El proceso de lo que en un principio se consideró conflicto estudiantil culminó, la noche del miércoles de la semana anterior, en el más impresionante, absurdo y sangriento naufragio de los esfuerzos del pueblo mexicano por normar la vida de nuestra nación por los principios de la democracia, de la civilizada convivencia y del respeto a las disposiciones de las leyes que supo darse a sí mismo ese pueblo en la prolongada lucha de la integración nacional.

Es imposible concretar, en estas páginas que aspiran al juicio sereno y al análisis de los problemas que se suscitan en nuestra vida pública, los detalles macabros, increíbles de esa noche de horror de Tlatelolco. Una cifra no precisada de muertos que muy probablemente rebasa el centenar, miles de prisioneros y un agravio hondo, doloroso, que todos los mexicanos sufrimos ante la patética demostración del absurdo y desconcertante naufragio de los ideales de más noble mexicanidad, es el saldo que la historia recogerá y que a todos no sólo nos enluta, sino que debe avergonzarnos.

En el proceso de esta conmoción iniciada a fines de julio se acumularon inverosímiles errores tanto desde el sector directivo de la inconformidad estudiantil como de las autoridades gubernamentales. Cada vez que el conflicto mostraba una orientación hacia el razonamiento y el repudio de los excesos en la rebeldía y en la represión, triunfaban intempestiva, inexplicablemente los apóstoles de la violencia, de la represión desorbitada, interesados en ensanchar y ahondar el abismo de incomprensión, de intolerancia y rencor que separaba a las partes en pugna. Esos apóstoles de la violencia tuvieron, al fin, su macabro triunfo en esa noche negra de Tlatelolco.

Es razonable suponer que esos factores que fomentaron el rencor no son mexicanos. Desde la autoridad moral que le otorga una vida entera dedicada a servir los mejores intereses de su pueblo, Lázaro Cárdenas, al condenar la violencia como camino de solución de las diferencias entre inconformes y autoridades, advirtió la condenable intromisión de agentes extranjeros que hoy en México, como tantas otras veces en diversas partes del mundo, pero sobre todo en nuestra América, se infiltran simultáneamente entre rebeldes y funcionarios gubernamentales para atizar hogueras y hacer fracasar a quienes se proponen extinguirlas con el fin de que nuestros países no encuentren otro remedio a sus males que la protección –la sumisión sería lo propio- al gobierno de la potencia continental. Ante ese peligro real, qué pequeñas parecen nuestras diferencias y qué injustificado sostenerlas, agigantadas por la pasión y por el rencor, hasta el drama inerrable de Tlatelolco o a la ruptura definitiva de nuestro régimen constitucional, para sumir al país en la anarquía o en una dictadura como parece preferirlo Washington en nuestra desventurada América. No excluimos, no podemos serenamente excluirlas, las intromisiones que a río revuelto pudieran tener todos los grupos de una izquierda extremista que se devora y se anula entre sí y qué, con sus canibalismos y delirios sólo puede configurar la anarquía.

Traicionaremos nuestro deber fundamental, como ciudadanos mexicanos y como periodistas, si en estas horas de luto, sí, pero también de meditación y de autocrítica, dedicamos nuestro oficio a la tarea de “cazar brujas” en interesado reparto de responsabilidades, cuando la nación está herida tan gravemente y lo urgente, lo insoslayable y lo que no podemos postergar es la búsqueda y la ampliación de los remedios. Y esos remedios están en contribuir a la extinción de la hoguera, a vaciar las cárceles de prisioneros, a devolver las tropas a sus cuarteles y a esperar que las pasiones se aquieten, el dolor y la rabia decrezcan, ante la advertencia obvia de que en el fomento de nuestras propias razones y el desprecio o el odio hacia las de los demás estamos sirviendo a intereses no mexicanos y contribuimos a la mutilación de nuestra soberanía, a la sumisión de nuestra convivencia nacional al interés imperial que es nuestro incómodo, peligroso vecino.

La razón de México debe hoy –sin falsos ni desvirtuados patriotismos-, no servir para fortalecer a un grupo y anular al otro; no debe ser escudo partidista para justificar el injustificable exceso de autoridad ni acrecentar resentimientos o alentar propósitos revanchistas. Esa razón suprema de México aconseja hoy serenidad, retorno a la cordura y al juego de razonamientos entre mexicanos, distanciados y mutuamente resentidos hoy, pero que no olvidan su aliento inmodificable de mexicanidad. El propio Consejo de Huelga, al suspender mítines y manifestaciones, parece, al fin, entenderlo así.

Que todos olvidemos nuestras diferencias, escondamos nuestra luto y atendamos a ese requerimiento de la conciencia de nuestra nacionalidad.

*Texto publicado el 16 de octubre de 1968, en la revista Siempre! Número 799.