Las elecciones intermedias en la Unión Americana reflejan, en principio, buenas noticias. Se realizó una copiosa votación en un clima de tranquilidad que permitió un desarrollo pacífico y democrático.

Los resultados reflejan un mayor equilibrio del poder al haber obtenido el Partido Demócrata la mayoría en la Cámara de Representantes, mientras los Republicanos conservaron un número importante de gubernaturas y una mayoría –un poco más amplia— en el Senado.

Detrás de este escenario existió una polarización brutal generada por el odio racial que no ha cesado en el pensamiento atávico de los supremacistas blancos, que recuerdan la Guerra de Secesión, venerando la bandera de la Confederación y muchos otros quemando cruces ardientes en la hoguera del fanatismo, que propició el Ku klux klan; estos ecos racistas perviven en el discurso del Te Party y, desde luego, en la actitud xenofóbica y de odio que ha propiciado el presidente Trump, como una forma de mantener la fuerza del Partido Republicano, que prácticamente ha desaparecido para convertirse en un fuerza política, sumisa y vacilante, sometida al poder del habitante de la Casa Blanca.

Por otra parte, el Partido Demócrata se encuentra anquilosado y esclerótico, sin lideres atractivos para la ciudadanía y encerrado en sus viejas cúpulas de intereses creados; por eso, tuvieron que recurrir al liderazgo del presidente Obama y al llamamiento ya cansado y desgastado de la representante Nancy Pelosi; un partido que no ha podido construir nuevos liderazgos y ha sobrevivido en la contienda electoral gracias a la animadversión que despierta en la mayoría del pueblo americano el presidente Trump, como se demostró en la clara ventaja del voto popular en toda la nación para renovar la totalidad de las 435 curules de la Cámara baja. Sí, los demócratas ganaron una mayoría, pero sin carisma, sin bandera y sin una verdadera convocatoria popular, que mucha falta les va a hacer para la próxima elección presidencial, cuando enfrenten a un Donald Trump convencido de su destino y de su confianza en hacer fuerte a los Estados Unidos –otra vez— sobre la base de la discriminación, la explotación y el desprecio a los pobres en general, y a los inmigrantes en lo particular; Trump, a pesar de sus defectos, será un hueso duro de roer.

Para México, nuestra relación bilateral tiene tres temas fundamentales: migración, seguridad y comercio.

Cuando tome posesión el presidente López Obrador estarán arribando las caravanas de inmigrantes centroamericanos a la frontera con los Estados Unidos, lo que generará –sin la menor duda— un grave conflicto, cuya menor consecuencia sería que ésta ola de desesperación y de pobreza se quede embotellada en los estados del norte y se conviertan en un problema más para el gobierno de la república. No se ve por ningún lado, la posibilidad de una reforma migratoria que permita desfogar este tema que afecta a México y a Centroamérica.

En cuanto a la seguridad, todo indica que la colaboración entre ambos países seguirá realizándose bajo el supuesto de que los Estados Unidos norman nuestras reglas de protección exterior en política migratoria, mientras que el contrabando de armas hacia México seguirá fluyendo a los cárteles del crimen; por su parte, el nuevo gobierno ya anunció que no comprará armamento para el Ejército, la Marina y la policía federal.

El grave tema del comercio –que está detenido con alfileres por los acuerdos para realizar un nuevo Tratado— puede verse afectado con una Cámara de Representantes Demócrata, que hará lo posible por ponerle trabas al presidente Trump y, muy probablemente, una de ellas es complicar la resolución final de este llamado T-MEC.

En resumen, el Imperio se polariza y su crisis nos afecta.