Por Wilberto Cantón*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]n un reciente número de “Cine-revista”, el ingenioso Manuel Barbachano incluyó este diálogo que reproduzco de memoria:

–Usted trabaja en el cine… ¿Es usted actor?

–No.

–¿Es usted argumentista?

–Ni que fuera menso…

El chiste refleja bastante bien la opinión generalizada sobre los argumentistas mexicanos. Salvo la estupidez o el engreimiento de cientos directores o de ciertas “estrellas” que se autosuponen factótums de todo triunfo, se acepta ya como un hecho indiscutible el aforismo que asegura que en la base de cualquier buena película, debe haber una buena historia.

Seguramente un buen argumento, el mejor que se quiera imaginar mal adaptado, mal dirigido, mal fotografiado y mal actuado no producirá sino un churro. Pero ni que reunamos en una sola película a José Revueltas y a Edmundo Báez como adaptadores, a Emilio Fernández, Julio Bracho y Luis Buñuel como directores, Gabriel Figueroa y Alex Phillips como fotógrafos, y María Félix, Arturo de Córdova, Dolores del Río y Pedro Armendáriz como intérpretes, si no disponen de una buena historia como punto de partida, no producirán una buena película.

Con la misma harina puede hacerse buen o mal pan, según el panadero en cuyas manos caiga. Y dos carpinteros de diferente gusto y oficio harán un mueble estupendo o un adefesio con la misma madera. Pero en el principio de todo pan está la harina igual que en el de todo mueble la madera. Para el cine la materia prima es el escritor y de la calidad de su trabajo ha de partirse para realizar películas malas o buenas, “taquilleras” o de selección, comerciales o artísticas.

Del convencimiento en esta verdad nace el desprecio a los escritores cinematográficos. ¿Por qué van dos años que no se entregan Arieles a los argumentistas? Porque son muy malos. ¿Por qué es tan bajo el nivel de nuestro cine? Porque no se dispone de ideas originales. ¿Por qué los productores o los directores tienen que escribir sus propios argumentos? Porque no existen cinematurgos en México.

Esta es una verdad, pero es una verdad a medias (las verdades a medias son más calumniosas que la mentira). Porque escritores preparados, aptos, capaces de hilvanar una historia cinematográfica original y eficaz, los hay y no pocos. Pero los productores de cine no aprecian su trabajo y prefieren refugiarse en dóciles medianías que les arreglan (o plagian) los argumentos del cine extranjero, o los obligan por unos cuantos pesos a escribir el tipo de temas y situaciones de las que los propios productores no quieren alejarse.

Luis Spota quizás no sea un genio literario, pero es un escritor ágil y convincente. Tuvo un notable triunfo como autor con el argumento de “En la palma de tu mano”, y seguramente podría haber producido otras historias de la misma calidad. Pero para profesionalizar sus aptitudes –valga decir, para vender sus argumentos–, ha tenido que escribir historias con mambos y gitanas blancas.

José Revueltas es un gran novelista; pero, ¿cómo demostrar que puede en el cine hacer historias que, dentro de la más depurada técnica cinematográfica, tengan la hondura y calidad de sus obras literarias: “El luto humano”, “Dios en la tierra”, “ Los días terrenales”, si lo que los productores quieren y por lo que le pagan es la reducción a Peralvillo de “La Usurpadora” o la traslación a Tacubaya de “Vidas robadas”?

Por una vez que Raquel Rojas y Luis Alcoriza se dieron gusto escribiendo para Buñuel la historia de “Los olvidados”, ¿cuántas inverosímiles películas de charros han tenido que salir de sus plumas, Cuántas historias hilvanadas sólo pata que determinada rumbera o cantante que es la debilidad del productor luzca sus habilidades aburriendo al publico con un interminable desfile de mediocres números musicales?

Se dirá que los escritores debían negarse, por orgullo profesional, a confeccionar tantas inepcias como los siempre ávidos productores exigen. Pero ello es desconocer, no la flaqueza humana, ya que el escritor cinematográfico no espera enriquecerse –modestos quince mil pesos por argumento, que dan para mal vivir los meses destinados a escribirlo–, ni ganar gloria –¡cuántos vituperios por su nombre en la pantalla, con las letras más pequeñas que es posible!–; es desconocer la situación del escritor en nuestro país.

En los Estados Unidos y más modestamente en cualquier otro de los pueblos alfabetizados del mundo, un escritor que escribe una novela que triunfa o una pieza teatral de éxito, puede considerar que en lo sucesivo vivirá de su oficio literario con bastante decoro. Puede dedicar muchos meses a preparar cada libro y darse el lujo de vivir en una casa de campo o en un país extranjero, hasta donde le llegarán oportunamente los cheques de su editor o de su empresario.

En México se puede haber escrito “El gesticulador”, como Usigli, y tener que ganarse el pan con artículos editoriales en algún diario. O “El Águila y la Serpiente”,  como Martín Luis Guzmán, y no poder abandonar la dirección de un hebdomadario que le absorbe el tiempo que hubiera podido dedicar a la creación literaria. O “Los signos del zodíaco”, como Sergio Magaña, y seguir encadenado a un escritorio de Bellas Artes en donde por cuatrocientos pesos le quitan tiempo y energías que podrían ser mucho más fecundas para México se las entregara a su tarea de escritor.

En estas precarias condiciones, el cine, al igual que el radio y la televisión, es una puerta abierta hacia la liberación, ya que no hacia la holgura económica. El escritor que entra por ella, si bien no halla la satisfacción del creador que goza al crear, al menos no tiene la angustia de la comida de mañana, de los zapatos de los hijos o del reloj checador de la oficina.

Y entonces acepta, claudica y utiliza su oficio para impresionar con trucos cómicos o dramáticos, para que Libertad Lamarque haga llorar a centenas de millares de espectadores, para que Pedro Infante cante y se las dé de muy buen gallo, para que Ninón Sevilla mueva la cadera con profusión y altas temperaturas, para que Tin Tan haga payasadas de dudoso gusto pero de seguras carcajadas en los cines de circuito.

En un próximo artículo contaré mi paso—afortunadamente breve— por el encrespado mar de productores, directores y estrellas. Pero desde ahora anticipo que, a partir de entonces, veo con respeto profundo a esos ninguneados braceros del celuloide y hasta con admiración a algunos de ellos que puede, después de someterse a semejante tratamiento de vulgaridad y chabacanería, entregar algunas semanas a obras de calidad literaria.

Y confío en que, a pesar de todos los chistes que se les apliquen y todos los Arieles que no se les entreguen, la responsabilidad por la ínfima categoría de casi todas las películas mexicanas la historia habrá de hacerla recaer, no en los argumentistas, sino en los productores imperiosos y comercializados hasta el mambo y el sombrero de charro, en los directores que prefieren imitar a crear, o que se sienten con capacidad para hacerlo todo ellos solos, y en los actores que reclaman un buen papel aunque sea en una mala película, en vez de subordinarse a compartir la gloria de una obra de arte con los demás artistas que intervienen.

*Texto publicado el 1 de septiembre de 1954, en la revista Siempre! Número 62.