como nunca antes las cuerdas de su guitarra, de hecho una ya estaba reventada, pero no se había dado cuenta. Su energía llenaba el Salón Revolución, pero salía de él, porque no había respuesta en el público. Había entre ciento veinte y ciento cincuenta rockeros con jeans súper entubados, botas con suela de goma muy ancha, chamarras de mezclilla con parches de bandas de rock pegados con plancha. Casi en cada chaqueta había, grande o pequeña, una lengua de “Los Rolin”, como les decían a los Rolling Stones, y hombres y mujeres usaban por igual una larga cabellera con patillas de pico y fleco o copete que, si eran vistos de espaldas, hacían difícil distinguir su sexo, acaso por la espalda ancha de algunos hombres, pero más bien parecía como si el género en el rock pasara a segundo plano.

La moda era una muestra de los gustos uniformes de ese público que esperaba oír a su banda de metal o de rock urbano favorita: a las siete de la noche de aquel domingo seis de mayo saldría el “Trisol”, como le decían a Three Souls in My Mind, pero todavía faltaba una hora para eso. Lucre, Pastor y Juan José contaban entusiasmados y a buen ojo a más de cien rockeros viéndolos. Era su tercera tocada. La primera había sido en una fiesta en casa de Juan José para amigos, algún colado y algún insistente familiar de Pastor que para su incomodidad gritaba “¡El del bajo es mi sobrino!”. La segunda había sido una improvisación en el garaje junto a la tienda de discos del mismo JJ una tarde en que espontáneamente abrieron la puerta, comenzaron a tocar y la gente se acercó más por curiosidad que por atracción; eran quince personas, de las que dos señores y una señora se fueron negando con la cabeza, haciendo aspavientos o gritándoles algo que ellos no pudieron entender. Aquellas dos primeras experiencias no habían contado mucho para ellos, en la fiesta era gente que los quería y les aplaudía sin importar lo que tocaran. Y la improvisación del garaje había recaudado menos gente de la que esperaban. “A ver si no llega la policía, como con los Beatles”, dijo Pastor cuando JJ abrió la puerta de lámina y entró el deslumbrante sol del atardecer en la colonia Roma, tan distinto del gris londinense que iluminaba, entre otras canciones, a “Get Back”. En la fiesta, los tres debutantes no habían comprado la forzada euforia de gritos que, además, con el paso de las canciones se iba apagando, en algunos por ardor de garganta, y en otros porque creían que las canciones eran todas iguales, y no tan buenas, con guitarrazos, tamborazos y hasta groserías. En la tocada, la única que no contaba con un apoyo amistoso evidente era Lucre, pues sus dos únicos amigos estaban ahí arriba con ella, y yo no gritaba, ni contaba.

Este hoyo funky no tenía licencia ni instalaciones de seguridad, ni buena acústica, ni familiares, ni amigos, ni una puerta para cerrar y olvidarse de los asistentes, que inquisitivos fumaban Delicados o mota, y bebían cerveza Tecate en lata, mientras esperaban a su banda, y a quienes la música punk de esos tres recién bañados no les representaba nada, por energética que fuera ni por las veces que Lucrecia dijera la palabra mierda en cada canción. Muy poca gente conocía lo punk, y ese día de 1979 nadie quería escuchar nada más que al Trisol. Era claro que estos musiquillos no eran del barrio: eran burgueses perfumados y disfrazados con ropa rota de mezclilla y parches o pintas de bandas desconocidas. Nadie se tragaba el cuento de los gritos ni los guitarrazos ni la música acelerada. Después de la emoción por tocar profesionalmente, Lucre miraba a ratos a sus amigos para ver qué tan conectados estaban todos entre sí ante la poca respuesta, las risas burlonas o hasta algunos abucheos. Juan José no cabía en sí mismo por estar tocando en un lugar público, por jodido que fuera, después de todo, eso era parte de lo punk, y mientras más jodido, mejor. Él mismo había dicho que cualquier comienzo sería parte importante del anecdotario: La banda mexicana que terminó tocando en Nueva York y en Londres inició en el Salón Revolución, ahí por el metro Balderas. Cuando JJ, como le decían, llegaba a abrir los ojos, su mirada era distinta a la de todos los días. Era como si estuviera naciendo. Pastor, por su parte, estaba ebrio, y le daba igual lo que pasara ahí, en otro lado o en el ensayo. Y Lucre sólo quería cantar, gritar, brincar, insultar, escupir y, seguro, azotar su guitarra otra vez al final de la presentación, así que no había más que seguir tocando. En el garaje la azotó dejando espantados a los once que quedaban y dejando también una marca más bien profunda en la pared que el papá de JJ lo obligó a tapar esa misma tarde.

Acá en la tocada, comenzaban con su tercera canción, pero entre el público ya se sentía cierta impaciencia, combinada con curiosidad y admiración por la resistencia de esta chava que se mantenía con valentía al frente en el escenario, algo nuevo para casi todos, sólo alguien hasta atrás mencionó antes de que empezaran a tocar que una Norma Valdez había estado ahí mismo, pero a ella seguro le había ido mejor. Otro motivo de intriga para esta gente era que la cantante-guitarrista de cuando en cuando les escupía, lo que los tenía atentos para evitar ser mojados, como en el zoológico de Chapultepec para evitar ser bañados por los escupitajos de Johnny, el orangután. Pudieron haber puesto en el boleto de la tocada NO DEJEN DE VER LA BOCA DE LUCRECIA, tal como se advertía de la pelota en los boletos de béisbol cuando iba al estadio con mi papá.

En la primera de sus rolas cambiaron la estructura, la alargaron, no sabían cómo terminarla y Juan José se clavó tanto tocando la batería que cerró los ojos y se viajó, pero a los tres les gustó lo que ocurrió ahí, y Pastor sólo los seguía, sabiendo cómo iba el círculo melódico; Lucre hacía variaciones en el barrido de las notas, pero respetaba la melodía. Cuando se dio cuenta de que la canción estaba durando el doble de la original, marcó el final con un salto y con un último rasguido de cuerdas, pero Juan José se siguió un compás completo más. No se oyó bien. Para la segunda nuevamente se alargaron y JJ agarró un trance mirando hacia el piso, donde Lucre se tuvo que recostar para gritarle desde ahí y encontrarle un final inventado a la canción. Los hombres lo interpretaron como una provocación sensual de Lucre y comenzaron a silbarle y a gritarle piropos obscenos. Pastor, junto con su borrachera, le tendió las manos para pararse, ella se dejó ayudar, luego se soltó y con un gesto le indicó que estaba bien.

El sitio tenía las paredes pintadas de negro y algunas zonas recubiertas con cartón que hacía las veces de tapiz y aislante de ruido. En algunas partes el cartón estaba levantado, dejando ver el blanco yeso, que en realidad era amarillento, lo que podía verse si se llegaba al lugar con las luces aún encendidas o de día. La tarima del escenario consistía en unos tablones puestos sobre unos grandes envases de galón de gasolina que lo hacían quedar medio metro arriba de la gente. Para los toqui­nes la intensidad de la luz era baja, y esto hacía que los tres músicos vestidos de oscuro y mezclilla lucieran bien, pero eso era lo de menos.

Ya en la tercera canción, Lucre estaba malhumorada. No notaba la intriga que provocaba. Además, algunas de las chavas paradas hasta adelante habían comenzado a gritarle “pinche fresa”, “encuérate si tan rockera”. Juan José miraba a Lucre y le arqueaba las cejas apretando la boca, con resignación, pero Lucre lo miraba ahí, sentado muy cómodo detrás de sus tambores. Para el final de esta canción ahora sí hicieron contacto visual ellos dos, pero esta vez el que se siguió fue Pastor, que disimuló el error con un solo de bajo que acabó a lo John Paul Jones, o sea, desentonando en el contexto y haciendo evidente su ebriedad.

Lucre acercó el micrófono a JJ.

—Anuncia tú, es la última —JJ se dio cuenta de que Lucrecia quería que la cosa terminara.

—Gracias a todos por los gritos y los aplausos. Nosotros somos Los Despiadados.

—¡APIÁDENSE Y VÁYANSE! —gritó desde atrás el que mencionó a Norma Valdez, y varios alrededor se rieron.

—Y esto último que vamos a tocar se llama “Me lleva la chingada”.

—¡A NOSOTROS TAMBIÉN! —gritó el mismo elemento para beneplácito de sus cercanos.

—¡NO SE VAYAN! —gritó alguien más desde el lado opuesto del público—. ¡QUÉDENSE A OÍR MÚSICA!

Lucrecia sabía que aquello ya se iba a acabar. Seguro tendrían que hacer ajustes a varias cosas, entre las que estaría no volver a tocar en el sitio ese. Lucre subió el volumen al amplificador de su guitarra, “Me lleva la chingada” comenzó con un estruendo que tomó por sorpresa a todos, incluso a sus dos amigos. El ritmo de esta última rola era vertiginoso, Lucre había pedido que cerraran con esta canción para dejar a todos nerviosos, y a ella le estaba sirviendo de desa­hogo.

Sabes lo que hiciste

Sabes que me duele

Cómo me dejaste

Y por eso estoy que

Me lleva la chingada

Y tú quieres más

Pero por ti vendrá

Y a ti te llevará

Sin prisa y sin aviso.

Lucre miraba a todos los asistentes ahora que cantaba. Se sentía realmente bien de gritar esto, su voz le daba más de lo que ella misma esperaba. Pastor subió su volumen porque no oía su bajo y para estar a la altura de la nueva energía de Lucrecia. La gente comenzó a contagiarse de la fuerza que provenía del escenario, algunos empezaron a bailar, a brincar, a dejarse llevar, alguien lanzó cerveza a la banda y ellos lo tomaron como un cumplido que les inyectó más. La gente comenzaba a sentir de qué se trataba eso. JJ, Lucre y Pastor hubieran querido tener más canciones, se veía ahora en sus movimientos sutiles pero armonizados, en su música y en sus espíritus ensamblados. Un largo y áspero grito de Lucre emparejado a placer con su guitarra de cinco cuerdas fue el empujón final para quienes tenían vergüenza de moverse ante lo que hacían esos tres raros. Esta última canción seguro también se alargaría como las anteriores, pero el nuevo vínculo entre los tres músicos y con su público hacía la diferencia. Lucrecia comenzaba a ver el momento de azotar su guitarra contra el piso y levantar más la pintura negra de la pared, pero antes soltó un escupitajo más que asestó justo en la cara de un solitario brincador que tenía en su chamarra un parche de los Beatles, otro de Three Souls in My Mind y el obligado de los Rolling Stones. El rockero, sorprendido y asqueado, escupió de regreso a Lucre, quien agradeció el gesto dedicándole una larga nota, pero ahora él lo tomó como una burla y sacrificó el último trago de su Tecate para lanzarle la lata a esa loca que lo hacía quedar en ridículo total. La lata se estrelló contra la ceja de Lucrecia y rebotó hacia los pies de Pastor, que la pateó con fuerza y regresó con tino total a la boca de su propietario, pero ya sólo con unas pocas gotas de cerveza. El tipo se enardeció y varios más que se sintieron afectados respondieron con solidaridad. El primero en detener la música fue JJ, quien, viendo la trifulca como el salvavidas ve la gran ola nacer, quiso aprovechar su conveniente estatura para simplemente mostrar las palmas en señal de paz, pero Pastor ya se peleaba contra dos, lo que a Lucre le pareció injusto y entonces golpeó a uno de ellos en la cara. Sin importar los géneros, los sexuales, no los musicales, el escupido original se lanzó directamente contra Lucre, y antes de que nadie pudiera reaccionar con el heroísmo necesario, una chica salió de la nada para cubrirla y llevársela hacia atrás del escenario, donde afortunadamente estaba un pasillo hacia la accidental salida de emergencia, que también era la entrada al lugar. La chica había estado hasta atrás antes de que comenzaran a tocar, pero después, sin poder apartar su atención de Lucrecia, se fue acercando al escenario, perdiéndose entre la gente que fue llegando más tarde.

*Fragmento de la novela New wave. En busca de la memoria, de Horacio Garduño (Alfaguara Juvenil, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.