(Aunque Ninfa Santos no lo sepa)

 

Por Silvia Molina*

 

Elena:

He dudado sobre cómo saludarla, sobre cómo hablarle esta noche. Aunque no soy crítica literaria, no me he escapado del análisis crítico de ciertas obras que he gozado como lectora o he tenido que “enseñar”. Pero soy escritora, una escritora que además usted alentó, sin saberlo, antes de que me diera cuenta de que usted era escritora, mucho, mucho antes de que me hiciera mujer y me viera involucrada en el mundo de la literatura.

Dudé, Elena, entre hacer un análisis de su narrativa y abordarla de una manera personal y directa. No sé si he elegido bien, pero me he decidido por esto último. Después de todo tengo otra excusa: ha de estar cansada de tanto análisis, de tanta crítica, de tanta alabanza, de tanto elogio. Me imagino lo que tendrá de bibliografía sobre sus libros y lo que habrá oído en su recorrido de estas últimas semanas.

En lugar de volver al tiempo sin tiempo, al juego ilusorio y sin límites entre la magia y la realidad, a los símbolos del amor desquebrajado, a la fábula de la libertad, a las historias de persecución, odio o ceguera, o de insistir en los mitos y las paradojas que se manifiestan en su obra, prefiero saludarla con palabras sencillas: las que existen por sí mismas, las que repetidas en voz baja se cargan de significado pero no salen disparadas como las palabras que Juan Cariño guarda eternamente en el sombrero de copa. No, cuente usted las letras y las sílabas de franqueza y amistad: las repetiría silabeándolas el loco sabio para que su poder nos bañara a todos.

Me emociona estar aquí, platicándole esta noche, otra vez, luego de casi treinta años. No debe acordarse: la conocí en París, en 1961. Entonces usted era la Elena que Elena Poniatowska retrató en “Las escritoras mexicanas calzan zapatos que les aprietan”, ¿se acuerda?:

“… la más solida, la de mayor cultura (…) Intempestiva, turgente (…), rubia, alta, bien montada sobre unas piernas a la Marlene Dietrich”. Y cuando yo era una adolescente tímida y despistada.

Entonces, Elena, mi mayor deseo era llegar a ser como usted, hablar como usted, fumar como usted.

No ha cambiado rotundamente; la he visto en las fotografías con la misma sonrisa y los mismos ojos vivaces; y en sus declaraciones, igual de inteligente; sin embargo, me ge asombrado de escucharla mucho más sensible, incluso tímida.

Cuando comencé a hacer mis pininos en las letras, estuve tentada a escribirle una carta pidiéndole que leyera mis textos (de lo que  se escapó), recordándole cómo la había conocido. Pero usted no iba a saber quién era Silvia Molina y, la verdad, en aquella época yo no tenía ganas de explicarle a nadie que mi verdadero nombre era otro. Y consideraba una imprudencia quitarle el tiempo de su escritura con cartitas cursis y manuscritos insulsos.

La escritora Silvia Molina.

Cuando en 1976 leí Los recuerdos del porvenir (ya sé que salió en 63), la oí como si estuviera leyendo en voz alta en la sala de su departamento de Saint Germain, y no podía creer que fuera usted la misma que en 1962 o 63 me llamara desde el Hotel Alameda para que fuera a verla. Andaba yo en los quince años y sólo sabía que usted me caía muy bien. Me gustaba su risa. Vino, si mal no recuerdo, a filmar una película, porque su habitación esta llena de reporteros y mientras hablaba de cine con ellos, Elena, su hija, y yo subimos al bar del hotel con un muchacho rubio y guapo de apellido Struck. Ay, Elena, perdonará usted, jamás se me ocurrió leerla, sólo admiraba su alegría de vivir, su vitalidad. Y mire cómo da vueltas la vida, aquí me tiene ahora tratando de decirle que su literatura junto con la de Rosario Castellanos, Elena Poniatowska y Luisa Josefina Hernández, nos formó y nos abrió las puertas de las editoriales y las cortinas de los teatros a las escritoras que vinimos después.

Ninfa Santos me pidió varias veces que le escribiera, que le mandara mis libros; me aseguraba que le iba a dar gusto. No lo hice por falta de ganas sino porque lo juzgue a destiempo. De todas maneras, aunque usted no me conociera o me reconociera, ya la había leído. Y fui una lectora dócil y exigente al mismo tiempo, dispuesta a entrar en su mundo, a ver en sus palabras esas formas luminosas que usted hizo aparecer y desaparecer en la magnificencia de los fuegos de artificio de su literatura, intrigada por los cambios en su prosa, en su temática, en su tono, interesada en su manera de recrear la infancia, el mundo de los adultos, el del mexicano en el extranjero y el de los indígenas; he oído, Elena, los sonidos de sus palabras que son, por supuesto, de las más poderosas de nuestra literatura.

Pero perdone el público: no vine a hablar de mí, ni pretendo explicarle a usted su propio trabajo; ni siquiera pienso quitarle el smog a la ciudad para que descubra cómo se ha transformado.

Vine a saludarla, a recordarle buenos tiempos, a decirle que mi generación la leyó con cuidado, que usted ha acompañado a los escritores jóvenes desde la Antología de la literatura fantástica de Reyes y Un hogar sólido hasta Y Matarazo no llamó. Vine a asegurarle que la hemos recuperado en su actividad a lo largo del tiempo por su cercanía a Reyes, a Juan de la Cabada y a un sinnúmero de intelectuales mexicanos, españoles y latinoamericanos, y por sus libros. Vine también, Elena, a invitarla a que conozca a los escritores mexicanos de mi generación (nosotros no fuimos parricidas; pero tampoco, aduladores) y a que conozca a los que nos siguen. Pocos escritores de la generación de usted y de las que vinieron después miran hacía abajo curiosos, con humildad, con sencillez: -a Carlos Fuentes no lo conocemos y Octavio Paz siempre que reencuentra a la mayoría de nosotros saluda: “Octavio Paz, mucho gusto”-.

Quiero que sepa, Elena, que la literatura que se está haciendo en su país, es un espejo de nuestra múltiple realidad; los escritores mexicanos de hoy enfrentan la crisis económica y política mundial, escribiendo con calidad. Deseo que los observe, que sea generosa y desprendida con ellos, como lo fue con una adolecente boba, que se interese en su trabajo y encuentre cómo recrean los jóvenes el México y la historia que les ha tocado vivir: obsesionados por dar con la palabra exacta y la técnica personal, por estar al día en la literatura de otros países, por dar nuevas estructuras dramáticas. La invito a que con orgullo se dé cuenta cómo siempre que hay una ruptura de generaciones, surge la voluntad de cambiar la literatura –lo cual, como le digo, no significa necesariamente parricidio-, de darle nuevos cauces. De alguno de los escritores de hoy saldrá el escritor mexicano, la escritora mexicana que nos represente con dignidad en el futuro. La reto, Elena, a que los lea, porque sólo ellos le dirán lo que es su país después de veinte años de ausencia.

Un abrazo cálido.

SM

*Texto publicado en el suplemento La Cultura en México el 25 de diciembre de 1991. Número 2009.