Según los estudios internacionales, en Honduras el 24 por ciento de la población vive en pobreza extrema. Eso significa que una cuarta parte de los hondureños no tiene un hogar digno, ni salud y que la mayor parte de ellos se está muriendo, literalmente, de hambre.

En El Salvador pasa algo parecido, pero este pequeño país en Centroamérica vive una tragedia adicional: ser, en muchas ocasiones, el país más homicida del mundo. En el 2015, por ejemplo, cerró con una tasa de 104 homicidios por cada 100 mil habitantes, cuando México, en guerra contra la delincuencia organizada, tiene un récord de violencia de 20 asesinatos por 100 mil habitantes.

Estas estadísticas son reales, pero en tu cabeza son poco más que números. Lo que sí sabes es que una pandilla, de esas que se llaman “Maras”, ha amenazado con matarte. Que los “dieciocheros” acribillaron a tu familia y que si tus hijos se niegan a formar parte de una de esas “clicas”, van a terminar muertos. No sabes que existe un organismo llamado Cepal, que mide tu pobreza, pero tu estómago sabe de los retortijones que te dan cuando no has comido, porque tus 300 pesos semanales no alcanzan para que toda la familia coma. También sabes de peregrinar en busca de trabajo, de no poder estudiar, de que se muera tu enclenque ganado, y aunque no has estudiado de dinámicas socioeconómicas, sabes que de permanecer en tu país jamás saldrías de la pobreza.

Por eso te pusiste tus zapatos más cómodos, una mochila medio rota, la misma con la que llevabas tus herramientas a la obra, y aprovechaste que cientos de personas como tú  tomaron camino a los Estados Unidos para unirte a la caravana. No te imaginabas que tras de ti irían otros, y otros, hasta convertirse en uno de los éxodos más grandes que tu pueblo ha protagonizado. Y aunque Donald Trump todos los días los amenaza, ustedes siguen, decididos a llegar hasta lo que imaginas es el sueño americano.

FOTO: DIEGO SIMÓN SÁNCHEZ /CUARTOSCURO.COM

Manuel / 6 años, sin miedo

Te llamas Melvin, Juan, David. Te llamas Melissa, Alba, Marbella, Vicente, Yohana. Te llamas Manuel y tienes 6 años. Tu familia toma un descanso en la Ciudad Deportiva de la Ciudad de México, pero tú no quieres descansar, tú quieres jugar. Un grupo de religiosos te regaló un balón blanco, nuevecito, y corres por la pista de tartán pateando la pelota, gritando un gol de vez en cuando, como si fueras un delantero del Olimpia, tu equipo favorito. Dices que no estás cansado ni tienes miedo. Tampoco tienes papá. Nunca has tenido papá, pero no te importa. Te importa estar con tu madre, con quien irás a donde ella vaya. En el fondo tienes suerte, porque sigues en la caravana, protegido por la multitud. Cientos de niños de tu edad se quedaron en Honduras, viendo partir a sus padres y, dicen las noticias, otros tantos desaparecieron misteriosamente en el camino, quizás secuestrados por el crimen organizado.

Yohana / Embarazada y sola

Te llamas Yohana y dejaste dos hijos en casa. Cargaste con el tercero, que va dentro de ti. Tienes cinco meses de embarazo. Por eso te cuesta más trabajo caminar y soportar el frío, el calor y la lluvia. Habrá quien te reclame que hayas traído a la pobreza a tres pequeños, pero hay que decir que en tu país la educación es la segunda peor de América, y que como en el resto del continente, el conservadurismo impidió tu educación sexual; es decir, que tienes los hijos que Dios quiso. De hecho dejaste de estudiar a los 14 años, porque la pobreza no te permitió más. Saliste una mañana sin avisar a dónde ibas. Ni siquiera te despediste de tus pequeños, ni de tu familia. Ellos deben suponer que estás en esta caravana, pero ni idea en qué parte. No saben si estás bien, si llegaste a la capital mexicana o te quedaste en el camino. Tu plan es marcarles cuando llegues a Estados Unidos, cuando estés trabajando y puedas depositarles dinero y decirles: estoy bien. Cuando estés segura de que a los niños no les falta nada, excepto su madre que se fue hacia el norte. Sola.

Farid / Sentí que ya no podía

Te llamas Farid y eres músico. En este momento, sentado en el pasto del campo de futbol tienes un momento de alegría: descubriste que entre los migrantes alguien llevó una guitarra. Tocas y cantas y de pronto eres el centro de atención. Por un momento olvidas que tienes el pie inflamando, la piel pelada de caminar al menos 40 kilómetros diarios. En casa te dedicabas también al campo, pero a Honduras le ha llovido sobre mojado, o más bien, no le ha llovido como debería; los últimos años trajeron sequía y tus pequeñas tierras y tus pocas cabezas de ganado murieron, por eso decidiste unirte al éxodo y buscar un destino en Estados Unidos. Estabas muerto de miedo, pero partiste esperando poder ayudar a tus dos hijos y a tu madre. Tu gobierno, piensas, es un gobierno ladrón, mentiroso, hipócrita. Se ha llenado las manos con la pobreza de la gente, sumiéndola en la miseria y la necesidad. Te conmueves cuando hablas de los mexicanos, de su ayuda, su calidez. Piensas que de no poder pasar a Estados Unidos, buscarías trabajo aquí.

Alba / Amenazados por las Maras

También lo piensas tú, Alba. Pero lo tuyo es cuestión de vida y muerte. Tú y tu esposo discapacitado y tus tres hijos huyeron de El Salvador amenazados por las Maras. Les pedían 10 mil dólares para seguir vivos. Y eso que apenas ganaban algo con su puesto de jugos. Ahora que han dejado su patria saben que nunca van a regresar. La Mara controla el país: volver sería morir asesinado. Por eso no avisaron a sus familiares, para no arriesgar su vida. Por eso es mejor extrañarlos y que los extrañen, aunque sus madres tengan 70 y 85 años, y quizás nunca las vuelvan a ver. Aunque no puedan ni enterrarlas cuando mueran.

Melissa / A mi hermana le dieron 19 balazos

Y es que ser asesinado no es raro en El Salvador, y eso es lo más cruel. Como tampoco lo es en Honduras, donde vivías tú, Melissa. Lo sabes porque acribillaron a tu hermana, con 19 balazos. Porque asesinaron también a tu hermano y tienes miedo de que te maten a ti. De que maten al niño que crece en tu panza. Por eso le pediste a tu esposo, David, que se fueran. Por eso corren tras los camiones de carga. Por eso han dormido en el suelo, a la intemperie, aunque luego te hayas enfermado. Me acerco a ti para escucharte mejor porque estás afónica por la lluvia de los últimos días. Y ya cerca me cuentas que esperas regresar algún día a tu lugar. Te apoyas de tu pareja pero él también está que tiembla. Todo el camino ha tenido miedo. Miedo por ti.

Migrar aterra

Caminas por el campamento. Tus hijos van a jugar con los voluntarios que les regalan un poco de su tiempo para que pasen un momento agradable. Los migrantes no dejan de llegar. Tampoco la ayuda. No lo sabes, pero afuera, en el mundo digital, cientos de mexicanos te repudian. Tampoco eres ingenuo. Viste cómo en el camino algunos negocios se negaron a atenderte, pero a cambio conoces también las muestras de apoyo. No te ha faltado comida, ni vestido, ni medicinas. Incluso al llegar al refugio pudiste darte un baño; llevabas casi un mes sin un buen baño. Hay quien piensa que estás cómodo, pero tú ya quieres seguir marchando, llegar a la frontera con los Estados Unidos en donde Donald Trump ya despliega militares para impedir tu paso, como si fueras parte de un ejército enemigo. Tienes fe, en Dios, o en la Virgen, o en los seres humanos. Algún milagro sucederá, piensas, y tendrás que reiniciar tu vida en un lugar desconocido, con gente desconocida, que habla un idioma que no conoces. Y, a veces, eso también te aterra.