El 10 de diciembre de 1948, a impulso de la extraordinaria Eleonor Roosevelt, la asamblea general de Naciones Unidas aprobó por aclamación la portentosa Declaración Universal de los Derechos Humanos. De este modo fueron reconocidas y escritas con tinta indeleble las prerrogativas irrenunciables e inderogables que son inherentes a todas las personas por el sólo hecho de ser personas.

A partir de su entrada en vigor, la Declaración dio cauce al surgimiento de tres grandes sistemas de protección de los derechos humanos: el sistema universal, a cargo de la ONU, el cual está integrado por numerosos órganos, instrumentos, mecanismos y procedimientos, todos ellos apuntalados por el Consejo de Derechos Humanos y el Alto Comisionado para los Derechos Humanos; los sistemas regionales interamericano, europeo y africano; y los sistemas nacionales, conformados tanto por órganos jurisdiccionales y no jurisdiccionales de tutela de las garantías fundamentales.

El Estado mexicano está inmerso en los sistemas universal e interamericano y, además, cuenta con un complejo entramado de órganos ad hoc troquelados bajo el molde matricial del antiguo ombudsman oriundo de los países escandinavos, cuya figura icónica es la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Asimismo, es alta parte contratante de una cauda de tratados internacionales relativos al rubro específico de la defensa de la dignidad humana.

No obstante esa circunstancia, nuestro país está envuelto en una gravísima crisis humanitaria. Las violaciones generalizadas y sistemáticas a los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación han escalado a niveles nunca antes vistos. Particularmente desde aquel aciago día en el que el otrora presidente Felipe Calderón tomó la determinación de sacar a las fuerzas armadas de los cuarteles y guarniciones y encomendarles el ejercicio de funciones inherentes a la seguridad pública, la cual está reservada a las autoridades civiles por el artículo 21 constitucional.

Ello significa que los compromisos asumidos por el gobierno no son otra cosa que dichos ayunos de seriedad plasmados en burdo papel estraza. Tal gesticulación, tal carencia de voluntad y efectiva adhesión a la maravillosa narrativa jurídica de los derechos humanos detonada hace exactamente 70 años ha sido reiteradamente denunciada por los organismos internacionales. Prueba irrefutable de lo anterior son las 264 observaciones hechas al Estado mexicano por el Consejo de Derechos Humanos a raíz de la reciente realización del mecanismo conocido como Evaluación Periódica Universal, así como las 50 observaciones fincadas hace unos días por el Comité contra la Desaparición Forzada, ambos perteneciente al sistema multilateral de las Naciones Unidas.

Empero, tan dramático e inadmisible escenario puede tener un punto de quiebre estratégico con la puesta en marcha de la Comisión de la Verdad creada a través del primer decreto expedido por el Presidente López Obrador. A través suyo se formalizó jurídicamente la voluntad del Ejecutivo Federal de dar con la verdad y el paradero de los 43 normalistas desaparecidos durante la triste noche de Iguala.

Esa es, sin duda, la respuesta idónea y efectiva a los anillos de complicidad e impunidad que rodearon la investigación definitivamente sesgada, fragmentada, incompleta y sin una directriz clara investigativa que llevó a cabo el equipo saliente de la PGR; la cual fue coronada con la ideación y difusión mediática de la ofensiva y criminal “mentira histórica” de la supuesta ejecución de los estudiantes en el basurero de Cocula, Guerrero.

Estamos en presencia, como lo afirmó el vocero de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de un cambio sideral de la postura gubernamental con respecto al caso Ayotzinapa, tragedia que ha conmocionado a la opinión pública nacional e internacional y que, indiscutiblemente, es tipificatoria de un crimen de lesa humanidad previsto en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.