José Campillo García
Apenas iniciado el presente año, se llevó a cabo un coloquio en el ITAM sobre derecho y salud. En él se debatieron las grandes disparidades e inequidades del Sistema de Salud, fragmentado en diversas instituciones prestadoras del servicio. En esa ocasión se le preguntó al presidente de la SCJN, Luis María Aguilar, qué se podría hacer para corregir tan injusta situación. Su respuesta fue: “Acudamos a las urnas y, mediante el voto, induzcamos el cambio”. En teoría la respuesta tenía sentido; en la práctica, no encontré la manera —con el modestísimo recurso que significa un solo voto— de inducir un cambio entre tantas inequidades prevalecientes. En una democracia representativa en la que se supone vivimos, la pregunta del ciudadano común —mi pregunta— es: ¿quién me representa?, ¿a quién debo entregar mi voto?
En la contienda electoral que fue, los partidos políticos trocaron —si alguna vez la tuvieron— su pureza ideológica, por el pragmatismo electorero. Los 23 millones de spots se convirtieron en un mazacote de ideas, haciendo más insulsos los de por sí vanos mensajes cortos. En el surrealismo mexicano, el pensamiento marxista (el de Groucho, claro) se hizo realidad el disparate: “Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo otros”. Así se fueron (y se siguen) dando las alianzas políticas y los frenéticos chapulinazos, juanitos, manuelitas, sin lógica de afinidades ideológicas o programáticas, lo que nos lleva a concluir que nuestros representantes políticos no se han comprometido con nada ni con nadie: se representan a sí mismos y a sus clientelas particulares.
En esta obscura mezcla de identidades ideológicas y programáticas de los partidos políticos (identidades que son, ni más ni menos, la amalgama que une a ciudadanos en organizaciones políticas para promover valores compartidos), uno de los riesgos que se corre en la tarea de gobernar, incluyendo la legislativa, es que el partido desplace al individuo y lo convierta en moneda de cambio para obtener un tramo de poder, o el poder total. Hay que recordar la máxima de los partidos hegemónicos (Alemania, Francia e Italia durante la Segunda Guerra Mundial, China, Cuba, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua): “El individuo es un número dentro del partido; fuera de él es nadie. El partido lo es todo”.
La democracia mexicana y los partidos que la “administran”, de tiempo atrás han practicado este corporativismo dentro del Poder Legislativo, aunque de manera más velada y cuidando de las formas. En el Poder Ejecutivo, obvia decir, esta práctica también “goza de cabal salud”. El IMSS es un claro ejemplo, y a ello me referiré.
La cobertura del IMSS es hoy de casi 30 millones de mexicanos, y 63.5 millones de beneficiarios, con un presupuesto que ronda los 254 mil millones de pesos. La cuestión es si la gobernanza del IMSS vincula la conciliación de intereses con la protección del derecho a la salud (M. A. Gonzáez Block, Este País, sept. 2018). La estructura corporativista del IMSS está lejos de ofrecer una vía de comunicación y conciliación de los intereses de la mayor parte de sus beneficiarios. Veamos por qué:
La Asamblea del IMSS es la autoridad máxima del Instituto, pero delega sus responsabilidades en el Consejo Técnico, integrado este de manera tripartita: gobierno, organizaciones patronales y obreras. Dicho consejo es gestionado por la Secretaría General del IMSS a cargo de un representante de la CTM; por cierto, su penúltimo representante ocupó el cargo hasta su fallecimiento a la edad de 96 años (M. A. González Block, et al.). La representación obrera la integran la CTM, la CROM, la CROC y SNTMMSRM (sindicato minero). Un primer rasgo curioso en la conformación del Consejo es que todos los miembros han sido hombres, aun cuando las mujeres constituyen 36.6 por ciento de los asegurados.
Lo que más sorprende —y este es el punto central de estas líneas— es que el derechohabiente o beneficiario del IMSS, en su inmensa mayoría, no tiene quién lo represente o haga oír su voz en el órgano operador supremo del Instituto, pues solo 3.1 por ciento de los asegurados están afiliados a los sindicatos que gobiernan el IMSS y 6.9 por ciento a cualquier sindicato. Esto es, 93.1 por ciento de los afiliados no cuentan con un intérprete formal y comprometido con las necesidades y carencias en salud de más de 63 millones de mexicanos (de los 52 millones de afiliados al Seguro Popular mejor ni hablamos). Lo anterior pudiera no tener importancia si este cuerpo colegiado fuera cercano y preocupado por la calidad de los servicios y las enfermedades más apremiantes. Pero, no. Resulta que, de una revisión de más de 8,500 Acuerdos, de 2000 a 2017, “el Consejo Técnico consideró únicamente 62 acuerdos —0.74 por ciento del total— referidos a problemas específicos de salud, todos relacionados con la aprobación de compras o donativos. La mitad de dichos acuerdos se enfocaron a enfermedades crónicas, a la contratación externa de servicios de hemodiálisis y al equipamiento del programa de trasplante de órganos. Solo tres acuerdos se enfocaron en diabetes para autorizar la donación de proyectos de innovación” (González Block).
No pretendo, por cierto y finalmente, desacreditar el formidable papel que ha jugado el IMSS en la conformación del México moderno. Yo mismo fui parte de su Consejo Técnico por algunos años y mi señor padre lo fue por más de dos décadas (en la casa familiar se respiraba la tinta de las gruesas carpetas llevadas para estudio). Lo que sí deseo con este caso, es exaltar la imperiosa necesidad de que nuestros gobernantes incorporen la voz del ciudadano, de ese que está en la fila de la ventanilla, del que espera el surtimiento de sus medicinas, del que implora servicios de calidad. Que los hagan partícipes de sus decisiones, y, con inteligencia, actúen en consecuencia. El cogobierno con el ciudadano no corporativizado no es añejo socialismo. Es democracia, es justicia, es demanda ciudadana.
Exsubsecretario de Salud federal y presidente ejecutivo de FUNSALUD