Un poeta, Eduardo Lizalde, habla de otro poeta*

 

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]N[/su_dropcap]o es cosa ordinaria la poesía de Marco Antonio Montes de Oca. No responde a las reglas y, por eso mismo, resulta de asimilación difícil para un cierto género de lector común. Mejor: resulta compresible en un sentido diferentes del que en realidad posee. Nadie se ha ocupado de afirmar, pongamos por caso, que Montes de Oca es un poeta conceptual por excelencia. Conceptual en el mejor sentido de nuestra escuela española y, sobre todo, de nuestra escuela mexicana moderna y contemporánea: Gorostiza, Paz, entre los más característicos. Conceptual en el mejor sentido poético. Conceptista, en tanto que maneja emociones extremas con la profundidad coherente del que canta y razona al mismo tiempo. Densidad conceptual, la suya, que su mano suelta ha logrado siempre diluir en la expresión artística, penetradora y develadora de objetos que exclusivamente el poder de la palabra poética puede presentar al ojo y al oído.

Montes de Oca es poeta viejo, en su juventud aparente. Sus treinta y tantos años comprenden más o menos veinte de escribir poesía y doce o trece de publicarla. Su primera plaqueta, Ruina de la Infame babilonia, fue editada en 1953, y ya anunciaba el cuerpo del poeta que ahora conocemos. Creo que yo escribí la primera nota sobre Montes de Oca en abril de 1954, dentro de la sección bibliográfica de la revista Universidad de México. “Lo que merece consideración especial –decía mi nota— en el poema de Montes de Oca, es el encuentro de algunas luminosas imágenes que se destacan entre las otras como intencionalmente desprovistas de lastre verbal para mostrarse ante el lector tan solas y desnudas… etc.” Más tarde –y no debido a mi ordinaria observación, por supuesto, sino a las evidencias de los propios poemas— he visto multiplicados los comentarios sobre su “riqueza de imágenes”, su “río de metáforas” o su “imaginación metafórica desbordante”, pero he visto poco de lo que se refiere al carácter peculiar de estas imágenes conceptuales. Creo que el romanticismo nos dejó entre otras cosas la costumbre de leer los poemas por el oído, como arias de opera belliniana cuyo tema carece en absoluto de interés; creo que nos encarriló por mucho tiempo en un hábito de lectura que entiende más al ritmo de tambor (Henríquez Ureña) y a las imágenes aisladas de los poemas que al flujo discursivo de las ideas poéticas y el lenguaje intencionado del conjunto. Montes de Oca no es una poeta de imágenes sino lo contrario; un poeta libremente discursivo en el que las imágenes son meras volutas esplendorosas de un poeta que habla; imágenes con un poeta detrás, no imágenes en los que se agota el poeta, no imágenes con un poeta delante.

El poeta Marco Antonio Montes de Oca.

El poeta Marco Antonio Montes de Oca.

Una lectura intensa de su último, bellísimo libro que agregó la editorial Joaquín Mortiz a su serie de poesía, es una prueba clara de lo que se afirma. Vendimia del juglar, este es el libro, representa con Fundación del entusiasmo (inmediatamente anterior) un supremo alarde selectivo de las formas creadas y un temerario safari por los terrenos vírgenes del propio camino posterior. Ya se ha dicho por allí, con cierta precipitación indolente, que en Vendimia del Juglar (o en sus poemas anticipados) Montes de Oca “se repite”. Y ¿quién no? Lugar común como el de la riqueza de sus imágenes. Lo que se repite es la crónica bibliográfica en general. ¿Quién puede permanecer en la brecha de un estilo determinado, que considera nuevo, sin repetir sus propias novedades de algún modo? Ser la misma persona, o el mismo poeta, implica repetirse. Lo que merece atención no es el acto reiterativo, sino la envergadura de lo que se reitera. Estas generalidades sólo funcionan como ocultadores, como biombos parapetados contra lo que el poeta efectivamente expone. Montes de Oca es consciente de la castidad y la belleza de la reiteración, no tienen prejuicios virginales, recurre al lenguaje primitivo y coloquial de la expresión común (Diez mil años de los míos… interinos tántalos / Habreís de practicar letales contra fintas/ Para en segunda sorpresivos molinetes), no tiene miedo a una barbarie a la que la palabra enseña sus maneras. Pero al mismo tiempo, sabe abordar las altas nebulosas de la más pulida conceptuación lírica (Soy yo el que tiene prisa/ porque algunas burbujas de jabón y oro/ consigan perpetuidad dentro del vidrio/ Tengo prisa por no sentir ninguna calma). Sabe arrastrar sus bártulos, errores, improperios, piedras ígneas de poeta en erupción. Y se da tiempo para convertir de golpe, con sus palos de ciego panales en “cascada de lucernas” o ver dos astros que dialogan/ cercanos entre sí/ como los ojos de una fiera.

No es fácil ver o golpear así, como ese Heraldo de sí mismo/ testigo fijo y de sol a sol que es Montes de Oca frente a los que dicen que decae. Y digo “dicen” porque todavía vivimos en un país en el que se prolonga la tradición oral de la crítica, y en el que por eso es necesario acostumbrarse a veces más a oírse que a leerse, en tanto nace la imprenta. Pero, además, todo esto de que Montes de Oca “decae” lo dicen pocos, y con mayor frecuencia los poetas de generaciones posteriores, que se encuentran todos frente a él, sinceramente, en una decorosa retaguardia. Excluidos los poetas consagrados, de obra anterior a la de Montes de Oca (y de generaciones anteriores), como los sobrevivientes grandes poetas de Los contemporáneos (Gorostiza, Pellicer), como Octavio Paz y su trabajo impresionante o los brillores amargos y novedosísimos de Rubén Bonifaz Nuño, no se encuentra poeta de la generación de Montes de Oca, o posterior a él, que ofrezca un panorama de creación tan vigoroso y conmovedor.

Montes de Oca es también lo contrario de un poeta que se empeña en conservar ciertos esquemas de construcción. Si escribe tanto, y con esa abundosa espesura volcánica, es porque lucha perpetuamente contra sus propias técnicas y fórmulas, porque procura darse alcance y persigue objetivos que voluntariamente instala cada vez más lejos (Presente voy a estar en el presente/ Dulce relámpago que ya conservo/ Como un cabello en la cartera/ Y cuya claridad encarnizada me persigue). Perseguido por sí mismo, desde su fututo perfectible, el poeta no se da un verso de tregua: abolla las palabras, las moja y las reseca, les corta colas, entresaca vocales, las invierte. Explora una misma, extensa selva, con armas nuevas siempre, que se transforman en el mismo instante del disparo, y persiguen generaciones de fieras que desaparecen cada veinticuatro horas. Citar sus imágenes últimas es por eso inútil e injusto, porque las más bellas y eficaces no son decoración retórica, sino espuma poética, recogimiento de un contexto que comprende el papel material de la poesía, su capacidad de intervenir concretamente en las cosas del mundo (Voz mía/ no te desampares creyendo que el canto/ es asunto exclusivo de los dioses… Punza aquí desgarra allá…)

Los comentaristas internacionales de poesía tienen que limitarse con frecuencia a bordar juicios que se basan en lo que recogen de los connacionales de un poeta. Surgen así necesariamente las generalidades de enciclopedia y se relevan las limitaciones lapidarias de los definidores. Me parece que estamos en mejores condiciones para hablar del poeta sus prójimos cercanos, y que somos los facultados para comprender en qué momento meceré ya ensayos mayores. El trabajo de Montes de Oca ha llegado a ese momento de positiva y magnifica saturación que obliga al crítico a participar, en su manera, de los pasos futuros del poeta. Esto sólo será posible con análisis sesudos, que escapen al carácter de la notícula bibliográfica.

Creo que la Vendimia del juglar marca precisamente en la obra de Marco Antonio Montes de Oca el punto consciente de los ajustes de cuentas consigo mismo, el punto en que abandona el machete de lujo/ con que mataba olas enroscadas en su brazo, como dice el mismo poeta. Marca también para la crítica el momento de las obligaciones; obligaciones con la obra de un autor que ha dedicado su vida, simplemente, a la más lúcida pasión del quehacer poético.

*Texto publicado el 1 de septiembre de 1965 en el suplemento La Cultura en México #185 de la revista Siempre!