México ya tiene nuevo presidente de la república. Se trata de un político atípico cuyo perfil responde al de un hombre a quien no le gusta estar sometido a leyes e instituciones. Ha dicho que llega al poder para encabezar lo que ha llamado la cuarta transformación. Es decir, para desmantelar y destruir los restos de un sistema corrupto y anticuado.

En esa demolición está incluido todo. No importa de qué o de quién se trate. El lenguaje y las formas violentas utilizados por los legisladores de Morena a la hora de presentar y aprobar iniciativas indican que la orden es… arrasar.

La transición —los más de doscientos días en que se tomó de facto el gobierno— sirvió para confirmar que el cambio de régimen va a consistir en la concentración y centralización del poder. Se trata de mandar y de mandar absolutamente.

Las primeras iniciativas impuestas y aprobadas por Morena en el Congreso —a gran velocidad— son indicios de la nueva arquitectura presidencialista. Un diseño pensado, calculado, para que los brazos del presidente puedan llegar a los rincones más remotos de la república. Para que tenga una presencia omnímoda.

Los llamados “superdelegados” serán ojos, oídos y control político del Ejecutivo federal. Se trata de una figura que rompe con uno de los pilares fundamentales de la democracia constitucional: el pacto federal.

El gobernador electo de Jalisco, Enrique Alfaro, en un pronunciamiento inédito —que puede convertirlo en líder de un gran movimiento federalista y cabeza de una “tercera vía”— denunció el uso del “mayoriteo legislativo”, por parte de Morena, para atentar contra la autonomía y dignidad de estados y municipios.

En este escenario de centralización y concentración del poder en una sola persona, ¿qué papel va a jugar la Suprema Corte de Justicia de la Nación? La pregunta es relevante cuando un estilo autoritario de gobierno y el secuestro en que un solo partido tiene las cámaras federales y 17 de los congresos locales ponen en riesgo la división de poderes.

Si bien los mercados financieros han venido ejerciendo un papel de contención frente a ocurrencias intervencionistas de los senadores de Morena, se requiere de un poder constitucional que tenga el valor y la autonomía suficientes para impedir el atropello de la norma jurídica. Y el único contrapeso que puede salvar el país de la instauración de un régimen totalitario es la Corte.

Por eso, a partir del 1 de diciembre, va a ser tan relevante cuidar y vigilar su autonomía. Si la Corte y sus ministros sucumben ante las posibles presiones y amenazas del Poder Ejecutivo, podemos dar por muerta la democracia.

Dentro de este contexto, el Senado elegirá a quienes van a sustituir a los ministros José Ramón Cossío y Margarita Beatriz Luna Ramos. Ambos dejarán el cargo, dentro de poco, por motivos de jubilación. Los nombres que se mencionan para el relevo hablan más de querer una Corte débil, disciplinada y sometida, que soberana.

Si esto llega a ser así, si como en el Perú de Alberto Fujimori o en la Venezuela de Nicolás Maduro el Poder Judicial es intervenido, controlado, puesto a disposición del Poder Ejecutivo, entonces podemos ir abriendo la puerta a la barbarie.

¿Hasta dónde la Corte, quienes la integran y pueden llegar a formar parte de ella están conscientes del papel histórico que tendrán?

Muerte o vida a la democracia, a las libertades, a la división de poderes, al pacto federal, a los principios constitucionales. En suma, traición o lealtad a la nación. Esa será la sentencia más importante que tendrá que dar, en el futuro, la Corte.