Por Jorge Nores*

 

UNO

Caminaba por el centro de la ciudad sin saber hacia dónde pero con la sensación encima de ir perseguido por la madrugada. Cualquier lamento se reducía al hecho de que la droga se me había terminado. O bien, al de no traer ya más dinero en las bolsas de mi pantalón aunque más que nada, lamentaba hasta lo más profundo de la existencia que Toño ya no estuviera aquí.

Llegué a la calle Cuarta y Ojinaga y en ningún momento me pregunté si Chumel me había seguido porque en el fondo deseaba que no. Mi primo se había quedado en una fiesta bastante cercana, con un grupo de amigos y un ambiente que a mí no me satisfacía, algo más que por ese entonces tampoco lo hacía. A esa hora, en el centro de la ciudad, no había mucho movimiento: en este rancho grandote las calles están vacías desde poco iniciada la noche y solamente en contra esquina alcancé a mirar a un tipo parado, esperando. Una cuadra más arriba había otro que orinaba con el pito hacia la calle, mostrando su paquete a los coches que pasaban por ahí y que eran pocos en realidad pues como dije, era temprano para la puteadera. Me acerqué al primero y lo saludé con un movimiento de cabeza. Luego le pregunté cómo iba todo. —Bien —respondió fríamente.

—¿Y aquél qué hace?

—Enseña su mercancía.

Luego nos quedamos callados, escuchando el ruido de algunos coches que no estaban a la vista pero sí al alcance del oído. Entonces preguntó por mí.

—No te había visto por acá, ¿buscas feria, drogas o nomás coger?

—Lo que salga primero —le dije con lo que yo consideré cinismo—, y si es todo junto pues mejor.

Esa respuesta me sorprendió, tal vez porque no tenía claro si era verdadera o sólo una forma de hacerme creer que nada me importaba. De cualquier modo eso redujo la tensión que había crecido entre ese bato y yo.

—¿Cuánto cobran, más o menos? —le pregunté, sólo para seguir hablando.

—Yo lo que se dejen, o lo que ofrezcan. Aquel hasta 300 varos nomás por mamada.

Volteé la mirada hacia donde se encontraba el tipo del que me hablaban y lo vi correr hacia nosotros. Venía con el palo de fuera, medio duro, medio colgado y entonces entendí la broma del tripié, lo de vivir lejos y calzar grande.

—No mames —dije casi en forma de susurro.

El otro sonrió; yo iba a preguntar otra cosa, seguramente una pendejada pero no tuve tiempo, no sólo porque el chiludo llegó hasta nosotros sino porque también una camioneta gris doblaba la esquina. Me percaté de que en ese instante el tripié quiso abrir la boca también pero justo en ese momento descubrió la troca y enmudeció. En el otro tipo algo subió a su cara, una mueca que parecía miedo y un montón de silencio nos invadió justo cuando la camioneta se detuvo frente a nosotros. El cristal de la ventana del lado del chofer comenzó a descender hasta que el rostro de un hombre apareció. Ese rostro tenía bigote y barba y estaba coronado por un sombrero vaquero. Se podría decir que rondaba los treinta ya, y que era guapo todavía. Nos miró mientras el silencio, más que paralizarme, me atontaba. Yo lo sentía pero no sabía por qué. Con un movimiento de cabeza nos dijo hola o buenas noches o qué hay y recorrió el espacio, o más bien recorrió el silencio que había generado y que al parecer le gustaba. Su mirada se detuvo en mi cara y los otros dos voltearon a verme a su vez, como esperando o suponiendo que yo traía un milagro encima, una bronca muy grande o nada más la desgracia. Pero no, yo aún no lo conocía; ellos al parecer sí. Con una pregunta que se pudo confundir con una orden me dijo:

—¿Quieres ir a pasear?

Los que parecían estar suspendidos sobre la banqueta se vieron entre sí y sonrieron. Yo lo pensé unos segundos e inmediatamente los otros dos me instigaron con la mirada como diciendo “Ándale güey, no seas pendejo”. Entonces dije “Claro” sin esperar nada, sin pensar en el bien o en el mal porque, la verdad, no tenía por qué hacerlo. Rodeé el camionetón por la parte delantera, abrí la portezuela y subí a lo que me esperaba después. Unos le llaman fatalidad pero yo quiero pensar que es destino aunque suene a lo mismo. Eso que nos persigue siempre y desde allá. Fue extraño no pensar lo que hacía, tomármelo natural, como si ese levantón, o esos levantones (quién sabía si no iban a suceder más), fuera algo a lo que ya estaba acostumbrado. Y a decir verdad hacía tiempo que no pensaba mucho lo que hacía. Él, en cambio, lo primero que hizo fue preguntar mi nombre.

—Gustavo —dije entre dientes.

—¿Gustavo qué?

—Gustavo García.

—Bonito nombre —dijo mientras me recorría con la mirada, desde la cara hasta el bulto, los muslos.

Le quise preguntar por el suyo pero me detuve. En vez de eso me puse a mirar las calles solitarias de la ciudad, cómo manejaba con la familiaridad que brindan los años y cómo tomaba rumbo hacia la parte alta de la ciudad, económica y geográficamente y entonces intuí que no me toparía ya con mi primo Chumel.

—¿Cuántos años tienes?

—Quince —respondí sin ánimo de mentir, quien sabe por qué.

—¿Y qué andas haciendo en estas calles?

—Nada, desde hace días siento curiosidad y andaba viendo qué pedo.

—Sí, nunca te había visto. ¿Conoces al Tripié y al Pascual?

—Nop —dije conjeturando que se refería a los güeyes que me encontré en la calle.

—¿Cómo andas, qué te hace falta? —me preguntó el bigotón.

—Pos no sé, un toque, un pase o una birria.

—En la guantera traigo coca —dijo él y eso me sacó una sonrisa.

Supongo que algo apareció en mis ojos o en medio de la cara porque el güey me vio de refilón y sonrió, luego me dijo como en pregunta: “Qué”.

—Nada —respondí deshaciendo el nudo de la bolsita que guardaba y resguardaba la droga, una cantidad que hasta ese momento no había visto junta en toda mi vida.

Aquí fue donde inocentemente comencé a sentirme mejor, pensando que podía dejar casi todo atrás si había encontrado tanta coquita.

Me incorporé un poco para sacarme la cartera vacía del bolsillo trasero del pantalón porque no me había dado una llave ni nada para darme el pase y nunca me gustó dejarme crecer la uña del dedo meñique. Saqué la credencial de la prepa en la que estaba inscrito pero a la que ya iba pocas veces y con una de las esquinas escogí, en dos ocasiones, una para cada fosa nasal obviamente, la cantidad que consideraba exacta para una buena dosis. Cuando sin querer se me salió un Ahhh el tipo me preguntó ¿qué tal?

—Muy buena —dije aspirando todavía ya sólo aire y tapándome a la vez cada agujero de la nariz.

—¿Quieres una cerveza?

—Claro.

Se detuvo a media calle sin importarle si venían autos detrás. Bajó de la camioneta y abrió una hielera que traía en la parte trasera, sacó dos botes de Modelo, subió de nuevo y me ofreció una. Me supo a gloria.

—Te voy a consentir para que ahorita me lo sepas agradecer —me soltó mientras tocaba mi pene y mis piernas.

Una media sonrisa se me atoró en la boca.

—¿Qué te gusta hacer?

—De todo —dije resuelto—. Aunque soy más pasivo.

—Esa voz me agrada —finalizó mirando hacia adelante.

Llegamos al Campanario. Casas enormes y limpias y en algunas calles seguridad privada. Nos detuvimos ante una mansión color guinda con barandal negro frente a la cual corría un arroyo seco y pavimentado; uno de esos que recuerdan lo que alguna vez fue un arroyo más bien y ahora muestran la ilusión del concreto. Cuando apagó el motor yo intenté bajar pero él me detuvo.

—No, espérame aquí, regreso bien rápido —me dijo.

Me quedé ahí sin hacer preguntas. Lo vi bajarse y acomodarse la delgada chamarra de cuero que traía puesta a pesar de que no era mucho el frío. Traía llaves del barandal y de la puerta principal. Entró en esa casota y noté que se encendía la luz, al parecer de la sala. Me concentré en el espacio que me rodeaba y recordé la coca dentro de la guantera; la saqué y repetí los movimientos que había hecho anteriormente. Alcancé a distinguir que otra de las habitaciones se iluminaba y sin mirarme a mí mismo en el espejo retrovisor, mientras me metía más coca, escuché dos disparos de arma de fuego, como les dicen en la tele. Me quedé paralizado, con mi mano derecha a la altura de la nariz. Ya me lo había dado así que no había riesgo de tirarla. Abrí mucho los ojos y entonces lo vi salir apresurado, subirse rápidamente y decir:

—Se va a armar en grande.

No supe a qué se refería, si a mí, a él o al muerto pero tiempo después me di cuenta que hablaba en general. Arrancó chirriando las llantas y pidiéndome que le alcanzara el guate de coca y yo, mudo, tardé algunos segundos en dársela. Lo hice hasta que él me repitió la orden y sin color en el rostro, pues sentía que toda la sangre se me había ido a los pies y me iba a imposibilitar el caminar para siempre, peor que si fuera una base de concreto. Después de meterse bastante, y mientras manejaba, dijo: “Ora sí, a disfrutar la madrugada”.

Llegamos a una casa pequeña pero bien ubicada. A pesar de lo ocurrido, logré disimular muy bien la impresión que me causó lo sucedido. Pretendí creer que lo que había escuchado era otra cosa y no disparos, o si había sido así, que esos disparos no serían un problema mayor o ingenuamente, que habían sucedido en otro lugar. Pretendí creer que todo estaría bien y creí ver un peligro, sí, pero también creí que estaba muy lejos de mí, que si quería huir de él lo podría hacer sin más. En el trayecto casi no hablé y supongo que estaba pálido porque así me sentía. Él tampoco habló mucho, iba ocupado con sus pensamientos o sus recuerdos o sus planes.

La casa a la que llegamos estaba en una zona no exclusiva pero tampoco en la periferia; era un poco como esa de la que veníamos en chinga pero con menos lujo. Tenía sala, cocina-comedor y dos baños pero no estaba totalmente amueblada. En la sala solamente había un sofá y frente a él una pequeña mesa; en la pared derecha, un mueble que parecía una pequeña barra de cantina y tras la cual estaban enfiladas varias botellas de diversas marcas y tipos de alcohol.

*Fragmento de la novela Vertical, de Jorge Nores (Caballo de Troya, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.