Carlos Ornelas

En la década de 1980, el intelectual brasileño José Guillermo Merquior escribió una obra notable: Rousseau y Weber: Dos estudios en la teoría de la legitimidad. Allí comparó las fuentes de inspiración de ambos autores, cómo deseaban que se interpretaran sus conceptos y, en especial, sus implicaciones para el análisis de situaciones concretas.

Los dos significados de legitimidad no son antagónicos; Merquior no los examinó con la idea clásica de la lucha de contrarios, buscaba cuál resultaba apropiado para interpretar o explicar hechos y fenómenos políticos. La teoría contractualista —del contrato social— que postulaba Rousseau y antes Locke descansa en la idea de que el pueblo soberano renuncia a porciones de soberanía para que el Estado proteja sus intereses y organice la vida social. Si los ciudadanos eligen al mandatario, la legitimidad es de origen.

Weber fue más allá. Para él, el gobernante debe refrendar su legitimidad original mediante la acción política consecuente: ejercer el poder (ética de la convicción), sí, pero también entregar resultados a la sociedad que gobierna (ética de la responsabilidad). La vigencia de esta legitimidad descansa en qué tan creíble resulte el mandatario.

El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, tiene la legitimidad de origen; la elección del 1 de julio lo catapultó —y a su partido, Morena— a la cúspide del poder político. Y él quiere refrendar esa legitimidad mediante una actividad constante; comenzó a gobernar mucho antes de cargar la banda presidencial.

Una forma de revalidar esa legitimidad es con ataques al proyecto del gobierno saliente. Ya canceló la construcción del nuevo aeropuerto y tanto él como sus allegados y los líderes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación embisten con rudeza la reforma educativa, no quieren “que le quede ni una coma”.

Con excepción de Oaxaca, el futuro gobierno organizó consultas estatales para erigir un nuevo acuerdo nacional sobre la educación. De ellas, argumentó varias veces Esteban Moctezuma, el secretario de Educación Pública designado, el nuevo plan surgirá de la mano de los maestros.

En esos foros abundaron las diatribas contra los cambios que propulsó el Pacto por México en 2012. Parecía que se emplazaba a confirmar la decisión de “abrogar, derogar o cancelar” la “mal llamada” reforma educativa. No a una discusión imparcial sobre sus haberes y los cambios necesarios. ¡No! Se trataba de tundir con facundia al Servicio Profesional Docente, al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación y a la evaluación “punitiva”.

Me pregunto qué tanta legitimidad pueda construirse con tanta locuacidad contra un cambio institucional —imperfecto e incompleto, de acuerdo— pero que arroja frutos mensurables y palpables.

Diputados de la CNTE, dentro de las filas de Morena ya presentaron tres iniciativas de cambios a la Constitución o las leyes secundarias y el exsecretario general de la sección 22, Azael Santiago Chepi, prepara otra más. Tanta propuesta revela que entre las filas de Morena y la CNTE no hay uniformidad ni sintonía con el equipo de transición.

El futuro presidente, Andrés Manuel López Obrador, en su reunión del lunes 5 con los legisladores de su coalición e integrantes de su equipo de transición mandó un mensaje. Les requirió que dejaran que fuera él quien enterrará la reforma educativa. Dijo que en diciembre enviará la moción al Congreso. En ella, tal vez, ponga acento en los cambios en el Servicio Profesional Docente, desparezca el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación como órgano constitucional autónomo e instituya el Consejo Consultivo de Educación.

Pero a fe mía que mantendrá vigentes los cambios estructurales que promovió el gobierno de Enrique Peña Nieto, que son herramientas finas para el ejercicio del poder. Andrés Manuel ya expresó que mantendrá la centralización del pago de la nómina. Es casi seguro que también salvaguardará el Sistema nacional de información y gestión educativa (la información es poder), y el Sistema de Administración de la Nómina Educativa Federalizada (para controlar el gasto en los estados y ahorrar recursos).

En algún pasaje de su libro, Merquior apuntó que para Weber la legitimidad de origen puede devaluarse si los gobernados descreen en las acciones del gobernante; la ética de la convicción es insuficiente. O si esas acciones resultan perjudiciales para la sociedad; fallas en la ética de la responsabilidad. Si bien la ciudadanía de una nación elige a un jefe de Estado y le otorga la legitimidad de las urnas, esta puede desgastarse si la acción política y gubernativa no satisface las necesidades —o demandas— sociales.

Moraleja: la legitimidad del nuevo plan educativo tendrá que edificarse; no puede basarse nada más en improperios contra la reforma que se va.

Referencia: Merquior, José Guillermo. 1980. Rousseau and Weber: Two Studies in the Theory of Legitimacy. Londres: Routledge and Kegan Paul.

FE DE ERRATAS

En el número 3411, del 28 de octubre de 2018, el artículo de don Carlos Ornelas “Elba hits again” apareció con un error de edición que cambia el sentido de lo originalmente escrito. Se publicó que “no pienso que López Obrador o Gordillo quieran ese paquete…”, cuando debió decir “no pienso que López Obrador o Esteban Moctezuma Barragán quieran ese paquete…”.

Al autor y a los lectores, les ofrecemos disculpas.

La Redacción