Explica Robert Graves que la memoria representa el principal detonador lírico. Por supuesto que ello parte de la turbulencia o la placidez de las vivencias. De manera que Mnemósine —o Mnemosine—, como dicen algunos, es la madre de las Musas. La memoria, dice Rosa Montero, “es traidora, débil, mentirosa. Sobre todo la memoria visual, que se desintegra como una tela podrida a poco que la uses”. No obstante, forjadora de la identidad, la memoria nos permite recuperar esos vacíos, esos tramos de la existencia que en unos instantes cobran realidad y se erigen en la imagen que, de otra forma, se desvanecería.

Sin memoria —explica Borges— nos condenamos al vacío, a la vacuidad. Y la individualidad —siempre viva, cambiante, que aspira a vivir siempre, según Unamuno— se aferra a la vida para alimentarse de otras individualidades y darse a ellas en alimento. De ahí las reminiscencias, el registro o testimonio emotivo de un tiempo existencial, de una época acaso distante, pero que vale la pena restaurar, como esa vajilla heredada y que de ninguna manera debe arrojarse a la basura pese a estar fragmentada.

Es evidente que nada ocurre al azar. La cuna y el alimento generan vocación y destino. Así ha ocurrido siempre; aunque en su momento no se perciba. El ser humano, el individuo sensible, jamás se forja en un territorio inadecuado. Por eso el origen, la tierra misma, se vuelve la harina y el horno donde se forjan personalidades y temperamentos, linajes y conductas, historias y expresiones.

Resarcir la experiencia, recogiendo la realidad de la sensación y de la fantasía oculta bajo la superficie de ideas convencionales, reconstruyendo, con ese material, vivo pero indefinido, nuevas y mejores estructuras, más ricas y mejor ajustadas a nuestra naturaleza “y más verdaderas con respecto a las posibilidades últimas del alma”, he ahí la función de la poesía, según George Santayana. El Poema expresa reminiscencias emocionales a través de la Palabra, develando lo que a los ojos profanos puede parecer oscuro e impenetrable: las palabras como entidades sonoras, como símbolos y recuerdos compartidos.

Creación verbal por excelencia, la Poesía tiene varios registros, diversas vertientes y expresiones, pero por sobre todas las cosas corresponde a la memoria anticipada, una evocación de alegría; significa la dicha evidente de respirar. La imagen poética tiene, en cierta forma, una doble función: por un lado, se enriquece con un onirismo nuevo y por el otro ofrece otra significación lúdica. Ahí reside, justamente, lo que se denomina originalidad. Estado de ánimo profundo, imagen develadora que condensa la conducta cotidiana para entrar en el ámbito de la Revelación, el Poema constituye un pensamiento emocional, vivencia exaltada y cántico significado que asume un valor, una categoría universal. La manera de acercarse a lo que podría determinarse en tanto experiencia o revelación poética asume tres ámbitos o aspectos: la vertiente filosófica, el aspecto mítico y la circunstancia lingüística. En cada verso, agregaría, persiste una intención emocional, un sentido vectorial; la métrica se determina por esto, justamente: para elogiar o denostar hay una medida rítmica.

Raíz en la memoria, de Yanira García, Premio Efrén Rebolledo 2017, revela que todo acontecimiento está regido por circunstancias y se recupera por los recuerdos eslabonando una historia única a manera de organismo vivo, para forjar el hálito de una época, como hecho demostrativo que la vida no basta si no se recupera a través del espíritu y la letra. Por supuesto que lo anterior no ocurriría si no existiera una conciencia sensible, una expresión que potencialice esta experiencia. Por ende, poeta es un ser humano sabio, en el más exacto de los sentidos. No es aquel que suma libros, aquel que tiene un acervo de lecturas academizantes y según esta apreciación logra un léxico lírico, basado en la tradición, en esa lengua literaria en tanto revelación del Poeta. Esto nos permite evocar y consagrar aquellas fases de nuestra experiencia que están en riesgo de ser olvidadas.

Tres instancias conforman este volumen: “Percusión exacta”, “Pasos verticales” y “Luminosidad de arena”. Tres momentos precedidos por un poema umbral donde eslabona los instantes que harán de esta vivencia un sendero, una trayectoria que mueve y conmueve al lector y donde el relampagueo de la memoria, reitero, se articula como un elemento perturbador. La autora se atreve a revelar momentos vitales, significativos, como una epifanía: “El ritmo es un fantasma que toma el pulso/ del espasmo” (p. 22), “El cuervo es grito que turba la diafanidad” (p. 39). Como poeta, Yanira García conoce el origen de las cosas. O las presiente. Por lo mismo, se planta ante el mundo, lo contempla y canta de manera contundente, reveladora: “Entonces saqué al silencio de mi boca y me senté a escuchar” (p. 41). Voluntad estética y originalidad expresiva son fundamentales como acto constitutivo de valor. Lo apolíneo frente a lo dionisíaco.

La imagen emotiva, con una finalidad expresa y estructural, frente a la hermosura como un juego libre, acaso irracional. Pero también lo sublime, como sentimiento de belleza profunda, acompañado de una sensación de estremecimiento y que infunde respeto: lo bello, engendra amor. Y Yanira García lo sabe a profundidad. Por eso en “Luminosidad de arena”, un canto de largo aliento, la autora emprende la travesía lírica, conmovedora, por ese territorio donde las palabras y las frases se transforman en una única raigambre memoriosa. En esta busca de huellas y de tiempos, la fortaleza espiritual de la autora alcanza una expresión apesadumbrada, reflexiva. El mutismo, el amor invocado desde el origen, desde las bocas no saciadas, hace que el corazón resuene, tiemble hasta incendiarse.

La voz de la autora evoca saguaros, dunas, espinas, tormentas de arena, el espacio y las sílabas marchitas que invoca la memoria, sabe que el ayer es ficción, recuerdo simulado, quebranto para “observar las flamas que los días/consumen” (p. 58). Los colores bordan los muros de los cerros. Asombro a plenitud: “Se acaba de formar un universo —pensé—/ y mi eco repercutió hasta esta noche” (p. 65). De manera que el canto, a dos voces, se vuelve una piedra sensible en un paraje de saliva amarga que se enciende o se enfría. El “ojo omnipresente” —la otra voz—, profetiza el futuro, advierte los abismos que destrozan la visión y arrojan al despeñadero a las palabras. También augura el ayer —“el pretérito absoluto en la mirada” (p. 59) y la muerte como “un pasado constante”. El presente, concebido como “el equilibrio justo” sin ayer ni mañana, vaticina el día de hoy y se apoya en el pensamiento, en las letras que expresan el canto.

Por lo mismo, consagrado al cántico, el silencio crece y se encamina hacia su forma: la palabra asciende, se torna transparente. Y a través de los que algunos llaman “prosa poética” o “poema en prosa” —Cortázar utilizó el nombre de “prosema”— y que de manera particular preciso como “verso corrido”, puesto que se apoya en la sonoridad silábica, en la combinación equilibrada de silencio armónicos, evoca tiempos, espacios, circunstancias; momento de su travesía personal, de su éxodo casi bíblico: “Hoy digo que conocí el desierto/ y lo primero que acude a la mirada es una serpiente/ que rompe la claridad del verano/ con su piel deslumbrante./ Y yo inmóvil, sin temor,/ calculando simplemente lo recóndito/ de la belleza que custodia siempre/ el veneno en sus entrañas”. (pp. 55-56)

En otras instancias me ocuparía del símbolo de la serpiente en tanto conocimiento. O como expresión de la misma Diosa madre de la cual Yanira García es fiel servidora en virtud de que lo aquí manifestado precisa que “la hondura tiene su esencia propia y una voz de temblor sacude el desarraigo…”. Raíz de la memoria revela la voz actual de la autora —voz de arena traspasada, hecha polvo, con sabor a desierto, expresa al final del libro— y constituye una obra luminosa, intensa, que genera un nítido universo lírico.

Yanira García, Raíz en la memoria. Premio Efrén Rebolledo 2017 (Secretaría de Cultura, Pachuca, Hidalgo, 2018; 66 pp).