Irene Selser

Un libro imprescindible para comprender medio siglo de historia y aprender a leer los signos del futuro de Nicaragua está circulando en el país centroamericano, sacudido desde hace ocho meses por una rebelión civil desarmada.

Se trata de El preso 198. Un perfil de Daniel Ortega, del periodista Fabián Medina Sánchez (1965), jefe de información del casi centenario diario La Prensa. El también escritor dirige la revista Domingo y el mensuario Magazine (www.laprensa.com.ni), que en diciembre dedicó una edición especial a Los muertos de la crisis. Todo comenzó el 18 de abril con una protesta pacífica contra unas reformas a la seguridad social, que recibió garrotazos de la policía y los grupos de choque, lo que multiplicó la protesta.

En el poder desde 2007, el gobierno del presidente Daniel Ortega (73 años) y de su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo (67) respondió con más represión, incluso balas vivas contra los manifestantes. A los primeros muertos, el país se insurreccionó.

A la fecha, el saldo de muertos es de 545 según la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH), 325 según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y 199 según Ortega-Murillo. De las víctimas mortales, 28 tenían entre cinco meses y 17 años; 53 por ciento del total murieron por disparos en tórax y cuello y 17 por ciento por disparos en la cabeza, según consigna Magazine en su edición de fin de año.

Con un amplio despliegue fotográfico, la revista de Medina Sánchez —considerado por el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Premio Cervantes de Literatura, como “uno de nuestros grandes periodistas contemporáneos”— detalla los crímenes de lesa humanidad cometidos por el gobierno orteguista y le pone rostro e historias a cada uno de los muertos, en su mayoría jóvenes.

Para su libro, Medina Sánchez investigó durante cinco años la historia de Daniel Ortega, una figura que permaneció oculta tras el mito revolucionario, y la edición de cinco mil ejemplares lanzada en septiembre se agotó en sólo una semana.

Se trata de un atractivo reportaje de casi 300 páginas editado por el periódico La Prensa, el cual se nutre de distintas fuentes y testimonios para entender que lo actualmente sucede en la patria de Augusto C. Sandino y de Rubén Darío “no es un sorpresivo desenlace, sino uno calculado, construido para satisfacer una ilimitada ambición de poder de un hombre, de una familia”, en palabras de la historiadora y excomandante guerrillera Dora María Téllez, una de las figuras relevantes de la revolución sandinista de 1970-1990 que catapultó a Ortega a la cima del poder.

El libro, afirma su autor, es un perfil periodístico que busca mostrar “cómo se construyó el hombre que se convirtió en dictador, igual o peor que el que una vez ayudó a derrocar en nombre de ideales revolucionarios”, en alusión a la dinastía de los Somoza con casi medio siglo en el poder.

Ortega, nacido el 11 de noviembre de 1945 en La Libertad, Chontales (sur), fue Boy Scout y monaguillo y “tuvo hasta la intención de ser sacerdote”, reseña Medina Sánchez. Añade que “fue revoltoso, quemó vehículos, asaltó y mató, cayó preso del somocismo, vivió en el exilio, fue guerrillero, coordinó la primera Junta de Gobierno durante la revolución, ha sido candidato en siete campañas electorales, caudillo y cuatro veces presidente”, hasta que la rebelión de abril “le tira abajo todo el tinglado cuando la población sale en masa a las calles para pedirle que se vaya”.

“Por primera vez —añade—, Murillo y Ortega pierden el control y solo logran sobrevivir como gobierno reprimiendo violentamente el descontento”.

El libro de Medina Sánchez, autor de otros como Secreto de confesión y Los días de Somoza, plantea como tesis central que la historia de Ortega, quien en 1963, con 18 años, se integró al recién creado Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) es, en primer lugar, “la de un sobreviviente” ya que muy pocos de sus originales compañeros de lucha antisomocista llegaron vivos hasta el 19 de julio de 1979, cuando el último de los Somoza, Anastasio Somoza Debayle, huyó del país.

Incluso es posible, añade, “que los siete años de cárcel en los peores años del FSLN hayan determinado esa sobrevivencia. Es la historia de un hombre cuyo tiempo lo colocó en un lugar privilegiado de la historia, el del guerrillero que llega a ser jefe de Estado y tiene, por tanto, la posibilidad de demostrar que valían la pena las ideas por las que luchó y por las que murieron miles de personas”.

“Lamentablemente ese no es el caso de Daniel Ortega”, prosigue el autor. “Al contrario, desdijo con sus actuaciones las razones que lo llevaron a esa posición de poder”.

Destaca el autor que revisó cientos de artículos de periódicos y revistas y entrevistó a un centenar de personas cercanas a Ortega para configurar su perfil, además de haberlo entrevistado en un par de ocasiones entre 1990 y 2007, antes de que éste volviera al poder. Asegura que “Ortega arrastra con él la cárcel. En toda su vida. Su primera escolta personal incorporó a tres de sus antiguos carceleros. (…) Construyó en su casa y en sus oficinas recreaciones de celdas para aislarse. Sus amigos más cercanos son aquellos con quienes compartió prisión, e hizo de sus hábitos de prisionero su sello personal de gobierno y la forma para interrelacionarse con los demás”. Es más, aún hoy, Ortega “come de pie, como en la cárcel”.

El poder por el poder

Ortega convirtió el poder en el propósito de su vida, destaca el periodista. “El poder por el poder”. Para ello, dice, eliminó toda competencia interna, a costa incluso de la división de su partido, de tal forma que él y sólo él ha sido el candidato del FSLN en siete elecciones consecutivas, la primera a finales de 1984.

Tras la derrota de la revolución en las urnas, en febrero de 1990, luego de casi una década de guerra de agresión externa que dejó unos 50 mil muertos, cuando el país tenía cuatro millones de habitantes, Ortega perdería una y otra vez los comicios hasta que en 2007 logró regresar al poder gracias, principalmente, a un pacto con el caudillo liberal y expresidente Arnoldo Alemán.

“Una vez en la presidencia de nuevo —dice Medina Sánchez—, Ortega diseñó su propia dictadura y activó la sucesión dinástica con el propósito de no irse nunca del poder. Eliminó, fraude tras fraude, el poder del voto ciudadano para cambiar autoridades, no dejarle a nadie más que a él la posibilidad de decidir quién y cómo se gobernará Nicaragua”.

“Hasta el 18 de abril de 2018 todo le funcionó más o menos bien”, añade. “Las encuestas le otorgaban entre el 60 y el 70 por ciento de las simpatías de la población. Las protestas generalmente no pasaban de conatos, porque eran reprimidos violentamente desde su origen por grupos de choque entrenados y dispuestos para este propósito”.

“Toda esta maquinaria de poder —agrega— era aceitada con los recursos del Estado y por unos 500 millones de dólares aproximadamente que llegaban cada año de la cooperación petrolera venezolana”, gracias a Hugo Chávez.

Así, dice Medina Sánchez, Ortega estableció una especie de apartheid, con dos categorías de ciudadanos: “uno que mostraba lealtad al partido de gobierno y con ello tenía todas las ventajas en becas, distribución de bienes, sentencias judiciales, trabajos, y la otra que, por ser crítica, era acosada, excluida de algunos espacios e ignorada por el Estado. El discurso oficialista puso énfasis en vender Nicaragua como el país más seguro de Centroamérica, con mayor crecimiento económico y gozando de paz, como si ese fuese el resultado de este modelo de gobierno autoritario y concentrado en una sola familia. El mensaje parecía ser: denme sus libertades y les daré paz y prosperidad”.

Pero cuando los ciudadanos, sin poder de voto y hastiados de ese sistema, salieron a las calles para pedir que se fuera del gobierno, “masacró al pueblo para mantenerse en el poder al costo que fuera”.

Medina Sánchez cita al doctor mexicano Antonio Lara Peinado, autor de la investigación Psicoanálisis del poder, para quien Daniel Ortega es “un sujeto sádico, de pensamiento esquizoide mágico, que es capaz de torturar y de matar para seguir llevando hasta lo indecible su delirio de poder. Un sujeto maniaco, que cuando se le hace ver la realidad evidentemente explota porque es un sujeto que vive a partir de un principio de fantasía y no un principio de realidad”.

¿Cómo alguien con las pocas luces que los cercanos a Ortega dicen ver en él llegó a convertirse en el personaje más importante de las últimas cuatro décadas en Nicaragua, siendo la principal figura de una revolución triunfante pese a su modesta participación en ella y de su escasa preparación académica y el escaso carisma personal que se le achaca? El autor responde: “Sólo se explica por la sobrevivencia de un modelo de sociedad primitiva que pone sus destinos en manos de un «hombre fuerte», el gamonal de hacienda, el caudillo. Esa sociedad que se cree menor de edad, dependiente, que busca el hombre fuerte que la guíe y, a su vez, ese hombre fuerte cuida que la sociedad siga en esa condición de dependencia para evitar que crezca la poca república que lo negaría como figura de poder”.

Para Medina Sánchez, convencido de que la personalidad de Ortega fue marcada por sus siete años en prisión —incluso sus vicios sexuales que lo llevaron a violar durante años a su hijastra Zoilamérica, como ella misma ha denunciado—, si por el presidente y por Rosario Murillo fuera, “ellos serían el inicio de una dinastía de mil años, enraizada en una historia guerrillera donde Ortega mismo, como un semidiós, derrotó a la bestia negra que era el somocismo”.

Para ello, añade, “es necesario, uno, tomar el poder; dos, reescribir la historia para asignarle el papel que cree merecer; tres, crear con la propaganda una realidad paralela donde la sociedad ‘vive bonito’ y conforme”, según el discurso cotidiano de Murillo en la radio y la televisión; y cuarto, “sostenerse en el poder a través del control total de las instituciones, el fraude y la represión al pensamiento diferente”.

“El orteguismo —dice— solo es el somocismo con otro nombre”. Nicaragua “no cambiará solo porque se vaya Daniel Ortega del poder. Cambiará cuando existan leyes e instituciones fuertes y, en consecuencia, deje de haber hombres fuertes”.

 

Zoilamérica y su madre Rosario Murillo

El libro dedica un estremecedor capítulo a las denuncias de abuso sexual y violación contra su padrastro hechas en 1998 por la hija del primer matrimonio de Rosario Murillo desde que Zoilamérica, hoy de 50 años y exiliada en Costa Rica, tenía 11 años y él 34.

Los detalles abundan sobre cómo sucedieron los hechos de acoso y abuso, narrados a Medina Sánchez por la agraviada. El caso llegó incluso hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), pero nunca prosperó en Nicaragua por el control de Ortega del aparato de Justicia y el apoyo de Murillo a su esposo contra su propia hija.

Rosario Murillo merece otro capítulo. Ligada sentimentalmente a Ortega desde 1978 y madre de sus seis hijos, además de Zoilamérica y otros dos varones nacidos de sus dos primeros matrimonios, es considerada por su antigua amiga, la laureada poeta, escritora y activista Gioconda Belli como “una persona vengativa, fanática de sus creencias y opiniones, y peligrosa porque podía recurrir a la ficción para construir la realidad que más le convenía”.

“Era como es hoy”, dice Belli a Medina Sánchez: “No distingue entre el bien y el mal, y se inclina por cualquiera de los dos cuando así le conviene. Es una persona sin ética y sin escrúpulos. Y eso lo estamos viendo en Nicaragua y creo que ahora ha llegado a no poder distinguir la verdad de la ficción que ella se inventa. Por eso es tan exagerada en sus declaraciones. Quizás necesita decirlo tanto para medio creérselo ella misma”.

Gioconda Belli, antigua militante sandinista desde su juventud, rompió con el FSLN de Ortega por su deriva autoritaria tras la derrota electoral de 1990 como también lo hicieron el mismo Sergio Ramírez, el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, además de excomandantes de la revolución como Henri Ruiz, Luis Carrión y Víctor Tirado López, entre decenas de otros dirigentes de la política y la cultura.

Desde 2007, recuerda Medina Sánchez y hasta antes del 18 de abril, la pareja Ortega-Murillo gobernó durante once años “con los poderes soñados de un dictador: él controlaba todas las instituciones del Estado, diseñó una oposición colaboracionista y se alió con el gran capital”.

A la vez, Ortega ejecutó “con cierta periodicidad elecciones en las cuales el tribunal electoral controlado por él le asignaba los votos que solicitara”.

Pero, aclara, “el Daniel Ortega de hoy no se explica sin Rosario Murillo. Ambos se complementan. Ortega encontró en Murillo lo que a él le faltaba. Y Murillo encontró en Ortega el vehículo que necesitaba”.

En las últimas tres décadas, Ortega ha vivido “cuatro golpes cruciales en su vida, y todos han servido para que sean la pareja de poder que son hoy”, afirma Medina Sánchez y enumera la derrota electoral de 1990, el infarto sufrido en 1994, “que lo lleva a desarrollar una mayor dependencia hacia Murillo”; la denuncia por abuso sexual reiterado y violación de su hijastra Zoilamérica y la rebelión de este año cuando, “por primera vez, Murillo y Ortega pierden el control y logran sobrevivir como gobierno reprimiendo violentamente el descontento”.

También, dice, el expreso 198 “ha concentrado en sus manos todos los poderes del Estado y convertido al Ejército y a la Policía en una especie de guardia familiar, haciendo de su gobierno algo paradójicamente parecido al somocismo que en algún momento ayudó a derrocar”.

Para Medina Sánchez, cuando el descontento popular afloró masivamente a partir del 18 de abril después de más de una década de pasividad, el mandatario demostró “que estaba dispuesto a todo para no irse del poder otra vez, en correspondencia a una lapidaria frase del difunto y cuestionado comandante Tomás Borge: «Podemos pagar cualquier precio, lo único que no podemos es perder el poder. Digan lo que digan, hagamos lo que tengamos que hacer. El precio más elevado sería perder el poder»”.