En la entrega precedente señalamos que el contexto de violaciones graves, generalizadas y sistemáticas a los derechos humanos en el que se halla envuelto nuestro país puede tener un punto de quiebre estratégico con la entrada en funciones de la Comisión de la Verdad para el caso Ayotzinapa, creada como primer acto de gobierno mediante decreto expedido por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Su misión única es dar con la verdad y el paradero de los 43 normalistas desaparecidos durante la triste noche de Iguala.

En plena comunión con lo aseverado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, igualmente subrayamos que se trata de un cambio sideral de la postura oficial con respecto a una terrible tragedia que sin lugar a dudas constituye un crimen de lesa humanidad bajo los estándares punitivos del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. En efecto, en sentido absolutamente inverso a las evasivas, maniobras de ocultamiento, siembra de evidencias y “mentiras históricas” fraguadas por la administración de Peña Nieto, en el decreto presidencial en comento se consigna con claridad meridiana que toda la administración pública federal deberá facilitar el ejercicio del derecho a la verdad de las familias de los estudiantes.

La Comisión no partirá de cero. Hará suyos los resultados de las investigaciones practicadas por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes y las recomendaciones formuladas en su momento por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. De ser necesario, se solicitará la cooperación de las instancias internacionales competentes en la materia.

Todo ello es definitivamente digno de aplauso y encomio pues por vez primera se proyecta una luz de esperanza sobre las densas tinieblas de la falsedad, la injusticia y la impunidad gubernamental. Sin embargo, un dolor similar al que están padeciendo los padres de los alumnos de la normal rural “Raúl Isidro Burgos” también ha trastocado la vida de los integrantes de otros núcleos familiares.

Durante una audiencia celebrada hace días en la sede de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, reconoció la existencia de ese otro universo paralelo de aflicciones sin mengua alguna: “México atraviesa por una profunda crisis humanitaria y de violación a los derechos humanos. Hay cerca de 38 mil personas desaparecidas, 26 mil cuerpos sin identificar en semefos, más de 2 mil fosas clandestinas y en mil 100 de estas no se han realizado exhumaciones porque no tienen las capacidades institucionales para hacerlo ni para identificar personas. Me comprometo a actuar contra los responsables de las desapariciones forzadas, sean quienes sean e independientemente de la institución a la que pertenezcan”.

El destello iridiscente de la Comisión para el caso Ayotzinapa debe iluminar esos otros campos plenos de sufrimiento humano. Ningún esfuerzo gubernamental es suficiente cuando está de por medio el fin superior de la materialización del círculo virtuoso conformado por la verdad, la justicia, las reparaciones integrales, las garantías de no repetición y la preservación de la memoria de quienes han sido víctimas de atrocidades sin nombre. Por ello, la creación de una comisión de la verdad para todos los desaparecidos es un imperativo ético, jurídico y humanitario de carácter impostergable.