Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]H[/su_dropcap]a llegado el momento de dejar de leer a López Obrador entre líneas. Si nos faltaban eufemismos para describirlo hay que echarlos a un lado. Si nos sobraban adjetivos suaves para intentar comprender al político tabasqueño ahora nos damos cuenta que sus ceremonias democráticas, por frágiles que sean, acabarán por definir su presidencia. El desdoble impostado de López Obrador es una farsa que el presidente electo intentará usar como doble fondo. Por un lado, la encarnación de la voluntad del pueblo —peligrosa sinécdoque— en su propia figura. Por el otro, su cruzada contra la corrupción se convertirá en un mandato que puede ser usado para casi cualquier cosa. La supuesta personificación de una transformación histórica en la figura de López Obrador es una narrativa totalmente artificial: ni la Independencia, ni la Reforma, ni la Revolución fraguaron su propio relato antes de suceder. López Obrador piensa que con solo enunciarlo su Presidencia se convertirá en un momento definitorio para la historia nacional.

Esta trampa retórica es común en políticos cuya grandilocuencia puede ser sinónimo de incompetencia. Los desplantes del futuro gabinete del presidente electo, la comedia que fue la consulta y sus apólogos en las cámaras parecen corroborar la absurda imagen de ver en López Obrador a un vicario de un nuevo tipo de política. Los signos del poder se desenvuelven confusos, la cancelación del aeropuerto es celebrada por algunos como momento inaugural del nuevo confesionario público de López Obrador. Es como si la austeridad republicana significara abdicación, corte y fractura con cualquier proyecto que huela a la administración pasada. Austeridad republicana: mover secretarías —como si fuese gratis— o llevar tu propia comida al Senado, símbolos indispensables de una nueva modalidad democrática. 

El número de electores que votaron por mantener Texcoco o ir por la opción de Santa Lucía debería ser una demostración penosa de cómo la democracia puede ser usada para apuntalar proyectos personales. Para las almas más nobles, un proyecto transexenal como el aeropuerto representaba un tipo de traición irrevocable que mancharía las túnicas incólumes de MORENA. Por supuesto, esto no podía ser así: la retórica de la pureza política tenía que prevalecer sobre el terrible pragmatismo de la continuidad. El aeropuerto era el símbolo más perverso del neoliberalismo, ese término usado para describir a Carlos Salinas de Gortari, al Banco Mundial o al FMI con la impunidad que permite el manual de la grandeza política nacional.

El problema de establecer una retórica así es la capacidad de AMLO para recrearla en su círculo cercano. La boda de uno de sus colaboradores fue usada, con razón, para subrayar la hipocresía de un partido que se presenta como reencarnación franciscana. Nada más peligroso que un político que confía en su capacidad absoluta para dirigir. La democracia no es espacio personalísimo sino vocación horizontal. Tampoco es el lugar de la consulta perenne sino una compleja dinámica relacional de actores, coyunturas e intuiciones. El problema no es la consulta en sí sino su presentación como depósito último de soberanía sexenal. Peor aún: se le concibe como decisión del pueblo cuando solo fue una minoría la que votó.

Tenemos, entonces, a un político seducido por su propia figura narrada desde ya como hito histórico. Él mismo convencido de su labor política y transformadora. Detector del cáncer social que nos fastidia, caballero medieval que con la espada deshace fueros y agravios, su patria última no es México sino su propia figura promovida como mito y continuación de los cambios por venir. Su visceralidad política, su voluntad como conclusión lógica del espacio público.

Hasta ahora, la única novedad de López Obrador ha sido la de tomar decisiones trascendentes antes del inicio de su gobierno. Su apuro por desplazar a la vieja administración luce como un intento desesperado de auto validación democrática. El que paralizó a la Ciudad de México en el año 2006 ahora quiere adelantar el tiempo y la historia. El peligro de actuar cuando el péndulo se encuentra en sus extremos es no advertir que la edad del tiempo político no la decide la voluntad del Presidente sino los caprichos —enardecidos y trágicos— de la fortuna.      

No ha empezado el sexenio y a López Obrador lo único que le interesa es la manera en cómo será recordado por la Historia. De ese tamaño es su compromiso con el país.