Francisco José Cruz y González

La elección del exmilitar Jair Bolsonaro —fascista, racista, misógino, homófobo, admirador de la dictadura militar brasileña— como presidente de Brasil ha sido destacada y comentada en los medios de los países más importantes del mundo, The New York Times, The Guardian, Der Spiegel,  Deutsche Welle y El País, por ejemplo; en los de América Latina, por supuesto; y en las redes sociales, las preferidas, por cierto, del exmilitar para hacer campaña.

Es motivo de tal visibilidad la importancia y peso internacionales del país sudamericano, cuyo nuevo presidente tiene una historia y personalidad conflictivas y ha soltado una cauda de declaraciones, unas insolentes y otras sobre sus ideas y proyectos de gobierno que provocan alarma y graves críticas.

Inquieta particularmente en Latinoamérica la filiación ultraderechista del personaje y su admiración a la dictadura militar —él es militar, jubilado, como también lo es su vicepresidente, Hamilton Mourao, general retirado, quien construyó su carrera política con amenazas de golpe de Estado, comentarios racistas y alabanzas a la tortura—. Preocupa igualmente que el brasileño se identifique con el presidente estadounidense, incluso trató de venderse como un Trump tropical.

Émulo de éste, Bolsonaro ha estigmatizado a sus adversarios políticos, en una sucia campaña, plagada de noticias falsas (fake news) tan absurdas como la de que Fernando Haddad, el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) que contendió con él en la segunda vuelta de los comicios, escribió un libro defendiendo el incesto y se proponía legalizar la pedofilia; y noticias falsas igualmente pero que electores poco informados podrían creer, asegurando que Haddad instauraría un régimen como el venezolano (Bolsonaro, por cierto, hace unos años vertió elogios a Chávez, cuya “filosofía —dijo— ojalá llegara a Brasil”). Dijo además de sus opositores del PT, a los que llamó “marginales rojos”, que serían expulsados del país; y probablemente inventó, también para llamarlos, el término petralha, que mezcla la palabra “petista”, militante del PT con “canalla”, canalha en portugués.

Bolsonaro en su carrera como militar destaco por su trato agresivo hacia sus compañeros —dijo de él alguno de sus jefes, que carecía de lógica, racionalidad y equilibrio cuando tenía que presentar argumentos—; y, al igual que el inquilino de la Casa Blanca, el brasileño, durante su prolongada, aunque gris, trayectoria en la política, no ha cesado de ofender a los “indios hediondos, no educados y no hablantes de nuestra lengua, que poseen 12 por ciento de las tierras brasileñas”, y a “haitianos, senegaleses, bolivianos y todo lo que es escoria del mundo que, ahora, está llegando… los sirios también”; y “los quilomboias (habitantes de los quilombos, asentamientos donde viven algunos descendientes de esclavos), que no sirven ni siquiera para procrear”.

Se han comentado, con amplitud sus expresiones misóginas y homofóbicas, que desprecian e insultan: hablando de sus hijos, cuatro varones y una mujer, dijo que engendrar a esta fue una debilidad de sus capacidades —algo tan ofensivo como los comentarios obscenos de Trump sobre su hija Ivanka—. Respecto a la homofobia, Bolsonaro manifestó que sería incapaz de amar a un hijo homosexual, “prefiero que muera en un accidente a que aparezca con un hombre con bigote. De todos modos, para mí estaría muerto”.

Las ofensas: burlas, injurias, calumnias a diestra y siniestra, y especialmente a la oposición, aunadas al desgaste del PT gobernante y al protagonismo, a veces abusivo, de Lula; a la escandalosa corrupción que alcanzó a todo el estamento político, incluso al propio Lula —aunque hay controversia sobre su culpabilidad o inocencia—; y a la crisis económica mundial desde 2008, junto a errores domésticos en el manejo de la economía, que golpeó gravemente a Brasil, agravaron la polarización social. Propiciaron la aparición de Bolsonaro, una suerte de cruzado feroz contra la corrupción y el deterioro de la economía, en la que, en efecto, los errores de Dilma Rousseff llevaron el país a una grave depresión, de lo que responsabiliza a los gobiernos del PT, acusándolos también de comunistas —¡muerto hace mucho el comunismo, del que en todo caso sería remedo, light, el régimen venezolano!—. Provocando una verdadera lucha de clases —y de etnias— entre sus partidarios, mayoritariamente blancos y los mulatos, negros —quilomboias o no— y los indios.

La campaña electoral de Bolsonaro estuvo apoyada por empresarios de su entorno, que financiaron agencias tecnológicas que, a través de WhatsApp, inundaron las redes con cientos de miles de noticias falsas. Ha contado también con el apoyo de los evangélicos, cuyas iglesias son poderosísimas en Brasil y crecen exponencialmente en influencia y poder a lo largo de América Latina. Una campaña, repito, de críticas incendiarias a los políticos y a los partidos, con especial énfasis en el PT —Bolsonaro votó en el Congreso a favor de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff y elogió al coronel que la torturó en la época de la dictadura— y en Lula, “Bestia Negra” para el exmilitar y para millones de brasileños, opositores virulentos, fanáticos del exobrero metalúrgico.

Como candidato, el hoy presidente electo presentó a la ciudadanía estos cinco proyectos, que revelan al personaje y producen críticas, cuando no temor: menores límites a la posesión de armas, inmunidad (“licencia para matar”) a los policías cuando, en ejercicio de sus funciones cometen homicidio, prohibición del “adoctrinamiento” (no a la sexualización precoz) en las escuelas, tipificar la ocupación de tierras, predios, inmuebles (el “paracaidismo”, en nuestro léxico coloquial) como terrorismo y no otorgar más concesiones de tierras a indígenas.

Al hablar de los proyectos del mandatario, hay que referirise al artículo de The New York Times, esta semana, titulado ¿Qué está en juego en las elecciones en Brasil? El futuro de la Amazonia —el pulmón verde de la tierra, recuérdese—. Porque Bolsonaro ha declarado que las áreas de protección ambiental, con parques nacionales y “todas esas reservas obstaculizan el desarrollo”; y, en imitación a Trump, amenazó con sacar a Brasil del convenio de París contra el calentamiento global —aunque está matizando esas amenazas.

Más alarmante también —verdaderamente grave— es que Mourao, el vicepresidente electo, haya planteado la posibilidad de un “autogolpe” liderado por Bolsonaro y apoyado por los militares, en caso de “anarquía” generalizada” —whatever it means, signifique lo que signifique—. Un escenario, el de la dictadura militar como opción de gobierno, que es inconcebible —a Dios gracias— en países como México, pero es factible en Brasil, donde el ejército es la institución más respetada del país: tiene una imagen positiva para 56 por ciento de los brasileños, y 43 por ciento apoyaría una intervención militar provisional, según sondeos de 2017, de la Fundación Getulio Vargas y de la Escuela de Derecho de Sao Paulo. Históricamente la democracia en Brasil ha sido frágil: independizado en 1822 como imperio, fue república oligárquica, dictadura de inspiración fascista, democracia, endeble (1945–1964), dictadura militar (1964–1985) y, por fin, democracia hasta el día de hoy. De manera que la aparición de Bolsonaro no es insólita.

La elección del exmilitar produjo un alza discreta en los mercados, y moderado optimismo en el empresariado. También, partiendo de que, como publican diarios sudamericanos, “la única dirección es la derecha”, Bolsonaro recibió la felicitación efusiva del presidente chileno Sebastián Piñera, quien asistirá a la transmisión de mando y recibirá en Santiago al brasileño, en el primer viaje que haga como presidente en funciones. También por la parte del mandatario argentino Mauricio Macri recibió muestras de simpatía, que recibió de manera circunspecta, pero nada más. Vendrán, seguramente otros contactos de presidentes y gobiernos de derecha en la región.

Como era de esperarse, Donald Trump felicitó a este su ferviente seguidor y dijo que ambos acordaron que “Brasil y Estados Unidos trabajen estrechamente en comercio, defensa y todo lo demás”. Porque esta victoria de Bolsonaro es favorable a la influencia de Estados Unidos en América Latina, en un momento crepuscular para la izquierda del continente, con regímenes desprestigiados hoy gobernando.

Ojalá que las relaciones del brasileño y el estadounidense no revivan las “relaciones carnales y abyectas”, según la obsecuente, casi servil, expresión del canciller argentino de Carlos Menem, Guido di Tella, en 1991. Mucho menos, que Bolsonaro exhume los gorilatos latinoamericanos de derecha, sostenidos por Washington durante casi 75 años del siglo XX.

Embajador.