A estas alturas, hay tantos comentarios sobre la película de Alfonso Cuarón como posiciones políticas en los medios de comunicación mexicanos. El temple nacional, ansioso de polémica, ha llevado a Roma a ser, en la opinión de los incitadores de las redes sociales, a veces la “obra maestra” del cine contemporáneo mexicano y otras tantas “la película más sobrevalorada de los últimos tiempos”.

Hay que poner en duda las primeras afirmaciones y rechazar, incluso a priori, las segundas, pues adjetivar de manera tan tajante un cinta que no ha sido sometida al peso del tiempo dice más de quien critica que de la propia película.

En cualquier caso, la polémica como estrategia de marketing ha servido para que el octavo largometraje de Cuarón se convierta en un fenómeno para la audiencia. Sin embargo, mucho más allá de las filias y fobias nacionales, hay que mencionar que ha sido muy bien valorado por los especialistas extranjeros, que ya le han colgado un buen número de galardones entre los que destaca el León de Oro en Venecia. Los premios, que no son garantía de calidad, pueden hablarnos de otros contextos y de otras universalidades.

En Roma, conocemos a Cleo, una sirvienta de origen indígena al servicio de una familia de clase media-alta mexicana que habita la colonia que lleva el nombre de la película. Sin embargo, y a pesar de ser la protagonista del filme, conocemos poco o casi nada de su vida, de su origen, sus sueños y deseos.

Sabemos, eso sí, que se involucra, desde la sumisión, en relaciones de amor no correspondido con un novio exdrogadicto que se entrena como paramilitar experto en artes marciales y, sobre todo, con la familia a la que sirve casi oculta, relegada, siempre en segundo plano, como se estilaba, y en buena medida, como sigue siendo.

Esto sucede en un México del PRI omnipresente, cuando recién comienza la década de los 70 del siglo pasado. Tiempos de Echeverría y autos enormes, y del Halconazo, cuya recreación es un punto climático. Cuarón hurga en la memoria –en SU memoria- para reconstruir una ciudad –SU ciudad- y un momento. Y la reconstrucción entrega una ciudad más bella, quizás, de lo que fue.

En esa ciudad, que no es la suya, y que en realidad nunca lo será, Cleo tendrá que buscar un lugar para los afectos y la pertenencia, algo que luce inalcanzable para alguien en su posición.

No se trata, sin embargo, de una denuncia feminista, una reivindicación indigenista y, ni siquiera, de una denuncia contra la explotación laboral del servicio doméstico. ¿Tenía Cuarón la obligación de introducir un mensaje social que abogara por esas causas? Definitivamente no.    

Lo que sí hace el mexicano es sujetar su narración de un extraordinario lenguaje visual que comienza con un correcto uso del blanco y negro, y la predilección por los travelling –que evocan la técnica de los grandes creadores del cine: Truffaut, por ejemplo-, por hablar de lo más evidente. Pero también del cuidado con el que elige los símbolos, todos ellos fáciles de ser asimilados: los balones desinflados, el agua de la cubeta siendo esparcida en el suelo, el avión reflejado en el charco.

Entre esa maestría técnica y la nostalgia, Roma se erige como una de las películas de mejor manufactura del cine nacional. ¿La historia y sus implicaciones, son suficientemente universales como para que se convierta en la gran obra del siglo XXI? El tiempo lo dirá.

Permanencia voluntaria: Viudas

Casi en el extremo opuesto de Roma se ubica la nueva película de Steve McQueen, ganador del Oscar por 12 años de esclavitud (2013). Viudas no niega su intenso contenido social, cuestionando los privilegios de la masculinidad y filosofando sobre el poder y el empoderamiento, pero utilizando las convenciones del cine de entretenimiento.

Cuatro mujeres, las viudas del título, quedan desprotegidas tras la muerte de sus maridos, una banda de criminales que les heredan una serie de problemas, incluyendo una deuda enorme con un delincuente que aspira a un cargo político. Para hacer frente a ello, tendrán que encontrar, dentro de sus diferencias, la fuerza para sobrevivir en un mundo que siempre las ha tenido al margen.