Jacquelin Ramos y Javier Vieyra

En los albores de un aniversario más del inicio de la Revolución Mexicana, la enorme mayoría de conmemoraciones, eventos, análisis y diversas expresiones en los medios de comunicación se concentra en explicar los años de lucha armada, la biografía de los protagonistas ineludibles y, en un sentido más amplio, los vínculos que nos permiten encontrar en la época, una especie de génesis de múltiples aspectos políticos, económicos y sociales que perduran hasta nuestros días.

En diferentes ámbitos como el literario, el pictórico, el escénico y el pedagógico, sólo por mencionar algunos, encontramos un gran y detallado panorama de lo que fue la Revolución Mexicana y lo que nos trajo; sin embargo, poco se ha reparado, dentro de la historia oficial y mediática, en lo que también se llevó y destruyó. Y es que, independientemente de los juicios de valor acerca del porfiriato, lo cierto es que el conflicto que se fraguó en la primera década del siglo XX, arrasó con un México para erigir otro.

Con el país que se desdibujó para abrir paso a la obra revolucionaria, además de sistemas e ideas políticas, se fueron también millones de historias, modos y estilos de vida, y personajes que fueron destronados de su pedestal luminoso para ser relegados a la desafortunada memoria de los perdedores, los sustituidos, los nuevos malvados de la conciencia colectiva.

En un intento por darle voz y reivindicar desde la oscuridad a algunos de esos iconos, que no por olvidados dejan de ser fascinantes, el historiador Ricardo Orozco decidió escribir, en el año 2003, una apasionante novela titulada El álbum de Amada Díaz, que acaba de ser reimpresa en una edición artesanal de lujo bajo el auspicio del Centro de Estudios Históricos del Porfiriato A.C., una institución que él mismo fundó para dar cauce a su pasión por la etapa temporal nombrada en honor del general Porfirio Díaz Mori.

Y es precisamente alrededor de la hija mayor del todavía enigmático presidente de la república, que Orozco construye su obra literaria, utilizando el maravilloso medio, y método, del diario, un instrumento de usanza común en aquellos años que retrataba la cotidianidad y solía encerrar los mas profundos sentimientos de su dueño. Este volumen de carácter tan personal, se convertía, además, en una suerte de cofre de tesoros, especialmente para el género femenino.

 

Testigo y protagonista

“Sobre todo en el siglo XIX, las mujeres de clase privilegiada, si bien tenían una formación doméstica, gozaban de mucho tiempo libre para ocuparlo en varios pasatiempos como tocar el piano, aprender idiomas, ser anfitrionas de tertulias en sus residencias. El tener un diario era parte de esas distracciones; en él, anotaban los eventos más sobresalientes de su existencia, tanto positivos como negativos, pero también colocaban recuerdos, flores, fotografías, autógrafos de gente importante y cartas, eran un retrato íntimo individual, pero también un espejo de su día a día. Con la idea de recrear estos aspectos de la existencia de Amada Díaz y del Porfiriato está hecho el libro, una narración en forma de diario de lo que pudo observar y vivir esta singular mujer”.

Y es que Amada Díaz trascendió más allá de ser la hija del héroe de la revolución tuxtepecana, pues pocas personas pueden presumir de ser testigos y protagonistas de hechos de tal intensidad como los que le tocó pasar. Nacida del romance entre Porfirio Díaz y una indígena originaria de Huamuxtitlán, Guerrero, llamada Rafaela Quiñones, Amada Díaz nació en el año de 1867 y vivió, bajo el auspicio de su padre, hasta la edad de doce años en la comunidad materna, recibiendo la educación y las costumbres de la zona. Posteriormente, explica el historiador, una vez que su madre contrajo matrimonio formalmente con algún hombre, se marcho a vivir con Don Porfirio, ya siendo presidente, a la capital del país. Una vez asumido su rol en la alta sociedad mexicana, Amada pudo complementar su educación rural con los modales y protocolos citadinos que conllevaban ser la hija del titular del poder ejecutivo, llevando siempre una vida de aparente cordialidad con las esposas de su padre: primero con Delfina Ortega, sobrina carnal de Díaz, y en última instancia con Carmen Romero Rubio, la flamante hija del ministro de Gobernación que acompañó al general hasta su último suspiro. Pero, cabe mencionar que fueron sus propios amores los que marcarían su vida de manera contundente.

El baile de los 41

“Amada Díaz mantuvo primero una relación con Fernando González, hijo del polémico presidente Manuel González, de quien se decepciona por alguna acción indebida que este debió cometer; Amada nunca lo perdonó, ni cuando González le suplicaba, mediante cartas, su perdón. Y es en el año de 1887 que conoce, en un baile, a Ignacio de la Torre y Mier, un acaudalado caballero que era considerado el soltero más codiciado de México. Con él, contraería matrimonio un año después”.

Fue precisamente Ignacio Nacho de la Torre quien marcaría de forma profunda, anecdótica y pasional a Amada Díaz hasta el final, pues se trataba de un hombre que nunca salió de los murmullos y el escrutinio público por su orientación homosexual. El acontecimiento más sonado en que se vio involucrado fue el famosos “baile de los 41”, una fiesta llevada a cabo en la colonia Tabacalera en la que la policía detuvo a 41 hombres, algunos de ellos trasvestidos. Sin embargo, todas las fuentes y testimonios indican que en realidad eran 42 los participantes, siendo Ignacio de la Torre el faltante, aunque su posición familiar con el presidente Díaz había conseguido borrar su nombre de los reportes oficiales. Además, la cercanía que mantuvo con Emiliano Zapata, a quien nombró encargado de los establos de su mansión ubicada en los terrenos de la hoy Lotería Nacional, siempre dieron cabida a numerosos rumores de una relación íntima entre ellos.

“Frente a las preferencias sexuales de su esposo, Amada Díaz siempre se comportó a la altura de una dama, guardando siempre discreción e incluso demostrándole siempre una profunda devoción y amor. Cuando fue preso político por su oposición a Madero, lo visitaba todos los días en la penitenciaria de Lecumberri, nunca se divorció de él y a la muerte de De la Torre en 1918 entró en una profunda depresión”.

A pesar de esta impositiva circunstancia, vale decir que Amada Díaz no sufrió, en lo que cabe, de penurias económicas pues contaba con numerosas propiedades propias y también de herencia, entre ellas, una plaza de toros en la zona de la Condesa, ubicada en el área que hoy ocupa El Palacio de Hierro de la calle Durango. Aunque estable en el aspecto financiero, la vida de Amada Díaz, al estallar la Revolución dio un nuevo vuelco al ser su familia objeto del repudio público y obligada a exiliarse en Europa, donde la primogénita de Díaz fue testigo de primera fila en los últimos días que pasó su padre en Europa, aspecto que se trata a profundidad en el libro escrito por Ricardo Orozco.

El también autor de La invención de un villano, hace hincapié en lo importante que es acercarse a este tipo de literatura, pues es posible ver con otros ojos la impresión nítida de una época y su gente para poseer la mayor cantidad de piezas posibles de nuestra memoria como país, una memoria que se ha visto seriamente mancillada por ideologías erróneas y el entendimiento de historia como una lucha entre lo virtuoso y lo perverso; bando en el que lamentablemente ha caído todo lo relacionado en Porfirio Díaz y el Porfiriato.

 

Don Porfirio fue solo la cabeza

“Al satanizar a don Porfirio Díaz se satanizó también a millones de personas, millones de personas que son nuestros ancestros; estas generaciones no sólo han denostado a Díaz sino a su propio pasado, a su propia sangre, los han condenado al olvido. Muchísimas de las cosas que se tienen en el México moderno las hicieron los porfirianos, no don Porfirio, Porfirio fue solo la cabeza, fue el hombre que puso interés en que México fuera una nación desarrollada, pero quienes realmente hicieron el trabajo y lograron lo que lograron fueron los porfiristas. Les debemos mucho y todos tenemos algo de ellos en nosotros. El álbum de Amada Díaz es un acercamiento a eso a través de la figura de una mujer que entre los siglos XIX y XX vivió el México indígena, el México cosmopolita, el México desde el exilio y el México que que dejo de ser su México cuando ella murió en 1962, mucho del país en el que creció y nació se había perdido para siempre”.