Por Maruan Soto Antaki* 

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]H[/su_dropcap]ay un aire que se queda flotando en los cuartos donde muere la gente. Dicen que sucede lo mismo en los que nace un niño, pero es distinto. He estado en los primeros y jamás en los segundos. En realidad, sólo estuve en una ocasión, cuando se murió Don Gracián. Tardó tanto en irse, pasó tanto tiempo acostado en la cama esperando a que sucediera, que el aire de muerto ya se respiraba por encima de las sábanas y podía sentirse en la piel desde una semana antes.

O más, tal vez fueron dos. Seguramente tres.

Debo ser el único en recordar la densidad de los vapores invisibles. En la recámara, la luz de la lámpara de noche, con su pantalla de cristal verde, parecía esparcirse hasta golpear en el techo y en las trabes de madera oscura. Se reflejaba en las gruesas paredes de piedra enyesadas en color hueso. Así lo hace, entre el aire y la humedad, el alumbrado de las calles al llenarse de niebla las madrugadas.

En San Jacinto de las Palmas, las nubes tienden a formarse a media altura sin cubrir los árboles. Dejan libres las copas de los más grandes, pinos desterrados del bosque de la periferia que poco a poco se diluye con los matorrales, entre los que unas cuantas palmeras anuncian la proximidad del mar.

En medio de la punta y las primeras ramas de los pinos, las de arriba, aunque al contarlas algunos las confunden con las de abajo, se esconden los gatos durante el día y los cacomixtles en la noche, al huir de los perros sueltos que se divierten intentando cazarlos, o de los pisos mojados durante las crecidas de temporada de lluvias, cada que el río Acamapo sube y tapa el viejo puente de piedra volcánica que debió ser más largo.

En San Jacinto llueve, siempre a horario. Pequeño oasis perdido en el bosque a cincuenta kilómetros de todo y unos cien más del resto. Las estaciones son precisas, no como en los pueblos de la ciudad carretera abajo, que no son de la ciudad, pero están más cerca de ella. Tampoco como en la capital, donde si no gusta el clima se espera quince minutos para que cambie, y la gente tiene que salir a trabajar con tres mudas, unas encima de las otras. Pantalón de verano, camisa de otoño y chamarra de invierno.

La poca montaña que nos separa del resto del mundo es grande para hacernos lejos, no tanto para ser ajenos. Aquí, lo de afuera pasaba como los coches al cruzar el arco de entrada dando la bienvenida con su saludo inscrito, “Ha llegado a San Jacinto”. Acelerón y se surcaba el de salida, sin internarse en las calles paralelas y perpendiculares. “Tenga buen viaje”. Lo que ocurría dentro, entre los dos letreros, es tan nuestro que ningún visitante terminaba por llevarse algo. Ni siquiera los secretos, que no es que se guarden, tampoco son malabares o anécdotas impropias. O sí, tal vez haya algo de eso, pero nada de otro universo, sino que tal y como sucede en cada pueblo, o en las ciudades y en sus colonias, o en las colonias y en sus manzanas, o en las manzanas y en sus calles, hay historias tan privadas que se hacen secretas porque nadie las quiere contar y más de uno pensará que se trata de vergüenza, pero es la llana costumbre con la que vivimos los de aquí y antes, los de pueblo abajo. Sólo que los de allá tienen demasiados derredores como para ser discretos y cada cosa que les sucede es coincidencia con sus vecinos, por lo que se creen parecidos.

Sin duda soy el que pasó más tiempo ahí en el cuarto. Incluso más que el hijo. Yo permanecí unos minutos, casi horas, cuando el viejo ya se había ido. Fui el que con la fuerza que me quedaba en las manos, y para ese entonces era más que la que tengo ahora, abrió la ventana por primera vez desde que se decidió coser con hilo grueso las cortinas de manta para evitarle al moribundo, sufriendo de viejo, darse cuenta de que las horas pasaban y él nomás no se moría.

Antes de eso, antes de la trampa de jornadas interminables en las que no amanecía y, por lo tanto, tampoco llegaba la tarde; mucho menos anochecía. Cuando todavía no se había mandado cortar los árboles del jardín de afuera de la recámara principal, porque a los pájaros negros de lomo rojo y pico largo les daba por pitar al meterse el sol como si se fuera a ir a otro lado, tan oscuro como ellos. Antes de esas cortinas, que ya no se abrían, y valga la suerte de la empleada que por error lo hubiera intentado, que hubo una poco ágil y menos enterada que casi lo hace, a la que detuve jalando el tapete donde estaba parada sin preocuparme por si se caía o se rompía algo, como le pasó a una de sus uñas o a un dedo. No recuerdo. Antes de eso, el aire que se iba despidiendo del cuerpo hacía difícil la respiración, pero nos negábamos a dejarlo salir, por si se iba también él, que, aunque lo esperara porque sabía que no le quedaba de otra, no quería morirse y tampoco quiso envejecer.

De los últimos corajes, el del médico importado del estado, aprehendido, indefenso, callado por la molestia de un hombre dejando de estar. Furioso ante la pasividad de una recomendación para él falsa, que pedía no creer la vejez es una enfermedad.

Cómo le iba a llamar de otra forma si le temía más al deterioro que a la viruela, a la gangrena, muerte chiquita de una parte del cuerpo, más que a la sarna, el dengue y a la incontinencia. Envejecer es un poco de cada una de ellas, decía. Si el médico está en casa, hay alguien enfermo, y la edad es lo único que no se cura. La muerte es su antídoto, pero es tan potente que del enfermo sólo queda la memoria, y ésta, si el sufrimiento ha sido grande, ocupará el recuerdo de cualquier alegría o el cabello negro.

El hijo del Don hizo lo imposible por evitar la habitación. Acaso, las más de las veces se quedó en la salita de afuera, sentado en los equipales puestos para las visitas, para los doctores, cardiólogos traídos de la capital, geriatras, recepcionistas de la verduga, para las enfermeras, o para los que tuvieran que aguardar algunos minutos mientras otros se encontraban con su padre. Más médicos, nunca el cura, que el Don no creía en Dios y sólo hablaba con el religioso de asuntos de gobierno, tal vez los meseros, el técnico de la televisión o las encargadas de cambiarle la ropa y limpiarlo.

Dos o tres semanas, quizá cuatro.

Pensaron que le costaba hablar, lo afirmaron, pero no tenía ganas de hacerlo. El hombre que nunca callaba guardó silencio. La muerte contiene una furia que pide sigilo para escucharla llegar, y ahí estaba, atento.

El último día me mandó llamar mientras le tomaban la presión con un aparato inflable, de los que parecen van a reventar y no revientan. La carne se aplasta más en la piel blanda.

—El presidente lo busca, señor secretario —me dijo temerosa una empleada con el teléfono en mano. Marcaba mi número por si no me veía en la sala. Como si hubiera podido irme. Salió de la recámara, yo le estaba explicando al joven Andrenio que el Don había despertado de mejor humor que el habitual. Suficiente para no preocuparse por la bata abriéndosele y mostrando sus años en lo flácido del pecho y lo blanco, casi transparente, de su pelo. Entré, él acomodaba las almohadas en la cabecera de roble. Quería levantar la cabeza y ver de frente, sin ayuda. Los vivos se asustan al mirar hacia arriba. Quién dice que al morir uno ve al cielo. La enfermera en turno intentó hacer algo. Don Andrenio la espantó con su voz de carraspera y el salivar de las mandíbulas tiesas, que no le impidieron perderse en el vaivén de la falda blanca y las ínfimas nalgas de la mujer tan pronto se dio la vuelta, asustada de esos instantes, alertando son los últimos.

—Sólo tú, Critilo —se escuchó en el cuarto y todos voltearon a verme. Con la cabeza, uno a uno, les señalé la puerta para que salieran. Apunté a la empleada temerosa, a la enfermera, a Abelino y a Manuel, los guardias y mensajeros de la vida entera, a El Chino, encargado de cargar lo que le fuera pesado a la empleada, temerosa o no, o a su abuela. Era nieto de Margarita, señora jefa de limpieza que cada año llegaba con un nieto nuevo al que había que encontrarle empleo.

Con el orden del cuarto, impoluto consultorio de muebles finos que tenían la apariencia de otrora oficina, siguieron en fila con la disciplina de los temas que ahí se trataron en tiempos de salud.

—Abelino —le llamé antes de que cruzara al pasillo—, si el joven Andrenio no se ha ido, llévatelo a contar camiones en la carretera. Si ya se fue, averigua dónde anda, pero sin llamarle.

Lo último que me pidió el Don, fue que el hijo de la chingada de Aurelio se mantuviera lejos del gobierno, que no se acercara al palacio y no lo dejara tomar parte de la compañía, como le gustaba decirle al pueblo.

“No dejes que ese cabrón se coja a mi hijo y se chingue lo que hicimos.”

Ojalá no le hubiera fallado. Le fallé al viejo

No falta quien dice que no se le puede reprochar a la gente haber elegido el menos malo de todos los caminos, porque para ellos pudo ser el más bueno y la realidad fantástica que aparentaba ser mejor que la verdadera, poco a poco, hasta creerla, terminó ocupando su lugar.

La madre del joven Andrenio no llegó al velorio. Ni siquiera ordené que le avisaran, y en esas fechas aún podía ordenar. Para qué hacerla escuchar que ahora a su hijo le llamaban como al Don. Ese era el título de su viejo marido. Nunca dejó de quererlo, pese a no aguantarlo después de haberlo hecho los años que vivieron juntos. Los últimos, sin compartir cama. A veces, por quedarse en el sillón de uno de los cuartos, o en la estancia, esperando, sin pedirlo, a que la señora Margarita le tirara una cobija encima, para que no pasara frío o mostrara las tetas. Cuánto le gustaba acostarse desnuda, con sus manos en medio de las piernas, todos le vimos el coño que parecía no haber parido. Otras veces, por irse a un pueblo más al norte de San Isidro, a acompañar al novio del que sabía su hijo y que de alguna manera ignoraba el marido, o aparentaba que no tenía idea, si no lo hubiera tenido que mandar matar. El Don, sin importar lo que todavía digan de él, era todo menos pendejo, pero sí decente e incapaz de cargarse a alguien sin culpa, aunque estuviera durmiendo con su esposa.

Ella ni dinero le pedía al viejo, tampoco le reclamaba que no se lo diera. Si no se saludaban, cuál era el caso de buscarla para dar un adiós.

Mucho menos fue la nueva mujer de Don Andrenio, que no era nueva pero tampoco la madre de su hijo. O bueno, sí fue, pero no estuvo. Sentada y vestida de negro, con su pelo gris, cara huesuda, piel firme y acento de la costa. La que no está lejos. Con la espalda encorvada hacia dentro como si quisiera que se le acentuara la cadera. Los brazos largos, extendiéndose para que le sostuvieran la mano sin besar; la dio con los dedos sobre la palma de quien fuera a darle el pésame. La nueva Doña no besaba, ni al felicitar en los bautizos o al saludar en los funerales. Sólo colocaba la mejilla para asomarse por encima de los hombros y observar si decían algo de ella a sus espaldas. En algo más anduvo pensando, y no era el muerto.

Ella era de familia rica, con suficiente dinero para después de esa semana no saberle más ni volver a escuchar su nombre. Si no aprendió a querer al joven como propio, tampoco le iba a importar lo que terminó haciendo el que nunca llamó hijo, o lo que le hizo el hijo de la chingada a su no hijo, que no se lo cogió como decía temer el padre, y eso, sólo porque no era lo suyo. No de uno, tampoco del otro, le gustaban bien las mujeres, pero nos pasó a atorar a todos.

Con el pueblo entero en la iglesia, durante la misa de reverencia al viejo, al cura no le costó cerrar con la retahíla de cada domingo. Como siempre, anunció cuánto dinero habían donado las familias para las fiestas patronales que, de cualquier forma, se pagaban desde el palacio para dejar se repartieran las limosnas entre los padres de los pueblos de junto, que no era tan junto, con tal de que callaran sobre lo que ocurría o lo que imaginaban que ocurría en San Jacinto de las Palmas, cabeza de municipio, pueblo originario del norte, la montaña, y próximo al puerto. Guardián del Acamapo. Orgulloso lugar de casas con techos de hoja. Antes, antes de que el Don mandara renovar la capilla por el fuego de la explosión de los fuegos artificiales en la celebración de clausura hace unas décadas. Renovación que, al tomar el poder del palacio, incluyó créditos para que todas las familias echaran piso, compraran teja y se conectaran a un sistema de teléfono y televisión por el mismo precio e intereses. Instalación supervisada por una de nuestras filiales.

—Familia González, nada. Familia Echeverría, cincuenta pesos. Familia Estrella, sesenta pesos. Familia Herrera, nada.

Cada nombre con el cantar de la última sílaba, prolongado por el micrófono y la bocina al máximo volumen.

—Familia Gracián, doscientos cincuenta mil pesos.

Aunque hasta muerto el viejo Andrenio resultó ser el más dadivoso, ese año no hubo fiesta. Por eso y por otras cosas le siguieron la corriente a su hijo.

Conforme pasaron los meses, muy pocos pudieron seguir pagando las cuotas de La Modernización, programa que desde el tercer año de gobierno del Don estuvo a cargo del hijo y de Aurelio, en el que con un sorteo se seleccionó a la mitad de los productores de rosas, maíz y tunas para proponerles entrar a los nuevos tiempos con el intercambio de sus tierras de cultivo, más un porcentaje fijo de ventas, por la oportunidad de tener tiendas de conveniencia o abarrotes y tortillerías en la planta inferior de las viviendas de los afiliados, donde los agricultores restantes pudieran abastecerse y generar una dinámica que impulsara el desarrollo de San Jacinto. Nos convertimos en pueblo moderno.

Ni peras ni ciruelas se cultivaban, ésas estuvieron desde el principio sin que nadie plantara los árboles. Cuando no conocíamos el hambre, rezongábamos al pisarlas en el suelo si caían de maduras, ensuciaban las suelas y pintaban de mermelada las banquetas.

*Fragmento de la novela El mal menor, de Maruan Soto Antaki (Alfaguara, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.